Aprendí todo el inglés que sé en esos meses de inmigrante. Sin libros, ni más didáctica que la necesidad. Mi cabeza decodificaba el idioma, mis labios se estiraban y se encogían hasta dar forma al acento de mi estado de acogida, California. Arrancaba los sonidos guturales necesarios y los cambios vocálicos para dar con el distintivo sonsonete de Los Ángeles, dude . Podía expresar en inglés cualquier cosa menos el miedo, porque tampoco sabía pronunciarlo en mi lengua materna.
Un sábado de julio me fui de excursión con los rednecks que trabajaban en mi hotel, los que no tenían casa en Hermosa Beach ni pertenecían a una fraternidad universitaria. Tres trabajaban en mantenimiento, a uno le faltaba la mitad de la dentadura y, aun así, logró enseñarme a pronunciar el nombre de todas las herramientas no eléctricas ( spirit level , hacksaw , wrench ) que empleaba. Otro de los paletos llevaba mullets tan amarillentos que se confundían con el color de la cerveza Bud Light que compraba con la tarjeta del hotel. El tercero era un mexicano de veinticuatro años con alcobloc en el coche y muchas fotos de su hija de tres años en el móvil. La niña estaba al otro lado del muro fronterizo. Él desapareció a mitad de temporada. «El alcobloc, ya sabes. Una pena de chico. No va a volver, está en la cárcel». No fue el único trabajador que por ese motivo dejó de serlo.
A la excursión también vino uno de los cocineros, le llamaban Ty —dudo que fuera su nombre real—. Ty estaba hecho de circunferencias. Una esfera brillante y pulida por cráneo, dos carrillos como bolas de béisbol, una de golf en la barbilla y michelines por todas partes. Tenía un crío muy flaco, casi desnutrido. Cuando se quitaba el uniforme, Ty era un ensayo sobre la teoría queer racial. La sexta persona del grupo de proscritos era Tatjana, la única trabajadora del resort con la que trabé amistad. Una chica serbia, profesora de inglés por la Universidad de Belgrado. Era dos años mayor que yo, pero en su silabeo había más madurez.
Hicimos un pícnic en Kings River a base de alcohol sin hielo, snacks de carne seca y chocolatinas con cacahuetes y caramelo. También había marihuana de varios tipos. El 3G no llegaba al parque nacional, pero la yerba y Amazon Prime sí. Siempre puntuales. Cuando el sol bajó, lo hicieron también las conversaciones intrascendentes. Los pájaros y el río se pusieron de acuerdo para reducir el volumen y darnos intimidad. Algún abejorro despistado se cruzaba entre nosotros, una vibración amplificada, como las toses inoportunas antes de que empiece la función. La luz era otra. Un grupo de técnicos de iluminación se había escapado de un estudio de cine en Hollywood, a tres horas y media en coche, para montar la escena en la que nos encontrábamos todos los desnortados. Alguien dio la voz de acción.
—Todos tenemos una herida en la infancia. La mía es haber vivido bajo el miedo y el ruido de la guerra. Mi tío era militar, y murió, mi primo también. Mi madre fue una de las víctimas del ataque aéreo de la OTAN de 1999, yo tenía doce años entonces. Aún era la República Federal de Yugoslavia.
Tatjana era una lección sobre la guerra de los Balcanes, la daba con menos histrionismo y sensiblería que los noticiarios. Aceptó de adolescente que la mierda ocurre, por muy improbable y novelesca que parezca. Se fue a vivir con su tía, la quiso como a su madre. Estudió, aprendió idiomas, viajó, regresó a su país, que ahora se llama Serbia.
Volví a hablar con ella en enero de 2020. Vive en Pančevo y lleva el apellido de su marido. Me mandó una foto de su hijo y está feliz, aunque ha muerto su tía. «Soportó dos años de dolor y quimio para verme casada, con apartamento propio y un bebé. Cuando me vio feliz y llena de alegría, falleció».
Cuando Tatjana dejó de hablar, entraron los de mantenimiento en escena.
Su voz era una masa con náuseas secas y tonos demasiado agudos para su corpulencia. Alcohol, pequeños delitos, grandes discusiones domésticas, problemas para pagar el seguro médico. El mexicano era el más reservado, como si temiera que del agua transparente emanaran agentes de aduanas para interrogarlo. El otro, Nick, cinco años después del día del pícnic, cursó con méritos el Substance Abuse Counseling Certification de la Asociación Californiana para Educadores de Drogas y Alcohol (CAADE en inglés). Lo que se dice un hombre deshecho y hecho a sí mismo.
Le tocaba a Ty. Se incorporó de la roca plana en la que languidecía como un anfibio extenuado. Nos habló de que sus padres no le dirigían la palabra. Por marica, por pintarse los ojos y salir a bailar con nombre de mujer, con las manos extendidas para tocar cuerpos musculosos, no como el suyo, que era mórbido. Cuerpos que le llenaban de sudor y significancia. Su familia era de la AME, la Iglesia Episcopal Metodista Africana. Vivían gobernados por la fuerza centrípeta de su pequeña congregación, en la que todo se cuchicheaba. Ty se quebraba entre los valores del pastor Sherrod III y los culos que sobaba en la discoteca. Lo intentó. Se casó con una mujer que vivía en su mismo bloque de pisos en Ridgeland, amiga de sus primas y de la misma congregación. Tuvo un hijo. No funcionó. Ahora lo ve cuando su madre o un familiar lo pueden acercar al resort.
El día desaparecía y la película sobre un grupo de malditos ambientada en la Sierra Nevada de California ganaba metraje. Me sentía como una espectadora inmersa en la acción. Si alguien me hubiera tocado por la espalda en ese momento, me habría sobresaltado. Una sonámbula siendo despertada sin tacto. En mis ojos había un velo fílmico e irreal. Todo era tan bestia, el paisaje, las anécdotas, los personajes, que se escindía de la vida y era inverosímil. Ante mí, una superproducción candidata a los Óscar en varias categorías.
—Es tu turno, darling , ¿con qué nos vas a sorprender? —Ty me lo preguntó con su histrionismo de cabaret, dándome golpecitos en la rodilla con el anverso de una de sus manos gordinflonas.
Fui incapaz de contestar. La cáscara del huevo se había fosilizado, hacía falta una tuneladora para romper mi hermetismo, y los operarios de la constructora estaban en huelga. Bajé la cabeza y balbuceé que había tenido una adolescencia complicada por el divorcio de mis padres. Lo conté sin usar bien los tiempos verbales. Solo infinitivos y adjetivos sencillos, de dos o tres sílabas. Dejé mi historia y mi vaso a la mitad y me metí en el río, que también había atardecido y estaba tan frío que quemaba. Me hundí en la poza más profunda y aguanté sumergida unos segundos, esperando que la corriente se llevara la acidez de la anécdota falsa. Salí del agua aturdida. Tatjana me puso mi toalla por los hombros y me dijo que estaba loca, que ni ella que aguantaba bien el frío se podía bañar a esa hora. Cuando me sequé, recogimos y nos subimos a los coches. Durante el trayecto no hablé. Tenía la sensación de haberme olvidado algo entre las piedras que habíamos manchado de Mars y Twix. Sí, me había dejado el valor y me había llevado más astillas, que se me clavaban entre los capilares de todo el cuerpo.
En la cabaña está encendida la tele, la única que hay en todo el hotel. Tiene más de novecientos canales. Cuando estoy sola en el living de la cabaña, sola en el suelo manchado de cervezas, snacks y fiestas de empleados casi adolescentes, pongo bajito el canal de noticias veinticuatro horas de Televisión Española. Tom baja a la ciudad más próxima, Fresno, una vez por semana. Hace gestiones, me dice. En su ausencia hago llamadas internacionales o enciendo la televisión. Es mi tiempo personal con el acento español. Con Ana Blanco o Jesús Álvarez Cervantes, aunque no me guste el fútbol. No pasa nada relevante, ni en España ni en el bloque internacional. En verano la actualidad es agua estancada con zapateros y ranas muertas.
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