Rut H. Sánchez - Las tres lunas

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Durante siglos, los brujos han permanecido ocultos de la humanidad, pues un día quisieron acabar con ellos por miedo a la magia. Expulsados del mundo y convertidos en simples personajes de historias fantásticas, viven escondidos bajo estrictas leyes que no les permiten regresar. Tras de cientos de años, Antia no desea seguir los pasos de sus antepasados y mantenerse oculta: quiere ver qué hay más allá de la línea de protección que los ha mantenido a salvo todo ese tiempo. Una fuerza interior la obligará a saltarse las normas para descubrir si todo lo que le han contado es verdad o una simple historia distorsionada. Sin embargo, lo que nadie esperará será que otros manejen los hilos de su vida, sin ser ella consciente. Antia se adentrará en el mundo
hominum decidida a descubrirlo, sin saber que ese impulso la llevará a formar parte de una profecía. Tres lunas, el poder del amor, la fuerza de la magia y la valentía tomarán el control del libro que tienes entre tus manos.

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Las voces de las mujeres, cada vez más fuertes, dejaron de escucharse y, como si se hubieran enchufado a un generador, de sus manos surgió una intensa luz del mismo color que la luna. La dirigieron hacia su otra mano, como si estuvieran absorbiendo la energía. De repente, el coche empezó a elevarse, y las niñas y Efrén comenzaron a gritar. Pero Antia no dejó de repetir la canción una y otra vez. Las luces de las casas y de los pisos que había en la calle empezaron a encenderse. Efrén aceleraba el coche cuando las ruedas se despegaron del asfalto y la intensa luz que producían la madre y las tías de Antia chocó contra este.

Las tres mujeres, con verdadero odio en la mirada, dirigieron sus manos hacia su objetivo. Lo hicieron girar y lo estrellaron contra el suelo sin preocuparse porque los ocupantes pudieran sufrir algún daño o incluso morir.

Las fuertes ráfagas de luz y el estruendoso ruido del impacto del coche hicieron que las personas que vivían en aquella zona salieran a la calle para ver qué era lo que había sucedido. Aquello arruinó los planes de Elixi, Kali y Zenai, madre y tías de Antia. Por nada del mundo se dejarían ver por los horribles hominum, no pensaban descubrirse ante un mundo que las persiguió y sacrificó por ignorancia y miedo. Por mucho que aquello las hiciera enfadar, no podían hacer otra cosa: debían desaparecer antes de que las vieran. Aunque se prometieron recuperar lo que habían ido a buscar.

Dentro del destrozado coche, rodeado de personas que de alguna manera intentaban auxiliar a sus ocupantes, Efrén y Antia sangraban y las pequeñas lloraban sin apenas un rasguño. Lo que Antia había intentado hacer con la canción había funcionado, en parte. Tuvo que entregar su consciencia en el esfuerzo. Podía escuchar a sus pequeñas, las voces de los extraños que intentaban auxiliarlos, pero no era capaz de moverse ni de reaccionar. Por mucho que le doliera no poder abrazar a su familia, sería la única manera de mantenerlos a salvo. El uso de tanta energía la mantendría en un estado de seminconsciencia que aguantaría hasta que sus hijas pudieran protegerse por sí mismas, aunque eso quisiera decir que no sabrían lo que eran en realidad.

A pesar de no poder moverse ni abrir los ojos, sí era capaz de escuchar e intentó aislarse de todo lo que sucedía a su alrededor —extraños gritando, las sirenas de los vehículos que venían a auxiliarlos— para centrarse en un solo sonido. Uno que aún no había escuchado. Se centró en el latido de su corazón, algo que le gustaba hacer y que la ayudaba a practicar esa parte de ella que mantenía oculta. Pero no lo consiguió por mucho que se esforzó e imaginó que era por el estado en el que se encontraba, pues no quería aceptar la realidad. Hacerlo le supondría desprenderse de una parte de su corazón y flaquear en un momento en el que sus escasas fuerzas eran necesarias para que la protección de sus pequeñas fuera total después de descubrir que, utilizando buena parte de su esencia vital, podría conseguirlo.

Lo había perdido, su corazón ya no latía y el no poder gritar, maldecir, clamar venganza ni enfrentarse a aquellas que lo habían causado estaba destrozándola. Pero aquel no era el momento, tendría que esperar al día en el que pudiera llorarle. Ahora solo debía pensar en las tres pequeñas que se quedarían solas. No sabía cómo hacerlo para que estuvieran bien hasta que ella pudiera despertar, pero algo en su interior le dijo que no les sucedería nada malo. Reconoció aquella sensación, aunque no creyó que pudiera ser cierta, no allí y tan lejos de su aldea.

Pudo sentir cómo manos extrañas la sacaban con cuidado del coche, manos que la tocaban, la pinchaban, hominum que intentaban que no corriera el mismo camino que Efrén.

—Está muy débil, hay que estabilizarla —escuchó que decía uno de los extraños.

—¿Las niñas están atendidas?

—Sí, la otra ambulancia está encargándose de ellas. Por lo visto, solo tienen heridas superficiales. Se las llevan ya hacia el hospital para hacerles pruebas.

Escuchar aquello tranquilizó a Antia, sus pequeñas estaban bien.

—Ojalá su madre logre salir de esta porque, si no, se quedarían solas. Pobrecitas.

Aquellas palabras le confirmaron a Antia lo que ya sabía: Efrén había muerto.

—Traed la camilla, que nos vamos ya.

Capítulo 5

Bajo el velo de la hominum

No fue fácil para los médicos curar y estabilizar a Antia, aunque al final lo consiguieron y esperaban que llegara a reaccionar y despertara para poder explicarle a la policía qué les había pasado.

Después de revisar a las tres niñas e intentar localizar a sus familiares, decidieron avisar a un asistente social.

—¿Dónde están mamá y papá? —le preguntaba sin parar Clelia a la enfermera sin soltarse de las pequeñas manos de sus hermanas.

—Vuestra madre está muy enferma y ahora mismo necesita dormir.

—¿Y papá?, ¿dónde está papá? —le preguntó Velia poniéndose delante de sus hermanas, decidida a protegerlas y que aquella extraña les explicara qué pasaba.

La pregunta y la actitud de la niña esperando una respuesta dejaron a la enfermera sin saber qué decir. ¿Cómo explicarles a unas criaturas tan pequeñas que su familia no volvería a estar completa?

En aquel momento, como si un ángel hubiera caído del cielo, una jovencísima chica con un enorme bolso de un color verde estridente en su mano derecha y una carpeta a juego con el bolso en la izquierda apareció. Sus ojos, de un bello tono esmeralda, contrastaban con su piel bronceada. Su sonrisa hizo que las pequeñas dejaran de llorar y preguntaran por un momento.

—Hola, soy Diana, la asistente social que se hará cargo a partir de ahora de estas preciosas niñas —se presentó mientras rebuscaba en su gran bolso. La enfermera no acababa de creerse que aquella joven fuera quien decía ser hasta que sacó la tarjeta que la identificaba—. Vosotras debéis ser Velia, Clelia y Antia, mis futuras tres mejores amigas —les dijo a las niñas, colocándose a su altura para ponerse enfrente de sus ojos al hablarles.

En el momento en el que se miraron algo pasó. Las pequeñas se calmaron, la rodearon y la cogieron de ambas manos, que había dejado libres colocando sobre la mesa que había en la pequeña sala lo que llevaba con ella.

—Nos quedamos con ella —le dijo Velia muy decidida a la enfermera.

—¿Estás segura de que puedes hacerte cargo de este asunto? ¿No necesitas a ningún supervisor que te guíe? —le preguntó la enfermera sin llegar a creerse que pudiera hacerse cargo.

—Soy capaz de realizar mi trabajo a la perfección. Entiendo qué estás pensando y no soy tan joven como imaginas. No es la primera vez que tengo que encargarme de algo parecido. Solo queda que arreglemos los papeles. Y me gustaría una copia de los informes médicos de las niñas —le explicó Diana a la enfermera con gran seguridad.

—Está bien. Perdona por haber dudado, pero es que parece que acabas de empezar la universidad como mucho —se disculpó la enfermera.

—No es la primera vez que me pasa, no te preocupes. Si os portáis bien mientras hago una cosa, haré lo que me pidáis. Ahora, sentaos y pintad algo bonito para vuestra madre —les pidió a las pequeñas, sacando del bolso unos cuantos folios y una caja de madera con lápices y colores.

No dijeron nada, tan solo hicieron lo que les había pedido, esperando su momento.

En cuanto todo estuvo listo Diana volvió con las niñas, aunque algo en su interior le dijo que aquel caso debería tratarlo de manera diferente, a pesar de que con ello hiciera algo poco aconsejable.

—¡Madre mía, qué dibujos más bonitos! —Su reacción fue sincera. No entendía cómo unas niñas de seis años podían dibujar con tanto realismo. Se habían dibujado las unas a las otras, y en los tres dibujos había multitud de corazoncitos y pequeños sombreros de bruja. Algo que solía hacer Antia, su madre, cada mañana para decirles lo mucho que las quería y que les transmitía su energía para que fueran muy fuertes.

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