Cuando Clelia se lo explicó a Diana, solo pudo imaginar el amor que había en aquella familia y la enamoró ver cómo las pequeñas hacían, en aquel momento, algo que habían aprendido de su madre para transmitirle su fuerza y que se curase, a pesar de no saber la magnitud de los hechos.
—¿Adónde iremos ahora? —le preguntó An, intentando no llorar.
—Hasta que mamá se ponga bien, tendréis que quedaros con otra familia. ¿Tenéis abuelos o tíos?
—No —le contestó Velia sin más.
—¿Y tenemos que irnos ya? ¿No podemos ir con mamá para que vea nuestros dibujos?
—Preguntaré si podéis verla, aunque no puedo prometéroslo. Pero, si dicen que esta noche no podéis, en cuanto me den permiso os traeré —les aseguró Diana con una enorme sonrisa.
—Yo quiero darle el dibujo a mamá para que se ponga bien pronto —le pidió An.
—¿Y por qué no viene papá a buscarnos? —le preguntó An.
Aquello no pilló por sorpresa a Diana. Había estado esperándolo desde que las vio y, aunque entendía que tal vez no comprendieran lo que iba a explicarles, sabía por experiencia que era lo mejor. Se sentó en la pequeña sala, cerrando antes la puerta para que nadie las molestara, e hizo que se sentaran ellas también.
—Sabéis que habéis tenido un accidente, ¿verdad?
—Sí —le dijeron las tres al mismo tiempo.
—Vuestro papá tenía muchas heridas y los médicos no han podido curarlo. Ahora está en el cielo y desde allí os vigilará y cuidará. Nunca os dejará solas. —Esperaba que aquellas palabras fueran suficientes.
—¿No lo veremos más? —le preguntó Clelia con lágrimas en los ojos.
—Siempre que queráis podréis verlo en vuestras cabecitas, recordándolo.
—Seguro que Hécate lo cuidará muy bien. —An quiso creer en esa posibilidad.
—¿Quién es Hécate? —Diana no comprendió a quién se refería.
—Es nuestra diosa y la de mamá. A ella no va a llevársela también, ¿verdad? —le preguntó An como si ella pudiera darle una respuesta.
—Le pediremos que no lo haga. ¿Y esa diosa no lo es de vuestro padre?
—No, solo lo es de las personas especiales como mamá y nosotras —le explicó An como si Diana fuera tonta por no saberlo.
—¡An, calla! —la regañó Velia.
—¿Es un secreto? —les preguntó Diana intentando que las niñas se despistaran y le explicaran más de aquella extraña historia.
—No.
—Sí.
—An, mamá va a reñirte. Nos dijo que no teníamos que decírselo a extraños.
—Pero ya no soy una extraña y podéis explicarme lo que queráis, sé guardar secretos. —Diana quería que confiaran en ella.
—Tengo sueño. ¿Dormiremos con mamá? —le preguntó Velia cambiando de tema como lo haría un adulto.
—No creo que eso pueda ser, pero antes de irnos intentaré que podáis verla para que le deis los preciosos dibujos que le habéis hecho. —Diana entendió que no le explicarían más.
—¿Promesa de luna? —le preguntó Clelia, como si creyera que Diana iba a entenderla.
—Supongo que sí, promesa de luna —le contestó para que se sintieran más tranquilas y, de esa manera, poder hacer su trabajo con calma y sin altercados, a pesar de no saber a qué se refería.
Diana era muy buena en su trabajo como asistente social, en el que ponía su corazón y sus cinco sentidos. Había mostrado grandes aptitudes con los niños, a los que siempre hacía sentir bien a pesar de la complicada situación en la que le tocara trabajar. Ayudar era su vocación desde muy joven y presentía que aquel no sería un caso cómo los demás.
Después de hablar con los médicos que trataban a Antia, y a fuerza de insistir en que las niñas lo necesitaban y se portarían bien, consiguió el visto bueno. Y, con las pequeñas sujetas a su jersey, siguió los pasos de una enfermera.
Antes de entrar en la habitación donde tenían a Antia, hicieron que Diana y las pequeñas se pusieran unas batas verdes —bastante grandes para las pequeñas—, un gorro del mismo color y unas mascarillas. Parecía que las hubieran disfrazado, aunque en aquella ocasión no se sentían felices como para pasárselo bien.
La enfermera les abrió la puerta. Pero, antes de que pudieran ver a su madre, Diana sintió la necesidad de explicarles cómo la encontrarían; no quería que se asustaran.
—Necesito que me prestéis atención un momento.
—Queremos ver a mamá —le dijo Velia, no queriendo esperar más. A pesar de su edad y por lo que acababan de pasar, su firme personalidad y fortaleza no la dejaban amedrentarse ante cualquier cosa que se interpusiera en su camino.
—Y la veréis en un minuto, pero escuchadme antes de entrar. —Cuando supo que las niñas le prestaban atención, continuó—: Vuestra madre, en este momento, está muy malita y hemos tenido que curarla, así que veréis muchas vendas, tubos y cables conectados a un montón de máquinas. Todo eso es solo para curarla, no os asustéis.
—¿Cuándo se pondrá bien? —le preguntó An mostrándose más sensible.
—No lo sabemos. Cuando estéis con ella, tenéis que hablar muy flojito. Y por ahora es mejor que no la toquéis hasta que sus heridas se hayan curado.
—¿Está despierta o dormida? —Esa vez fue Clelia la que quiso saber.
—Por ahora, está dormida. Es como cuando vosotras os ponéis muy malitas y vuestra madre deja que paséis todo el día en la cama, durmiendo. Ahora, ella necesita hacer lo mismo.
—¡¿Podemos entrar ya?! —Velia estaba poniéndose nerviosa.
An y Clelia se miraron y se pegaron a su hermana, a quien le susurraron algo al oído. Sabían que, si seguía enfadándose, acabaría lloviendo allí mismo y le habían prometido a su madre que eso no pasaría delante de personas que no conocían.
La pequeña Velia las entendió e hizo algo que su madre le había repetido en multitud de ocasiones: respiró profundamente unas cuantas veces hasta que se tranquilizó.
—Solo podéis estar cinco minutos —les advirtió la enfermera.
Se apartó y las dejó pasar sin estar del todo segura de si aquello sería bueno para unas niñas tan pequeñas.
Los sonidos de las máquinas que controlaban las constantes de Antia rompían el penetrante silencio de la austera habitación de hospital. Como les había explicado la enfermera, su madre estaba dormida, tumbada sobre una cama de sábanas blancas. Lo que nadie sabía era que podía escucharlo todo y que no se despertaría mientras sus pequeñas estuvieran en peligro. Sabía que sus bebés estarían en manos de los hominum mientras ella no pudiera hacerse cargo.
—Tened mucho cuidado cuando os acerquéis a vuestra madre —les pidió Diana con un tono suave y muy cariñoso.
Escuchar aquella voz, por el motivo que fuera, le proporcionó la paz que tanto necesitaba en aquel momento. Sus rezos a Hécate habían funcionado, estaba segura.
Las niñas se colocaron alrededor de la cama sin tocarla, tenían miedo de hacer daño a su madre. Ninguna de ellas dijo nada hasta que por fin rompieron a llorar en silencio.
—Mamá, seremos buenas. Tú ponte bien pronto y nos vamos a casa —le susurró Clelia colocándose cerca de su oído.
—Haremos todo lo que dices siempre. No haremos cosas especiales. —Velia sabía que su madre la entendería.
—Quédate aquí y duerme mucho para ponerte buena. Ahora tenemos a Diana que nos cuidará hasta que te despiertes. —An seguía cogida de la mano de la asistente, que había arrastrado al lado de su madre.
Las palabras de sus pequeñas hijas le llegaron al corazón. Sabía que eran fuertes y que estarían bien, pero fue incapaz de dejar de sentir miedo por ellas. En algún momento de su supuesta inconsciencia dejaría de protegerlas, de contener el poder que iba creciendo en el interior de aquellos cuerpecillos, y entonces volverían para buscar de dónde provenía una magia que contenía una parte de su esencia.
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