Lidia Caro - Los años que no

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Los años que no es todo lo que sí que ocurre cuando se evade el trauma de una violación volando 9.516 kilómetros para trabajar en un resort californiano. También es lo que va en el equipaje de vuelta a España: una depresión.
Esto es una novela fragmentada en el tiempo y acelerada hasta el accidente, con algo de activismo de batín contra la actual redacción del Título VIII del Código Penal, el relativo a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, con algo de amor y dependencia.
En este libro solo es ficción lo que es verosímil.

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Noche añil

Esa noche fue añil y ceniza. Yo era blanco, blanco roto. Había una bruma que me empañaba las córneas. Veía al personal del SAMUR como manchas fluorescentes, como cuando buceas con los ojos abiertos y no hay definición ni líneas. Un hombre me curó las heridas, otro susurraba por teléfono, pero no le hacía falta porque yo lo único que oía era un zumbido metálico.

Vino la Policía Nacional. Dos agentes de uniforme y otro de paisano, que era bajito, con los ojos cansadísimos y amables. Una agente me cubrió con una manta térmica plateada de las que se usa para tapar a los muertos. La anterior vez que usé una de esas mantas fue para tumbarme en el césped en un macrofestival en Reino Unido. La manta inglesa también me la dio una agente, pero por pena, porque me habían robado la mochila con la cartera y la chaqueta, y Bristol en junio es febrero en València.

El hombre de la noche añil me violó. Solo me robó un billete enroscado.

Me llevaron al hospital en el coche de la policía, sentada en la parte de atrás, donde van los detenidos. Los asientos traseros no son como los de los turismos, en vez de tres sitios tapizados y blandos hay una sola pieza de plástico negro. Me recordó a las cámaras desechables una vez gastadas y sin el envoltorio de cartón con imágenes de familias sonrientes. Un trasto feo con pegotes de adhesivo y rebabas de plástico. Antes de volver sola a casa y del hombre y del SAMUR y del coche de la policía, estaba haciendo fotos a unos amigos con una Fujifilm de usar y tirar.

Faltaba un mes para el Primavera, el festival de Barcelona, y hablábamos de dónde íbamos a dormir. Yo había alquilado un barco en el Fòrum, tenía un contrato indefinido en una agencia de publicidad, veintitrés años y una camisa de leopardo que pasó a ser una prueba judicial porque tenía manchas de semen y le faltaban un par de botones.

Del hospital a la comisaría y de la comisaría al hospital y creo que otra vez al hospital. Ninguno de mis amigos contestaba al móvil. Después de ocho llamadas perdidas, se hicieron las diez de la mañana y Alberto vio su teléfono hinchado a mensajes. Vino a por mí a la comisaría. Le llené el polo de llantos absurdos y un mantra que decía «¿y por qué a mí, si estudio, si trabajo, si vivo en un sitio normal y no hago nada raro?».

Alberto me llevó a mi casa, subió conmigo por esa escalera que crujía y tenía manchas humanas. Después vino Maca a relevarle. Cuando entré en el baño tuiteé: « Shit happen s». Un chico con el que estuve liada durante el Erasmus lo retuiteó y me puso un emoji de besos.

Maca intentó que comiera algo, una tostada con aceite, un trozo de queso: «Va, por favor, come algo». Pero lo único que podía hacer con la boca era farfullar. En ese momento dejé de vocalizar bien en español. Lo que no se entiende no existe. Si me tragaba las sílabas las palabras perdían su significado, si hablaba tan rápido que devoraba oraciones compuestas, podría contar cómo me sentía sin que me juzgaran. También dejé de comer.

Después de Macarena vino Alba y me hizo salir del piso y descender las escaleras mirando al frente, evitando posar la mirada sobre la sangre seca, ya oscurecida.

Anduvimos de la mano desde Sol, donde estaba mi piso, hasta su casa en la calle Sagasta, una casa limpia, grande y segura, que estaba encima de una sucursal de un banco serio. Portero las veinticuatro horas, barrio de rentas altas. Fue Alba quien hizo lo que yo no podía, llamar a mi madre y decirle que pese a todas las termitas, yo estaba bien.

Tras la noche añil, bajé a València, a casa de mi madre. En su piso me transformé en un polluelo con las plumas pegadas y el pico cerrado.

Solo aguanté dos semanas de sobreprotección materna. Regresé a Madrid, a casa de Alba, de Maca. A casa de quien quisiera abrazarme para dormir y conociera la historia. Solo mujeres. Después me mudé a un piso en Argüelles con cámaras de seguridad y vistas al letrero luminoso del Hotel Meliá Madrid Princesa.

Todas las tardes, cuando salía del trabajo, pasaba cerca de una agencia de gestión de visados, cursos de idiomas y permisos de Work & Holiday en países anglosajones. En el escaparate de la agencia había un póster A2 con una fotografía de dos chicas y un chico —caricaturescos, henchidos de felicidad y progreso—. Detrás de ellos, la bandera de Estados Unidos ondeando. «¡Vive un intercambio cultural en USA! ¡Aprende inglés mientras trabajas! ¡Conoce a gente y disfruta de una experiencia única!». En la letra pequeña del póster figuraban las condiciones para conseguir el visado J-1. Entré en la oficina y me hicieron pasar a un despacho. Volví un par de días más y a la cuarta visita firmé muchos papeles, di fotocopias de mis documentos de identidad, me dieron fotocopias con exoneraciones de responsabilidad, contratos, fianzas, tratamiento de datos. Cita en la embajada de Estados Unidos, cita en el médico de un seguro privado, cita para pedir el expediente de penales. Cita para las citas. Tres semanas después, una llamada de un número desconocido: «¿Hablo con la señorita Lidia Caro Leal? Enhorabuena, el departamento de Citizenship and Immigration Services de United States le ha concedido el visado».

Bacon, lettuce, tomato

California es una promesa de salvación. La única persona de allí con la que había hablado antes de dejar España es mi jefe, Thomas. Treinta y cinco años, nacido en Vermont, hijo de ganaderos, bachelor en ciencias naturales, monitor de escalada y tiempo libre. Gigantesco, un hippie con gadgets muy caros y una autocaravana de 1971 llamada The Dolphin.

Antes de que me recogiera en San Diego, habíamos charlado por Skype un par de veces, la última ligando con mala pronunciación. Él en ese español colonial de dirigir a los de mantenimiento, mexicanos o dominicanos. Yo en inglés de bachillerato, desprovisto de alma.

Thomas es el director de actividades del resort en el que me han contratado de fotógrafa. Salvo sus padres, todo el mundo le llama Tom, Tomz o Tom Tom, como el navegador. Mi principal tarea en el hotel es capturar las instantáneas de felicidad estival de los trabajadores de Silicon Valley que gastan dos semanas de sus vacaciones en este complejo a lo Dirty Dancing , pero sin abortos. Fue fundado en 1963 por Pony, doctora en pedagogía por la Universidad de Standford. «Desde el verano del 63 educando a niños para que sean exitosos adultos felices» es la frase grabada en un poste con forma de oso que está en la entrada del recinto. El resort se ubica en el interior de California, entre secuoyas mitológicas, montañas de granito como las de los fondos de pantalla de los MacBooks y glaciares que congelan los alvéolos y cristalizan las retinas, de tan sublimes que son.

De fotógrafa solo tengo una asignatura de la carrera de Publicidad y lo que he memorizado de la Wikipedia sobre Ansel Adams, el fotógrafo que disparando en blanco y negro te agarraba del corazón y te lo arrojaba sobre un pico de Yosemite. En la entrevista de trabajo dije que había ejercido durante varios años de fotógrafa para eventos nocturnos y actividades familiares. Mentira azul: solía llevar una cámara réflex a las discotecas cuando los móviles no eran cámaras. Hacía fotos con barridos y las publicaba en plataformas sociales que ahora son muertos vivientes, como Fotolog. Me pagaban por mis servicios en cubatas y listas VIP.

El bocadillo favorito de Tom es el BLT ( bacon, lettuce, tomato ) y la frase que mejor pronuncia en español es «señora, ¿puede darme un paquete de preservativos?». Simplicidad, es un ser alcalino. Siempre sonríe, sonríe demasiado. El exceso de sonrisa es un mal endémico que se extiende por California. Sonríen al presente con sus dientes de ejército norcoreano, perfectamente alineados. Blanquísimos, como la mayoría de la población del estado. Tienen mandíbulas rotundas, como las de los caballos que aprenden a montar en la hípica de los condominios que motean la costa. Miro a Thomas y no me da tranquilidad, pero sí una vivienda digna y sexo. Estoy viviendo con él en Chickadee’s Nest (el nido del carbonero). Como director tiene derecho a una cabaña propia con cuarto de baño completo, conexión a internet, habitación con cama doble, salón, despacho, televisor y una nevera llena de cerveza. Mi cabaña compartida con otros cinco trabajadores era Owl’s Nest (el nido del búho) y haciendo honor a su nombre, solo tenía vida nocturna y muchos ratones, que agujereaban los paquetes de galletas que nos daban con el sueldo. Los roedores se cagaban dentro de nuestros sacos de dormir.

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