Lidia Caro - Los años que no

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Los años que no es todo lo que sí que ocurre cuando se evade el trauma de una violación volando 9.516 kilómetros para trabajar en un resort californiano. También es lo que va en el equipaje de vuelta a España: una depresión.
Esto es una novela fragmentada en el tiempo y acelerada hasta el accidente, con algo de activismo de batín contra la actual redacción del Título VIII del Código Penal, el relativo a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, con algo de amor y dependencia.
En este libro solo es ficción lo que es verosímil.

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—A ver, que no pasa nada, estoy bien. —Pedro iba a ser el primer chico con el que iba a tener sexo. De hecho, era una de las pocas personas con las que creía que podía estar sin que se me saliera una gotera por los lagrimales.

—Lo siento mucho. Es una mierda que te hayan hecho esta putada. De verdad, lo siento mucho, me sabe fatal que estés pasando por esto.

—Que no es culpa tuya, joder. Que esto pasa. No te imaginas la de veces que pasa. Pasa y no se habla de ello, porque luego hablan de ti.

Me escondí en la hondonada de su clavícula derecha. Estaba avergonzada por la construcción de la oración, tan de frase motivacional, y avergonzada por la culpabilidad que me producía no poder verbalizar el miedo a un nuevo portazo a mis espaldas.

Puerta y escaleras. Rodillas y sangre. Semen y comisaría. Nadie me aseguraba que no pudiera pasar otra vez.

Empezaba el año con un no, el «no puedo» de Pedro. Y con pocos propósitos: llegar puntual a las citas con la terapeuta y escribir cartas de motivación para conseguir trabajos donde fuera lejos de España.

El deseo que pedí, con la nariz blanca y la televisión emitiendo imágenes de la Puerta del Sol a reventar de matasuegras y confeti, fue que los meses negados desaparecieran rápido, tan rápido como los barrenderos limpiaban el 1 de enero el cotillón pisado de la plaza.

El animal más peligroso

En el Jane G. Pisano Dinosaur Hall del Museo de Historia Natural de Los Ángeles hay esqueletos y huevos fosilizados de dinosaurios, más de trescientos ejemplares en total. Unos hilos invisibles sujetan los huesos, que planean por encima de las cabezas de los grupos escolares. Hay un fósil del jurásico tardío con un cartel que pone Preprismatoolithus. Es un conjunto rocoso de siete óvulos de ocho centímetros de diámetro pegados entre sí, una masa de panecillos de hot dog pisoteados después de un partido de fútbol. Yo soy un huevo de dinosaurio con la cáscara agrietada y mi madre es la paleontóloga más hipocondríaca de su promoción. Mi madre no es paleontóloga, es psicóloga social, y es una madre con tembleque en las manos que mira a su única hija como un embrión indefenso que está dentro del campo de visión del depredador más temido de la sabana. Dicen que las madres son así y que «madre no hay más que una», pero en este pasillo repleto de tibias y costillas hay varias, de distintos formatos, que están programadas igual. Una con rasgos asiáticos que no anda ni respira, sino que levita y coge oxígeno por las branquias, se transforma en una mangosta agresiva cuando su hija corre hasta estamparse contra la vitrina que protege un plesiosaurio gigante conservado en lava sólida.

Entre las aletas y los huesos del estómago del plesiosaurio hay otro esqueleto, el de su bebé plesiosaurio no nato. La niña lo señala con la mano abierta, se pega a él con la mejilla y deja restos de grasa infantil. El guardia hace una señal de enfado desde el otro lado de la sala y se encara contra ella, que rompe a llorar. La mangosta se interpone entre ellos dos, desencaja la mandíbula y le dice algo al guardia en un antónimo de la serenidad asiática.

Los biólogos dicen que no hay animal más peligroso que una hembra protegiendo a sus crías.

Mi madre fue mangosta en una de las sedes de la Agencia Tributaria en Madrid. Me llevó a mí, su única descendiente, cogida por el pellejo de la nuca, hasta la ventanilla de información. Como víctima de violencia de género me correspondían varias ayudas y beneficios fiscales. Esa mañana el Estado tenía que firmar un montón de papeles con los que se comprometía a pagar por los gastos derivados de la atención psicológica que había recibido hasta la fecha. También por todas las benzodiazepinas que estuvieran por venir. Mamá mangosta y yo fuimos de mesa en mesa, en taciturna procesión. En cada altar del calvario burocrático me clavaban un poquito más la corona de espinas, la cruz cogía peso.

«A ver, pero qué te ha pasao ; qué modelos traes; qué tasas has abonado; quién te ha mandado aquí; uy, eso no te lo puedo decir yo; espera que pregunte a mi compañero. Ah no, que está almorzando, o de baja. En verdad no sé dónde está, pero ven otro día; si razón tienes, hija, y qué desgracia lo tuyo, pero es que hoy no te sé decir».

La lengua materna de mi madre es la del funcionariado, lleva más de treinta años en el ayuntamiento, pero en Hacienda hablan otro dialecto. Ella sacaba dientes, esgrimía artículos del ordenamiento administrativo, levantaba la voz para aplastar a su rival, un administrativo cetrino con restos de yema de huevo en el bigote. Olía a tortilla frita con aceite usado. Yo me deshacía al susurrar el motivo de la demanda de la ayuda económica. Además, la presencia de mi madre me quitaba el aire, me convertía en cachorro torpe.

Empecé a suspirar. Y suspirar. Cada vez suspiraba más. La cúspide del suspiro es la hiperventilación. Con cada bocanada aumentaba el oxígeno en mi torrente sanguíneo. Plaquetas convertidas en una estampida de ñus famélicos que hacían que me temblaran las piernas. El corazón entre nubes de polvo y ansiedad. No recuerdo si me desvanecí o solo me tiré boca arriba en el suelo recién encerado. Acabé los trámites fundiéndome con el techo cosido por tubos fluorescentes. Un ordenanza me levantó y nos invitó a abandonar el edificio, pero no sabíamos salir de aquel laberinto de tributos e impuestos.

No conseguimos que Hacienda me pagara lo mío. Aunque me gané el derecho a veto de la presencia materna en cualquier cita burocrática. Visitas al juzgado, evaluaciones psicológicas, reuniones de orientación en el punto violeta del distrito.

Todo esto lo haría sola. Incluso fui sin nadie conocido al juicio final contra mi agresor.

Los malditos de Sierra Nevada

Mi producción en redes sociales narrando el gran sueño americano fue proverbial. Cuando encontraba una señal de wifi abierta, volcaba en Instagram el vacío amargo del paisaje en Sugar Land, Texas; o la risa sardónica de un mecánico de Truth or Consequences, Nuevo México; o mi imagen favorita, la de un tío de edad incierta obligado a soplar cada media hora en el alcobloc de su ranchera. El alcobloc es un aparato similar a un móvil para ancianos que bloquea el vehículo si el conductor con antecedentes por conducir bajo los efectos de la bebida da una tasa de alcohol superior a la permitida en su estado.

Las trabajadoras de la agencia de visados de Madrid me pidieron que escribiera para el blog de la empresa sobre mis vivencias en los USA. Tecleé un párrafo sobre la vida de los cazadores de caimanes que planean en lanchas rápidas a través de los humedales de Luisiana.

Los swamps son un trozo del trópico en el país que diseña los iPhone, carne de crónica. Del lago Martin brotaban tupelos, casi siempre de un rojo hiriente. En la masa de agua hay muchedumbres de cipreses con rodillas nudosas en las que se esconden tarántulas con patas como bananas y hombres vestidos de camuflaje, todos con pequeñas banderas estadounidenses bordadas a la altura del pecho, como si fueran medallas de la virgen protegiéndolos de una amenaza exterior.

Dave senior y Dave junior eran dos de esos hombres, propietarios de una agencia de tours en kayak. Me pasé una mañana remando con ellos entre leyendas del monstruo del pantano, tortugas y los intentos de Dave senior para que quedara esa noche a cenar cangrejos y ostras con su hijo. Su hijo tímido, barbilampiño y violeta como un recién nacido. Escribí para el blog sobre ellos y sobre la influencia francesa en la gastronomía y en la cultura de Nueva Orleans, una ciudad que un día tiene a madres gritando en los tejados porque el huracán ha llegado al segundo piso de su unifamiliar, y que otro es un carnaval lascivo, con danzas vudú y puestos grasientos de beignets , los buñuelos del Misisipi. Mis días eran puro reclamo para cualquier menor de veinticinco años que buscara el American dream . Como era un año de no hablar de mí más allá de una fina pátina de sentimientos neutros que flotaban en mi piel, nadie sabe que la noche previa al tour por el manglar huí, a las tres de la mañana, de la casa de Dan, mi anfitrión de Couchsurfing en Nueva Orleans. Cuatro años mayor que yo, con perfil verificado, buenas puntuaciones y caradura como John F. Kennedy. Dan intentó meterse en el saco de dormir que yo había tirado en el suelo de su salón. No accedí a follar con él y me echó de su casa. Erré por Warehouse District, entre despedidas de soltera que bebían en vasos con forma de pene y músicos de jazz que soplaban sus instrumentos en esquinas con buena acústica. Las noches son tremendamente húmedas en Nuevas Orleans.

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