Lidia Yuknavitch - La cronología del agua

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De los escombros de su problemática juventud,
Lidia Yuknavitch teje una asombrosa historia de supervivencia. Una memoria que es un canto a la búsqueda de la belleza, la expresión personal, el deseo —hacia los hombres y las mujeres—, y el poder sanador del nado. En
La cronología del agua la vida queda expuesta, desnuda. Es una vida que navega y trasciende el abuso paterno, la adicción, la autodestrucción y la insoportable pérdida de una hija. Es la vida de una inadaptada —una que recorre un camino feroz y no transitado hacia la creatividad— en un ejercicio de reconciliación y amor propio.

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Lo que descubrí sobre Lubbock gracias a la gente que frecuentaba ese sótano era - фото 3

Lo que descubrí sobre Lubbock gracias a la gente que frecuentaba ese sótano era otro tipo de enseñanza. Habían secuestrado y asesinado al padre de no sé quién. La policía lo encontró en los corrales, debajo de pezuñas y mierda de vaca. Al hermano de uno le había dado una sobredosis mientras mataba a su novia con un trozo de espejo. La madre de otro había matado a su hermano y a su hermana, de siete y doce años, porque se lo había ordenado Jesús; le había susurrado al oído que eran malos. El tío de cierta mujer era un pedófilo, pero nadie de la familia estaba dispuesto a mandarlo al trullo, así que le dejaron vivir en el ático. El hermano de otra mujer vendía coca en la frontera. Habían encontrado al mejor amigo de uno, un mexicano, con las manos y la polla cercenadas junto a las vías del tren, y las habían dejado en una bolsa de basura. El hermanastro de Monty estaba en el hospital psiquiátrico por haber violado repetidamente a una niña retrasada de su barrio.

Solo puedo decir esto de una forma, sin rodeos. Esos dramas, esas historias terroríficas, sangrientas e inmorales… hacían que me sintiera mejor. Como la tele. Me sentía menos hija malparada. Menos estudiante fracasada. Menos puta. Menos deportista malograda. Y lo que había en el sótano ayudaba a que mis sentimientos salieran totalmente de mi cuerpo, así que no me hacía falta saber ni quién era, ni por qué ni nada.

Dos.

Tres.

Uno.

En el segundo año, cuando iba al sótano casi siempre estaba sola. Me daba igual que hubiera alguien más. Me daba igual cómo estuviera la habitación. Los pósteres de las paredes. Lo que hubiera por todo el sofá color mierda. Lo que me interesaba era lo que había en la mesa. Una cuchara, una bandeja con algodón, un mechero y una jeringuilla. Levantaba la cuchara y me la llevaba a la boca. Monty decía: «Ja, ja, ja, ¿dónde quieres?».

Aquí decía yo mientras me daba en el brazo con la palma de la mano para que - фото 4

«Aquí», decía yo mientras me daba en el brazo con la palma de la mano para que se viera la vena.

Zombi

Parte de mi vida en Lubbock transcurría como si fuera un zombi. No de esos que comen carne. Qué asco, no soy caníbal. No, me refiero a uno muy funcional, como mucha de la gente que nos rodea, ¿no? Estamos… en todas… partes…

En el país de los zombis, una noche conocí a un doctor en Medicina en un club que esnifaba heroína como para matar a un elefante. La matrícula de su coche decía: «dr sta aki». Conocí a un policía con dolor de espalda crónico por una herida de bala que se la fumaba en pequeños cigarritos marrones liados por él mismo. Conocí a un escultor mexicano que la hervía con peyote. Conocí a una mujer que de día se dedicaba a cuidar bebés y de noche se evadía de la realidad, así que cuando iba a cuidar a los niños por la mañana aparecía con los párpados caídos. Mi profesora de escritura creativa, dos nadadores, un jugador de fútbol americano muy conocido, el dueño de un restaurante conocido, músicos, artistas… Sí, todos eran zombis adictos.

Me gustaba la dentellada de la aguja. Me gustaba fumar heroína. Aún me gusta ver la aguja penetrando en el brazo. Lo cierto es que se me hace la boca agua, incluso cuando lo veo en una película.

En treinta segundos pasaba de sentir a la nada.

Me gustaba la forma en que mi vida, lo que era y lo que no era, desaparecía como si nada.

Cuando entras en el país de los zombis todo se ve como si estuvieras debajo del agua, a cámara lenta y espeso. Las personas parecen caricaturas, se mueven demasiado rápido, y a veces la boca y los ojos adoptan formas extrañas, y los brazos y las piernas se transforman puntualmente en serpientes o en cabezas de animales. A veces te da la risa tonta en el momento más inoportuno. Ves las cosas como si estuvieras dormido. Es como un sueño lúcido.

En realidad, es exactamente como un sueño lúcido. Según la neurobiología, en un sueño lúcido la persona es consciente de que está soñando. Cuando el área del cerebro que normalmente está apagada se activa mientras soñamos, uno es consciente de que está soñando. La persona debe procurar dejar que el delirio continúe, pero sin dejar de ser consciente de que está soñando. Hay gente que dice que se trata de un recoveco entre el raciocinio y los sentimientos.

Los zombis también se mueven entre el raciocinio, los sentimientos y algo más. Pregúntale a cualquier zombi altamente funcional o rehabilitado y te dirá sin dudar que su vida era como estar soñando despierto. Ya lo creo que sí. Aunque para algunos es una pesadilla inefable.

En términos generales, a mí me gustaba el país de los zombis. Por ejemplo, podía tirarme todo el día sentada en el mismo sitio contemplando fascinada cómo cambiaba la luz en la pared hasta que se hacía de noche. En otra ocasión sumergí una mano repetidamente en pintura azul y cubrí de manos una pared blanca de mi apartamento. Aunque confieso que en un momento dado me sentí intimidada por ellas y me amenazaron con acabar conmigo; luego volvieron a ser buenas e incluso me cantaron hasta quedarme dormida con unas boquitas que tenían en las palmas.

Ahora que lo pienso, creo que estar zombi se parece mucho a estar hipnotizado o meditando. En la hipnosis y la meditación cambias la conciencia del mundo físico por un mundo subconsciente más profundo. Por eso a veces sientes que se te entumece el cuerpo. Ni a los zombis, ni a los hipnotizados ni a la gente que medita les asusta. En el país de los zombis, cuando estás tan relajado que se te afloja la boca como si fuera agua y los músculos se transforman en un torrente cálido es porque estás llegando a un lugar importante de tu mente. Muy profundo. Al mundo de los sueños.

Pero otra cuestión delicada sobre el país de los zombis es que en la dimensión de los sueños puedes experimentar distorsiones corporales, vibraciones y temblores extraños. La clave era mantener la calma. No significaba que te estuvieras convirtiendo en un cuáquero. Era normal. Significaba que tu cuerpo estaba listo para «ir» adonde lo estaba llevando tu mente. Significaba que ibas a empezar a volar.

El tiempo deja de existir. No hay pasado, ni presente ni futuro. O bien existen los tres a la vez. La ralentización y la dificultad para hablar, la pesadez de las piernas, la extraña sensación de que tus manos se transforman en bolas de plomo gigantes que te cuelgan de los brazos y se balancean lentamente; el trozo enorme de funda de almohada que tienes en la boca… Son transformaciones corporales necesarias para ir donde vas. Aunque recuerdo perfectamente que todo iba mejor cuando me quedaba en el apartamento. A falta de una forma mejor de expresarlo, cuando salía al mundo exterior estaba ciega y muda. Y además estaba el problema de las piernas y los brazos.

O quizá veía el mundo como realmente era, un lugar en el que no había sitio para una chica como yo. ¿Por qué no… me iba?

Otras veces no era tan guay. Como cuando me desperté debajo de un paso elevado con la cara en el asfalto, rodeada de mi propio vómito y con los pantalones por los tobillos. O cuando me desperté en la cama de un karateca rubio de ojos azules con un cordón de cuero alrededor del cuello. O cuando me caí desde el balcón de un segundo piso y me partí la crisma, y la mujer de los guantes de látex me tocaba la frente mientras íbamos en la ambulancia y me decía: «Lidia, ¿me ves? No te duermas, Lidia, hazlo por mí. Muy bien». Parecía un pulpo blanco debajo del agua. Pero guapa.

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