Rut H. Sánchez - Las tres lunas

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Durante siglos, los brujos han permanecido ocultos de la humanidad, pues un día quisieron acabar con ellos por miedo a la magia. Expulsados del mundo y convertidos en simples personajes de historias fantásticas, viven escondidos bajo estrictas leyes que no les permiten regresar. Tras de cientos de años, Antia no desea seguir los pasos de sus antepasados y mantenerse oculta: quiere ver qué hay más allá de la línea de protección que los ha mantenido a salvo todo ese tiempo. Una fuerza interior la obligará a saltarse las normas para descubrir si todo lo que le han contado es verdad o una simple historia distorsionada. Sin embargo, lo que nadie esperará será que otros manejen los hilos de su vida, sin ser ella consciente. Antia se adentrará en el mundo
hominum decidida a descubrirlo, sin saber que ese impulso la llevará a formar parte de una profecía. Tres lunas, el poder del amor, la fuerza de la magia y la valentía tomarán el control del libro que tienes entre tus manos.

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—Es hora de que nos vayamos y dejemos a vuestra madre descansar —les dijo Diana a las niñas, que no eran capaces de dejar de mirar a la persona más importante de sus vidas.

La chica abrió la puerta de la habitación y esperó a que salieran mientras ellas se despedían de Antia lanzándole besos al aire, ya que les habían dicho que no podían tocarla.

El corazón de Diana se encogió cuando las vio salir agarrándose las enormes batas verdes para no pisarlas, cabizbajas y con un millón de lágrimas resbalando por sus mejillas sin emitir un solo sonido. Las miró sin llegar a entender qué tipo de familia era aquella en la que habían dotado a aquellas pequeñas de una fortaleza espiritual incomprensible para su edad.

Tuvo muy claro desde que las vio con qué familia de acogida las dejaría. Ellos las cuidarían mejor que nadie y no habría ningún problema para que permanecieran juntas.

Cuando llegaron al aparcamiento del hospital, con las tres niñas haciendo una cadena encabezadas por Velia, que iba sujeta a su chaqueta, Diana se paró y sacó las llaves del coche. Fue hacia el maletero, donde había guardado tres elevadores al saber cuántas niñas debería trasladar.

Los colocó en la parte de atrás del vehículo y, sin decirles nada, se subieron. Le costaba creer que fuera tan sencillo.

El trayecto sería de una hora y, en cuanto dejara a las pequeñas en su hogar temporal, debería acabar el informe para presentarlo a la mañana siguiente. Sabía que su jefe no le pondría ninguna pega porque hubiera escogido a esa familia sin consultarle antes, no solía pasar nada. Era complicado encontrar familias que aceptaran a tantas hermanas y en aquel momento aquella era la única de las pocas disponibles.

El viaje en el coche fue silencioso. Diana las miraba a través del espejo retrovisor. Cuando la adrenalina por lo sucedido fue desapareciendo de sus pequeños cuerpecitos, el agotamiento pudo con ellas y cayeron en un profundo sueño. Debería prevenir a los habitantes de la casa de acogida sobre la posibilidad de que las niñas entraran en crisis en cualquier momento. Aquella actitud por parte de ellas no era para nada normal.

Las luces de la gran casa estaban encendidas a pesar de la hora. Diana los había llamado para avisar de su llegada y de que necesitarían tres camas.

Al aparcar justo en la entrada de la casa, la gran puerta de madera caoba se abrió y salieron un hombre y una mujer que rondaban la cincuentena.

—Pensábamos que llegarías antes. ¿Ha pasado algo? —le preguntó el hombre mientras se acercaba a Diana, a quien abrazó y besó en la mejilla en cuanto la tuvo cerca.

—No. Solo que antes de irnos han dejado que vean a su madre —le explicó.

—Pobrecillas, ¿cómo se encuentran? —le preguntó la mujer mirando a través de la ventanilla del coche.

—Extrañamente bien. Aparte de algunas lágrimas por haberse separado de su madre, están tranquilas. No acabo de entender cómo pueden estar así sabiendo que su padre ha muerto y su madre está grave.

—¡¿Se puede saber qué loco les ha explicado que no volverán a ver a su padre?! —se enfadó el hombre.

—Yo —le contestó Diana agachando la cabeza.

—Hija mía, ¿es que no has aprendido que no debes dar noticias como esa a criaturas pequeñas sin el apoyo de un psicólogo?

—Lo sé, papá, pero algo me dijo que debía hacerlo y que ellas podrían aguantarlo.

—Es horrible que algo así pueda sucederle a una familia. ¿Crees que la madre se recuperará? —le preguntó su madre sin poder separarse del coche.

—Eso espero. Me ha parecido ver lo unidas que están a su madre, hasta un punto que no he visto hasta esta noche.

—Será mejor que las llevemos dentro para que descansen —les indicó Lucas, su padre, abriendo la puerta trasera del coche—. ¡Estas niñas son preciosas! Parecen unos angelitos —exclamó sin levantar la voz para no despertarlas.

—Por muy angelitos que sean, necesitan descansar y despertar en un lugar cálido donde se sientan protegidas. Y tú —le dijo Celeste a su hija—, vas a quedarte a dormir en casa.

—No puedo, mamá, debo acabar el informe de este caso para mañana a primera hora y así hacer oficial su residencia temporal con vosotros, ya lo sabéis.

—Puedes hacerlo aquí, en tu habitación. —Celeste intentó convencerla.

—No insistas, mamá, tengo mi ordenador en casa. Te prometo que antes de ir a trabajar me pasaré por aquí. —Diana sabía que no sería tan fácil convencerla.

—Celeste, déjalo. Es tarde y debemos acostarlas de una vez. —Lucas ya estaba con An en sus brazos.

—Está bien, pero que nos ayude a llevarlas dentro. —Celeste dejó de insistir, sabía que no conseguiría nada.

—No, que se quede aquí, vigilándolas, mientras yo las llevo una a una. Son pequeñas, pero no plumas.

—De acuerdo, te acompañaré para arroparlas. Te esperamos mañana para desayunar. —Celeste le dio un beso a su hija para después seguir a su marido al interior de la casa.

En cuanto las niñas estuvieron metidas en las camas, profundamente dormidas, Diana se subió en el coche y se marchó. Le esperaba una larga noche de trabajo y debería ponerse en marcha muy temprano.

Desde el día en el que Diana decidió que se dedicaría a mirar por el bienestar de los niños, sus padres se unieron. Incluso cuando esa decisión la tomó siendo muy joven. Era una chica decidida, con un gran corazón y con las ideas muy claras, y cuando llegó el momento de decidirse por una carrera universitaria tuvo claro que sería asistente social. Sus padres supieron que la mejor forma de copiar a su hija sería convirtiéndose en familia de acogida, ya que podrían proporcionar un buen hogar a esos niños que lo necesitaran, fueran uno, dos, tres o más, al disponer del espacio suficiente y personal a su servicio que les echaría una mano. Era la parte buena de encontrarse en una situación socioeconómica muy buena.

Mientras las pequeñas dormían plácidamente, Antia intentaba estar lo más tranquila posible para poder recuperarse de sus múltiples heridas y así concentrar toda su energía vital en la protección de sus hijas. Había podido escucharlas y sentirlas, a pesar de no haberlas tocado. No sabía cómo lo conseguiría, pero no permitiría que la ceguera y la incapacidad de querer entender que las cosas de su madre y de sus tías, por muy familia suya que fueran, le arrebataran a sus hijas. Lo habían conseguido con Efrén y de alguna manera se lo haría pagar.

Inmersa en sus pensamientos, no prestaba atención a todos los que entraban y salían para comprobar su estado, administrarle medicamentos o realizarle algún tipo de cura. Hasta que notó la calidez de una mano que reconoció al instante. En aquel momento se tensó, disparando las pulsaciones que se dibujaban en el monitor que tenía al lado del cabecero de su cama.

—Ssshhh, no debes alterarte —le pidió una voz profunda y tranquila—. No debí permitir que te hicieran esto. Debes perdonarlas, tu huida las cegó, creyeron que los hominum te habían raptado.

Su padre estaba junto a ella, la esencia de su magia era inconfundible, y no supo si hacerle caso y calmarse o hacer saltar las máquinas para que los médicos y las enfermeras acudieran a la habitación.

—Sé que no puedes hablar. Jamás imaginé que pudieras hacer magia ancestral. Para ti, solo eran historias y canciones. Te has convertido en una bruja muy fuerte, aunque siempre supe que eras especial. No es normal que los nuestros nazcamos con luna de sangre, pero tú lo hiciste, aunque tomamos la decisión de no explicártelo.

Aquella información dejó a Antia de piedra. Sus hijas también habían nacido en una noche así, aunque con una enorme luna llena.

Fue entonces cuando decidió hacer caso a la petición de Xalbat, su padre, y relajarse para escuchar lo que había ido a decirle.

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