Christiane Félip Vidal - Mujeres en conflictos

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Mujeres en conflictos, es un reconocimiento a seis prestigiosas reporteras de guerra peruanas que pusieron en riesgo sus vidas para que se conozca y entienda la crueldad y la barbarie humana que conllevan las guerras; y dejaron, a través de su trabajo de investigación periodística, un mensaje de razón que resalta la importancia de no olvidar.
A las mujeres siempre les han negado espacios en la vida pública; sin embargo, desafiando ese orden impuesto siempre han estado ahí. También en las guerras ya sea como combatientes, reporteras de guerra, asistiendo a los combatientes. En suma: resistiendo la violencia o narrándola. Sus historias frecuentemente han sido silenciadas. Precisamente, este libro destaca el trabajo de seis reporteras de guerra peruanas que tuvieron el importante y peligroso rol de contarle al mundo las crueldades de diversas guerras: Patricia Castro Obando, Vera Lentz, María Luisa Martínez, Mónica Seoane, Mariana Sánchez Aizcorbe y Morgana Vargas Llosa. Ellas, reporteras o fotorreporteras, cubrieron conflictos en el Oriente Medio, en Bosnia, Kosovo, Afganistán, Irak, Israel y Palestina, El Salvador, Nicaragua, Panamá y el Perú.
Christiane Félip Vidal. Máster en Literatura Iberoamericana de la Universidad de Montpellier, Francia. Estudió Didáctica de las lenguas en La Sorbonne, Francia. Enseñó lengua, literatura y animación en el Taller de Escritura en el Colegio Franco Peruano. Actualmente, se dedica a la formación de docentes en lectura literaria, traducción e interpretación de obras literarias y a escribir. Ha publicado el libro de relatos Descuentos (2004); El refranero soltando gallos (2008); la antología de minificciones con Cucha del Águila, Basta, 100 mujeres contra la violencia de género (2012). Asimismo, las novelas El silencio de la estrella (Lima, 2009, 2015; Francia, 2015), El canto de los ahogados (2012), La flor artificial (novela escrita a cuatro manos con Sophie Canal, 2016), Los espejos opacos (2018). Cuentos suyos han sido publicados en diversas antologías.

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Piensa que sentir el dolor de las víctimas le permitió darlo a conocer con decencia y respeto.

Y el dolor estaba en todas partes: en los hospitales, en los hospicios, en los albergues, en la calle. Vio a muchos muertos, a muchas mujeres caminando solas, desamparadas, buscando a maridos, a hijos, a algún familiar. Vio a la gente corriendo en direcciones contrarias, saliendo de Afganistán, entrando a Afganistán. Y todos contando dolor. Más los robos, la delincuencia.

Pero lo peor lo presenció en un hospital de niños.

En ausencia del director, se encargaba una mujer. Patricia reconoce que, de dirigirse a las autoridades de salud, nunca le habrían hecho caso, mientras la mujer la dejó pasar para ser testigo del horror y para que diera a conocer esta otra faceta invisible de la guerra.

Los niños del hospital no eran niños abandonados por sus padres. Sus padres habían muerto o ellos se habían perdido y, heridos y solos, los habían recogido y llevados al hospital. Muchos se estaban muriendo, pero seguían esperando a padres que nunca iban a volver.

Y afuera, en las manifestaciones, otros niños de 6, 7 años, llenos de odio, jurando que cuando crecieran matarían a Bush y a todos los americanos… Muerte, odio, impotencia. Siempre. Adonde fuera y con quien se topara. «Eso no se olvida», dice.

Aunque hable bajo, hay por momentos violencia en su voz. Queda intacta su desesperación, y ahora, en la tibieza del bar, repite lo que se decía entonces frente a los niños moribundos ¡Detengan la guerra! ¿Qué nos estamos haciendo? ¿Los dirigentes no están viendo esto?…

Su mirada ya no es risueña, porque no está en el bar, está en el hospital viendo morir a niños, está en la calle frente a una mujer desesperada que quiere que se lleve a su bebe, y Patricia sabe que sus preguntas son retóricas.

Nada cambió. La muerte sigue siendo un negocio para los vendedores de armas.

Dice que regresó de esas guerras una mujer muy distinta a la que se había ido. Se volvió tolerante, única forma de acceder a una cultura ajena. Tiene también ahora otra mirada a la vida, a la muerte. Porque nadie gana en una guerra y basta con que muera un niño para que toda la humanidad pierda. Y Patricia vio morir a muchos.

No necesita de fotos para recordarlos. Dejó de tomar fotos en el hospital de niños. No le parecía ético. Dice que no todo tiene que retratarse. A eso no lo llama censura, sino respeto.

Habla del sentimiento de culpabilidad que surgió una vez en Lima, al pensar que la gente a la que había conocido quizás había muerto «mientras yo me salvé y mi vida volvió a ser eso, mi trabajo, el gimnasio, los estudios». Tuvo que procesarlo todo.

En el momento, una piensa que no le afecta, quizás por la adrenalina, la responsabilidad, la obsesión por redactar la noticia, mandar, reportar, pero cuando todo esto se va, vienen las preguntas. ¿En qué he estado? ¿Qué hice? Regresan a la mente lugares, rostros. Vienen las preguntas: ¿qué habría sido de la gente que había conocido?, ¿seguían con vida los niños del hospital?…

Para superar el vacío del regreso a su mundo de antes, rechazó tomar las vacaciones que le proponían en el diario y se hundió en el trabajo. Pero durante mucho tiempo se despertaba llorando en medio de la noche. Solo hablaba del tema con su jefa y su compañera sentimental, convencida de que eran las únicas que la podían entender.

Demora mucho poner palabras sobre el dolor.

Mujer orquesta

El presupuesto de las coberturas no daba para dos personas y, tanto en la primera como en la segunda corresponsalía, Patricia lo manejó todo: fotos, notas, videos, transmisiones en vivo.

La primera cobertura de 2001 resultó mucho más complicada por ser su primera experiencia y por carecer de facilidades para el envío de despachos.

Las escasas fotos donde aparece ella, las hacía el chofer de turno. La mayoría de ellos no sabía cómo funcionaba una cámara y Patricia les tenía que explicar qué hacer. Las fotos para los reportajes las tomaba Patricia. Luego, lo de siempre en esa época: buscar dónde revelar, seleccionar en el negativo únicamente las que han de salir en el reportaje, mandar al diario.

Dos años más tarde, en Irak, le salió más fácil dada la experiencia anterior y, sobre todo, por disponer de un teléfono satelital que le permitía el acceso a internet y el envío inmediato de su material.

Le dio también mayor seguridad el haber seguido un curso para corresponsales de guerra. Lo tenía, como siempre, muy planificado.

La cobertura en Irak la había pedido ella y, mientras estaba todavía en Perú, sospechando que había grandes posibilidades que se disparara la guerra, postuló a una beca Reuters en Inglaterra para estar más cerca cuando estallara el conflicto. Aprendió sobre armas, autodefensa, primeros auxilios —para los que sus estudios de veterinaria le resultaron muy útiles…—, y sobre el manejo del estrés. El curso ponía énfasis en lo que ya había podido corroborar y poner en práctica en la primera cobertura: planificar para minimizar los riesgos, saber exactamente hacia dónde se está yendo y respetar en la medida de lo posible el plan de trabajo, detallándolo al máximo, sabiendo que siempre hay márgenes e imprevistos que pueden moverlo todo.

Desde Inglaterra, armó su plan: llegar a Bagdad por Jordania, el país vecino. Cuando el momento le pareció oportuno, tomó un vuelo con parada en Turquía, y de ahí a Amman, en Jordania. Y de nuevo la misma mecánica: espera en la frontera entre Jordania e Irak hasta la caída del gobierno de Saddam Hussein. Veinticuatro horas después, tiempo necesario para que se defina una situación, según siempre había escuchado decir a los demás corresponsales, ingresó a Irak. Sola y sin visa.

Para llegar a Bagdad tuvo que cruzar un desierto, una tierra de nadie. Lo hizo con un par de comerciantes a los que les pagó la gasolina, sin pensar en el peligro que corría. «Ahora no me volvería a subir —dice—. No era consciente del riesgo. Solo pensaba que tenía que cumplir con la corresponsalía».

El hotel internacional de Bagdad donde estaban todos los periodistas estaba lleno. Y muy caro. Tuvo que buscar un lugar más modesto. Mejor para ella: al día siguiente bombardearon el hotel. ¿El destino una vez más habría decidido por ella?

Lo más arriesgado era salir de la zona que controlaba el ejército americano porque imperaba un ambiente de hostilidad de parte de los iraquíes. Si bien eran conscientes de que se habían librado de Saddam Hussein gracias a la intervención americana, solo deseaban ahora su partida. Era notable la tensión y todos los civiles andaban armados. El caos era total. El saqueo había empezado: tiraban abajo las estatuas, entraban a los museos y vendían las piezas robadas. En una foto, Patricia posa junto a la cabeza rota de una estatua de Saddam Hussein que habían querido venderle. «Luego de los saqueos vendían cualquier cosa», dice.

A veces ni siquiera tenía que ir en busca de historias: se le acercaban mujeres enseñándole fotos de sus hijos y preguntando por ellos. Eran historias de vidas truncas y se sentía impotente ante tanto drama.

Su cobertura en Irak duró un mes. Con un presupuesto que se iba achicando como piel de zapa, dormía donde podía con tal de que hubiese una puerta que pudiera cerrarse porque no siempre conseguía encontrar hostales. Pasaba igual con la comida. Como dice, en esas circunstancias, se come cuando se puede y lo que se puede y lo que hay. Y si no hay, pues, no hay… pero siempre tenía agua y galletas. Dice riendo que desde entonces no quiere saber de galletas. Y, efectivamente, no se comerá la galletita que le dieron con el café… Pero aclara que las restricciones no le costaron nada porque viene de una familia peruana emergente que tuvo que pasar por muchas necesidades.

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