Guillermo J. Caamaño - El asesino de las esferas y otros relatos
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Ayer no fue Luna quien me vistió. Hace casi un año que nos abandonó a mí y al proyecto. Sentiría profundamente su marcha si tuviese tiempo para pensarlo, pero no es el caso. Seguramente pasará todavía mucho antes de que empiece a echarla realmente de menos. Ahora Rosa se ocupa, entre otras, de esta tarea. La primera vez resultó un poco incómodo para ambos, pero ahora es simplemente algo rutinario.
Mis pensamientos se van volviendo más claros. En pocos minutos volveré a ser yo. La cadencia siempre es la misma. Paulatinamente voy recuperando la consciencia, el oído y la vista, ya que la lectura se realiza con los ojos abiertos. Finalmente, vuelvo a tener el dominio de mis músculos. Es la mejor parte. Salir de este sopor que me aplasta contra la camilla y tomar un vaso de zumo bien frío, que me despeja con más eficacia que el mejor de los cafés, ansioso por empezar a analizar los resultados.
Oigo la voz de Rosa, pero llega a mí a través de un interfono, porque presenta ese tinte metálico característico de los altavoces de escasa calidad. Está pidiendo a alguien que acuda a la sala del servidor. Mientras tanto aquí sigo, tumbado en la habitación blanca del sótano, sin poder hacer nada salvo esperar y recordar.
Creemos que los recuerdos son importantes, porque nuestras pruebas con gatos y chimpancés fueron desastrosas. Nunca conseguimos que el servidor funcionase con sus lecturas más allá de unos pocos minutos. El equipo de técnicos llegó a la conclusión de que sus mentes colapsaban en el momento de despertar, abrumadas por una situación que no eran capaces de abordar.
Por eso decidimos intentarlo en humanos y, dado el volumen de programas y equipamiento que debían configurarse a medida, tenía que ser un sujeto cuyo compromiso con el proyecto estuviese fuera de toda duda.
De modo que aquí estoy, despertando de la decimosexta lectura de mi sistema nervioso al completo, desanimado por la convicción de que, como las veces anteriores, contendrá tantos errores que habrá que rechazarla y tendremos que volver a empezar en tres meses.
Parece que ya voy recuperando la vista. En lugar del techo de la habitación blanca, la imagen que se va formando ante mí es de una sala similar a la del servidor. Su panel de control es mucho más avanzado que el nuestro y sus indicadores evidencian que se encuentra trabajando a pleno rendimiento. De perfil, una mujer madura fija la mirada en una de las pantallas. Se parece vagamente a Rosa. Mi padre entra en la habitación y la mujer le acerca un micrófono:
—¿Cómo te encuentras?
Ver a mi padre me tranquiliza, aunque su presencia sólo puede indicar que algo ha ido mal. Me doy cuenta de que en la habitación blanca, o donde quiera que me encuentre, me han colocado un monitor delante de los ojos y un interfono al lado para hablar conmigo. ¿Me habrán trasladado a un hospital?
—Estoy bien, pero me gustaría saber qué me ha pasado. Sé que no te interesa mucho mi trabajo, pero me estaba sometiendo a un proceso para crear una réplica de mi mente en un servidor.
Mi propia voz tiene el mismo tinte metálico. El anciano a quien había confundido con mi padre responde:
—No disimules, sabes perfectamente que la réplica eres tú.
Plegaria
Estaba convencido de que esta vez su ofrenda produciría el resultado esperado. Había trabajado incansablemente para crear una obra realmente extraordinaria. Digna de hacer palidecer a todas las anteriores. Capaz de conmover a sus antepasados en tal grado que se viesen obligados a concederle el don que tantas veces les había implorado y que la medicina tozudamente le seguía negando. El imponente dragón multicolor, que había construido usando las más delicadas láminas de papel de seda perfumado, estaba por fin terminado. Se había esmerado en imprimir al conjunto una actitud respetuosa, que se reflejaba en la posición de la cabeza y el cuello con respecto al majestuoso cuerpo, formado por la unión de centenares de diminutas escamas. Siguiendo la misma idea, había dispuesto las alas, la larga cola y las patas cuidadosamente replegadas, esbozando una tímida reverencia, para conseguir la mezcla que buscaba de belleza, fuerza y sumisión.
Al llegar al templo, depositó la figura en una bandeja metálica, delante del pequeño altar. Se arrodilló y, tras permanecer inmóvil un instante, encendió una larga cerilla que acercó pausada y ceremoniosamente al papel; cuando éste prendió, contuvo la respiración durante el breve tiempo en que las llamas se extendieron, devoraron ávidamente su creación y se extinguieron, dejando en el ambiente un exquisito aroma a lavanda, canela y vainilla. Un leve rastro de cenizas, apenas perceptible, era el único testimonio de que algo, quizá grande y hermoso, había ocupado la bandeja un momento antes.
Esperó en silencio, con los ojos cerrados, explorando con la mente cada fracción de su piel como un halcón que sobrevolase aquellas dolorosas llanuras, densamente tapizadas de indeseados arbustos amarillentos. No había cambios. Allí seguían las horribles verrugas que torturaban sus miembros, su tronco y su rostro desde que tenía memoria. De nuevo, sus ancestros no se apiadaban de él. Le ignoraban. Se negaban a liberarle de su pesada e injusta maldición.
Súbitamente, el dolor de fondo cesó por completo. Sorprendido, pudo ver desde arriba su propio cuerpo. De rodillas primero. Cayendo sobre un costado después. Al levantar la vista, se vio rodeado por los desdibujados rostros de aquellos a quienes dirigía sus oraciones, mientras una tenue voz le susurraba:
—Tranquilo, ya estás con nosotros.
Bosque
—Papá, si los dragones no existen, ¿por qué este bosque se llama «del dragón»?
—Los dragones no existen, pero hay cientos de leyendas sobre caballeros y santos que mataban dragones para demostrar su valentía y proteger a los campesinos. Muchos lugares toman su nombre de esas historias. En el centro de este bosque se encuentra la entrada a una gruta donde se cuenta que habitaba un dragón que se alimentaba de quienes se aventuraban a entrar en él.
—¿Qué es esa cosa oscura que asoma por la cueva?
—Desde luego no es un dragón, debe ser una sombra proyectada por lo abrupto del borde de la entrada, que deja pasar algunos rayos de sol, formando siluetas extrañas que pueden parecer…
No pude terminar la frase, pues las cenizas carecen del don de la palabra.
Emisario
La melancolía me invadió casi en el mismo momento en que Viriato me ordenó ir a Roma para negociar la paz con el procónsul. Debería agradecer tan alta muestra de confianza, pero después del fracaso de mis antecesores no puedo hacerlo, cuando me enfrento a un viaje que con seguridad resultará inútil para sus propósitos y mortal para mí. Desde que salí de Lusitania, en solitario para intentar pasar inadvertido entre las tropas que luchan en uno y otro bando, me he escondido en las sombras para no ser detectado y he tenido que avanzar de forma errática, dando prioridad a la seguridad por encima de la lógica que recomienda la ruta más directa, prolongando así un trayecto que debería haber concluido hace mucho.
Probablemente sea mi absoluta falta de fe en el éxito de esta misión lo que haya provocado que en este momento me encuentre rodeado de enemigos e incapaz de imaginar una escapatoria. Si me dejan hablar, quizá tenga una oportunidad. Me despojo de todas mis armas, pulso el botón rojo y alzo los brazos mientras con un grave zumbido la escotilla de mi nave personal se va abriendo poco a poco. Atrapado en la zona de carga de su astronave de mando, veo perfilarse ante mis ojos la imagen de un oficial romano que apunta su desintegrador diestramente hacia mi entrecejo mientras varios soldados le cubren, atentos a cualquier movimiento.
—Viriato me envía a vuestro planeta como emisario de paz. Debo entrevistarme con el procónsul —digo al comprobar que sigo vivo cuando cesa el zumbido.
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