Lidia Caro - Los años que no

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Los años que no es todo lo que sí que ocurre cuando se evade el trauma de una violación volando 9.516 kilómetros para trabajar en un resort californiano. También es lo que va en el equipaje de vuelta a España: una depresión.
Esto es una novela fragmentada en el tiempo y acelerada hasta el accidente, con algo de activismo de batín contra la actual redacción del Título VIII del Código Penal, el relativo a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, con algo de amor y dependencia.
En este libro solo es ficción lo que es verosímil.

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En una de esas oportunidades de soledad que no abundan, llamo al servicio de inmigración. Al de España y al de Estados Unidos. No es buena idea. Me preguntan mis datos personales. Motivo de la llamada: situación legal en USA. «¿Desde dónde nos llama, señorita?». Me pongo nerviosa y tartamudeo dos nombres falsos distintos, Sally Gutiérrez y Mónica Sander. Cuelgo abruptamente cuando la teleoperadora hispana se percata de la diferencia entre Sally y Mónica. Mentir en esos datos es delito federal. Además tengo muchísima más cara de Sally que de Mónica, Mónica con mi apellido real es cacofónico: Mónica Caro.

Tom regresa de Fresno. Parece que ha bebido vino tinto —tiene los pelos del bigote de color burdeos, apelmazados— y comido algo con salsa de color amarillo que anida en sus comisuras. Dice que ha almorzado curry with a friend .

Por la neutralidad del inglés no sé si su friend es hombre o mujer.

—¿Qué onda? ¿Qué has estado haciendo, además de beber mis cervezas caras? —me pregunta Tom abriendo la nevera para sacar una lata de cerveza barata, la única que queda.

El suelo es un cementerio de cervezas artesanales de alta graduación. Cada tercio vale más de cinco dólares. Me las he bebido a morro, despacio. Pasando la lengua por la cabeza de la botella como si fuera una adolescente haciendo gestos obscenos para un vídeo de Instagram.

—He llamado a Inmigración y creo que la he cagado.

—¿Por qué coño les has llamado? Si quieres quedarte en América, esa no es la forma —Tom, cuando no es un americano sonriente e impasible, estalla.

—¡Yo qué sé! Por saber, por hacer las cosas bien.

—Si quieres quedarte para lo que sea que quieras quedarte en Estados Unidos, dímelo. Podemos casarnos, si tanto quieres vivir aquí. Pero joder, no la cagues llamando a Inmigración.

—Estás loco. ¿Cómo vamos a casarnos?

—No es la primera vez que se lo ofrezco a una chica extranjera. Nos casamos, pero luego cada uno hace su vida. Yo tengo un proyecto para irme a Alaska.

Tom tiene un contacto en una escuela de mushing de Anchorage que le ha ofrecido formarse como guía de trineo. Su sueño es pilotar un trineo tirado por perros. El año pasado iba a sacarse el título de musher con Clarice, la que ahora es su exnovia. Tom le pidió matrimonio la víspera del 4 de Julio, en un claro del bosque. Los monitores más jóvenes del hotel, discípulos de Tom, lo decoraron con globos blancos, rojos y azules. La instructora de yoga, que era como una madre para él, colgó de los pinos del claro varias telas con versos en hindú y pósteres de Shiva.

A las tres semanas y cuatro días de prometerse, Clarice se enteró de las infidelidades de su prometido.

No hubo boda. Ella regresó a Kansas, donde vivían sus padres. Tom se pasó un año fingiendo que la había olvidado. Decía que estaba mejor solo, que era muy joven y tenía que conocer a muchas más mujeres, pero cuando se emborrachaba lloraba por ella. Follaba conmigo y a la media hora me soltaba algún recuerdo de ellos juntos escalando, ellos juntos en Tailandia, ellos juntos acampando en Big Sur. Memorias que le laceraban. Yo callaba, asentía y le pasaba una mano por la espalda. El gesto universal de intentar empatizar.

Que me coma un oso si compartir el dolor por otra mujer de un tío que acaba de estar dentro de ti no es un acto de desprendimiento.

Estoy en el baño lavándome de uno de esos actos de desprendimiento. Sin querer y sin querer evitarlo, oigo la conversación telefónica que Tom mantiene con otro tío. Habla a través del manos libres. La presión de la ducha de su cabaña no es tan fuerte como para no oír la conversación testosterónica.

Dude , he comido con Clarice.

Whaaaaaat? Oh dude , eso nunca acaba bien. ¿Ha pasado algo?

—No hemos llegado a follar, pero sí. Me he vuelto muy caliente al resort. Menos mal que estaba Lidia en la habitación.

—Pero tío, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a quedar de nuevo con tu ex?

—Almorzamos en su casa el próximo jueves. Estoy contento, bro .

—¿Y vas a decirle algo a la española?

—Tampoco hace falta. Aunque creo que no pasaría nada tío. Es europea, allí es otro rollo.

Salgo del aseo, envuelta en una toalla de secado rápido de Decathlon, con cara ruborizada por el agua calentada por placas solares. Tenemos agua a alta temperatura los días que hace sol y nos ahogamos por el calor, y agua helada cuando sobre el campamento los nubarrones expulsan granizo y las placas no tienen sol que comer.

—Oye, Tom, muchas gracias por intentar ayudarme con lo de la boda, pero creo que me apañaré. Siempre puedo cruzar a México y volver con visado de turista. Está cerca. —La conversación telefónica solo me ha sentado como un insulto durante los tres minutos que he estado en el baño desnuda después de la ducha, desenredándome el pelo frente a un espejo con marco de plástico que en su día fue blanco.

Más que un insulto, ha sido un nuevo no.

No.

Se acaba una persona, una persona con la que duermo abrazada por las noches. Con la que tengo sexo sin pensar en las escaleras. Con Tom no pienso que follar, que es placer y amor, también puede ser un instrumento de poder y de infligir dolor.

—Okey, como quieras. Pero ten cuidado, que este país no es como el tuyo. Voy a ir a la cocina a robar algo de dulce. ¿Tú quieres algo?

—No, estoy bien. Me apaño con los culos de birras del suelo. Equivalen a un tazón de cereales. De esos cereales orgánicos que compras en Trader Joe’s que van de ecológicos, pero tienen un galón de azúcar.

—Galón no. Si te refieres al peso, usamos libras. —No entiendo por qué en Estados Unidos no usan el sistema métrico decimal, es legal en el país desde 1866. Otra excepción americana.

—Eso, libras. Y no, no necesito nada de comer. Ve a la cocina, yo te espero viendo Drunk History , hoy ponen el capítulo de Coca-Cola Was Invented Using Cocaine .

Poesía vertical

Nunca me han asustado las mareas, pero esta es feroz. El mar se retira de la orilla y deja una estela de adarce sobre trozos de fibra de vidrio, sillas de jardín rotas y madejas de escombros que ha traído la tormenta.

Identifico una tabla de surf partida que parece un jibia de sepia. Hay un segundo de silencio ominoso. Alzo la vista y las veo en el horizonte, impertérritas. Están ordenadas, preparadas para entrar en combate y masacrarnos. Se aproximan. Son olas que crecen y se convierten en bípedos coronados por una cinta de espuma infranqueable. Miro a mi padre, a mi madre y a mi abuela, que están sentados en la arena y no reaccionan a mis gritos. Las olas están a cincuenta metros y miden ocho de alto. Mi abuela se gira hacia mí. Sus ojos son ibones en los que se desborda un lixiviado hediondo. Veo reflejada en sus córneas una ola solitaria que forma un tubo pulido en el que se revuelven morenas y tintoreras. «El miedo tiene poca definición», digo sin que nadie me escuche. El miedo es un Nokia de 1.3 megapíxeles, uno de los primeros móviles con cámara de fotos. El miedo es gas. Una guerra fría. Es intangible pero es real, y se esconde en la amígdala y allí saca una barrena y hace un agujero. Ras, ras, ras, ras, hasta la trepanación.

Me despierto gritando. Estoy sola en la cama. Ni rastro de Tom, por la mañana se ha ido a hacer gestiones a Fresno y todavía no ha vuelto. Me levanto para cerrar con llave la puerta de la cabaña. Bebo agua y miro el reloj. Demasiada oscuridad para amanecer. Vuelvo a la cama e intento dormirme, pero tengo los latidos de mi corazón clavados en los tímpanos. Mierda. La estoy cagando, estoy pensando en la violación.

Quién me dice que no puede haber otro asalto, otra escalera. No creo que jamás deje de acelerar el paso cuando ande sola por la calle, o de ponerme las llaves entre los dedos a modo de garra de Lobezno, como si pudiera detener a un hombre con el canto de la llave del candado de la bici.

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