El jurado del Premio València Nova de Narrativa 2021,convocado por la Institució Alfons el Magnànim-Centre Valencià d’Estudis i d’Investigació, presidido por Maria Josep Amigó, vicepresidenta de la Diputació de València, e integrado por los escritores Lorena Franco, Toni Hill, César Pérez-Gellida, junto a Eva Olaya, en representación de Ediciones Versátil, y Josep Vidal Borràs como secretario, acuerda conceder dicho premio a la novela Tres lunas llenas , de Irene Rodrigo.
Título: Tres lunas llenas
© 2021 Irene Roderigo
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
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1.ª edición: noviembre 2021
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2021: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
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«La invenció; les noves idees; viure pensant. Això és ser humà. Amb una objecció: hi manca la fertilitat. El desig».
El teu gust , Isabel-Clara Simó
«Todo duerme en la tierra y todo despierta de la tierra».
La amortajada , María Luisa Bombal
Evito a toda costa mirar entre mis piernas. No quiero ver el rojo. Me levanto de la cama y en el pasillo noto el caldo ardiente y denso deslizándose por la cara interna de mis muslos, inequívoco, preñado de derrota. Meo sin tocar el váter y me meto en la ducha. Un hilo viscoso me atraviesa la ingle, lo siento sin verlo, esa gota de tinta ultraconcentrada que cae despacio y se detiene a medio camino entre el pubis y la rodilla. Con la alcachofa en la mano, espero a que el agua se caliente para borrar el fin de la promesa imaginaria que entierro cada mes en un surco cavado por mí misma. Allí se fertiliza, recibe su alimento, crece y se hincha como un globo hasta que, treinta días después, asoma la cabeza para morir de nuevo.
El agua me cubre entera, quemándome la piel. Noto el primer pinchazo en el fondo del bajo vientre. No reacciono, solo tomo una inspiración profunda y hundo los dedos en los mechones que se estiran y se suavizan al contacto con el vapor. Embadurno el cabello con champú y rasco las raíces aplicando la poca violencia que me permiten mis brazos fatigados, anquilosados después de abandonar el sueño abruptamente. Luego buscaré un Espidifen.
El segundo calambre me golpea fuera de la ducha. No quiero ir a trabajar, pero, en lugar de llamar a mis jefes e inventarme cualquier enfermedad, me preparo para introducir la copa en mi vagina enrojecida. No miro, pero conozco el camino de memoria; sé que si lo sigo no me mancharé demasiado los dedos ni deberé enfrentarme a un copioso excedente bajo el grifo. Aunque llevo a cabo el proceso con sumo cuidado, la uña del dedo índice rasga un milímetro de carne y me parece que se desprende un pedacito. No me impresiona la sensación física, sino la imagen que no estoy viendo, la que recreo tras mis párpados cerrados. Esa carne desprendida y su sangre, que se mezclarán con la otra sangre, la que viene de más adentro; todas las sangres recogidas en el recipiente cónico de silicona, látex y plástico quirúrgico; todas en la taza de un mismo váter, en las mismas cañerías; todas indivisibles e inútiles. Me lavo las manos, froto una contra la otra contando diez, quince, veinte segundos. Cuando vuelvo a mirarlas están limpias, impecables. Cubro mi sexo con unas bragas de las que no me importa manchar, me tomo un café para bajar el Espidifen, me pongo las gafas de sol y salgo de casa.
A las ocho de la mañana, el autobús viene lleno de locales y turistas. Encuentro un sitio libre, me deshago de la chaqueta y abro la última novedad de la editorial. Leí esta historia por primera vez cuando aún era un manuscrito con un argumento salpicado de carencias. Lo salvaron la ausencia de faltas de ortografía —algo poco común en los aspirantes a escritores— y la ilusión de que los personajes traspasaban los límites de la novela, como si esta fuese la fotografía de un año más de sus vidas en el que confluían varios sucesos extraordinarios que los desestabilizaban durante un tiempo para luego permitirles regresar a un equilibrio renovado.
Pulpos fuera del agua fue mi primer trabajo como lectora editorial. La responsable —y única integrante— del departamento de comunicación, llevando a cabo tareas que exceden sus funciones y sin recibir ni un euro más por ello. Acepté la petición porque Ignasi acababa de marcharse de casa y yo necesitaba ocupar mis ratos libres en tareas que me distrajeran de la culpa y el arrepentimiento. Leyendo Pulpos fuera del agua —cuando aún se titulaba La vida infeliz —, descubrí un poder que no otorgan las notas de prensa ni la organización de presentaciones, y mucho menos las llamadas y correos electrónicos de seguimiento que envío de lunes a viernes a los medios de comunicación.
Aquella lectura depositaba en mis manos el futuro de un autor desconocido. Si por una travesura de esas que hacen los niños para comprobar los límites de la paciencia de sus padres dijera no en vez de sí, habría una persona, un tal Néstor Gallego, apenas tres años mayor que yo, que nunca recibiría noticias nuestras o, peor aún, que sería rechazado con un aséptico correo en el que mis jefes habrían copiado y pegado la consabida fórmula: «Su obra no cumple los requisitos mínimos de calidad exigidos por nuestra editorial». Y todo sería una broma enmascarada de la que Néstor Gallego, su gran protagonista, nunca se enteraría, una broma que reduciría su trayectoria a una insignificante y desaprovechada bola de papel arrugado en el fondo de una papelera a la que jamás se asomaría nadie.
En cambio, dije sí al original de Néstor Gallego, y toda la maquinaria editorial se puso en marcha para publicar su primera novela y lanzarla a lo más alto de las listas de ventas. Al menos esas eran las aspiraciones de mis jefes. El libro lleva dos meses y medio en el mercado, y algo menos de mil ejemplares vendidos, una cifra nada despreciable pero que no se acerca ni remotamente a las expectativas iniciales de los editores. Aun así, el editor número uno sigue convencido de haber publicado una obra maestra, y me felicita con frecuencia por haber sabido advertir antes que nadie el potencial de una voz como la de Néstor Gallego, tan contemporánea y universal al mismo tiempo, tan «hábil para sumergirse en la materia que permanece oculta incluso para el propio individuo y extraer verdades incómodas y sin embargo indispensables si queremos desembarazarnos del sutil pero condenatorio antifaz que nos ciega cada día». Esto lo escribí yo para la faja de la novela, ese infame señuelo publicitario que se aplica a cualquier título que aspire a destacar en las librerías —y en las ventas, por descontado—. Redactar el texto de la faja de Pulpos fuera del agua fue la recompensa no remunerada a mi feliz —feliz, eso creían ellos, eso cree todavía el editor número uno— descubrimiento literario, y la señal incontestable de que, por lo visto, se me dan mejor las fajas que los titulares, así que desde entonces fui nombrada única responsable de los textos de las fajas de todos los libros que editáramos a partir de ese momento. Huelga decir que sin cobrar más ni reducir cargas laborales por otros flancos.
De un día para otro pasé de ser una periodista convencional reconvertida a la comunicación corporativa a recibir halagos casi diarios de mis jefes —al principio de ambos, a la larga solo del editor número uno— y el agradecimiento eterno de Néstor Gallego, que destapó la identidad de su madrina literaria en la primera reunión con los editores. Ellos me invitaron a estar presente en el encuentro y yo, por supuesto, acepté. Era lógico que quisieran que me implicase desde el principio en la rueda editorial, dado que se podía decir que fui yo quien, en esa ocasión, la había puesto a girar.
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