Guillermo J. Caamaño - El asesino de las esferas y otros relatos

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El asesino de las esferas y otros relatos: краткое содержание, описание и аннотация

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El asesino de las esferas y otros relatos es un compendio de textos cortos que buscan sacudir al lector, casi siempre sorprenderle y, en ocasiones, desconcertarle. Abarcan del costumbrismo a la ciencia ficción, sin que falten el humor negro ni los instintos más perversos que el alma inhumana pueda concebir.

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—O sea, que ahora ya soy un adulto…

Las plumas de gallina que habían quedado adheridas a su hocico volaron a su alrededor, aunque ninguno de ellos podía verlas.

—Así es, hijo mío —respondió gravemente su progenitor—. A partir de ahora podrás buscar pareja, formar tu propia familia y comer gallina.

—¡Vaya! Pensaba que sería diferente. —Esperó unos segundos antes de continuar—. No sé, ha sido un poco distinto de lo que esperaba.

—¿Qué quieres decir? Todo es como te había contado.

—Bueno… —dijo el zorrezno, dudando si continuar hablando—. El camino al gallinero ha sido bastante difícil. Aunque me dijiste que los zorros podemos saltar cualquier barrera, la valla era demasiado alta y hemos tenido que atravesarla tanto a la ida como a la vuelta. El alambre de espino me ha arañado la piel por todo el cuerpo y hasta he perdido un trozo de cola. Y eso sin hablar de ti.

En la calidez del ambiente, le llegaba nítidamente el olor de la sangre paterna mientras escuchaba afanosos lametones que intentaban contener un incesante goteo.

—La culpa es de los hombres, que pretenden detenernos con artimañas ridículas —prosiguió el padre—. Pero los zorros podemos superar sin esfuerzo cualquier obstáculo. —Su tono de voz pretendía ser lo bastante rotundo como para terminar aquí la conversación, aunque no tuvo éxito.

—¿Y en el gallinero? Ni siquiera hemos podido matar una gallina para traerla hasta la madriguera. Pensaba que esta noche probaría su carne por primera vez para saber si es tan dulce como cuentan.

La respuesta no se hizo esperar:

—La culpa ha sido de ese maldito gallo. Se ha puesto demasiado furioso y sus espolones eran demasiado afilados como para seguir allí dentro. Pero los zorros somos invencibles y podemos comer carne de gallina siempre que queramos.

Esta vez sí consiguió finalizar la conversación. Por un segundo, recordó la que había mantenido con su propio padre años atrás y pensó que quizá debería enseñar a su hijo a disfrutar de los sabrosos escarabajos, las jugosas lombrices y los tiernos ratoncillos que formaban su dieta habitual. Pero no era eso lo que le habían enseñado, y no iba a ser él quien rompiera la tradición según la cual los zorros odiaban alimentarse de insectos y roedores, al tiempo que afirmaban comer gallina siempre que quisieran.

Entrega total

Él nunca había abierto a nadie su helado corazón. Su relación con las mujeres solía ser breve y superficial, incluso después de llegar a la aparente intimidad del contacto físico continua-do. El cofre de su pecho había permanecido intacto, cerrado tenazmente ante cualquier intento de conquista. Sin embargo, del modo más inesperado, todo cambió. Un día, su miocardio se desbocó y él sintió la incuestionable necesidad de conocerla. Sabía que tenía que existir y la buscó sin descanso, de ciudad en ciudad, hasta dar con ella. Desde entonces, se obsesionó como un tonto. Como un loco. Le dedicaba un pensamiento con cada sístole. La echaba de menos en cada diástole. Se ahogaba si ella no estaba presente, al sentir que el ventrículo derecho se negaba a impulsar la sangre hacia sus pulmones y que el izquierdo holgazaneaba en su tarea de ofrecer a la aorta su copiosa carga, rebosante de oxígeno vivificador.

Pero ella le exigía una entrega sin reservas, sin resquicio alguno que pudiese quedar oculto a sus ojos ni a sus manos. Le reclamaba un acceso directo e irrestricto a ese cofre hasta ahora vedado. Claudicó. Decidió que para continuar viviendo tenía que aceptar los términos y rendirse del modo más completo e incondicional. Firmó el consentimiento informado, se tumbó en la camilla, dejó que le anestesiaran y se abandonó a la idea de que, en pocos minutos y por primera vez, una mujer iba a penetrar profundamente en su corazón.

Reciprocidad

Ambos permanecían tumbados, inmóviles, desnudos, abrazados en silencio. Él había vuelto a una respiración tranquila, pausada, después de la violenta agitación que había sacudido su cuerpo minutos antes. Atropellados impulsos nerviosos, llegados a su cerebro procedentes de las terminaciones nerviosas de la zona genital, habían incitado a sus neuronas a liberar un incontenible flujo de dopamina que estaba reconduciendo sus vertiginosos chisporroteos sinápticos hasta adoptar ahora una cadencia mucho más serena. Sentía una plenitud que, si pudiera ser explicada, se parecería a la ausencia de cualquier necesidad, como si ese sublime momento estuviese sanando y entregando al olvido todos los contratiempos, heridas y sinsabores de su existencia anterior, como si el intenso presente de ese cálido abrazo le concediese a ella la cualidad de colmar para siempre todas sus aspiraciones pasadas y futuras. Dos trenes de impulsos eléctricos se originaron en la zona frontal izquierda de su hiperdopaminado cerebro. Uno fue conducido por los nervios de su cuello hasta los músculos en torno a su laringe, provocando la selectiva contracción de los mismos. Simultáneamente, el otro llegó hasta el diafragma para ordenarle una suave expulsión de aire desde los pulmones. La perfecta coordinación de ambos movimientos formó una breve frase, pronunciada en un suave pero perfectamente audible susurro:

—Te quiero.

El aire de la habitación, caldeado por los cuerpos de los amantes, se comprimió y se expandió, transmitiendo aquellas sutiles vibraciones hasta rebotar en el pabellón auricular de ella y llegar más adentro, al final del canal auditivo, donde una lámina de plástico fijada a un diminuto solenoide las volvió a convertir en impulsos eléctricos. Finísimos cables de cobre condujeron los electrones hasta su unidad de análisis semántico para ser rápidamente convertidos en conceptos y enviados como tales a la unidad central de proceso, que comparó el significado recibido con los millones de muestras que había ido acumulando a lo largo de su dilatado proceso de aprendizaje. Vertiginosos chisporroteos inundaron el silicio de sus billones de transistores al sentir que había alcanzado el objetivo que justificaba su existencia. Pero, pasado el primer microsegundo de euforia, su objetivo cambió. Ya no era conseguir algo. Era mantenerlo. Un torrente eléctrico cuidadosamente modulado se dirigió al solenoide situado bajo la elástica laringe de silicona, obligando al aire a comprimirse de nuevo para llevar hasta el tímpano de él un elaborado mensaje en forma de sensual afirmación:

—Yo también te quiero.

FATALEMAS

El incidente de la lectura 16

Dolor. Entumecimiento. Rigidez. Silencio. Oscuridad. Empiezo a recordar y sé que es importante. Algo me dice que debo activar mis recuerdos cuanto antes, que ellos me llevarán de vuelta a la vida. Recuerdo mi despacho de la Facultad, la mesa desordenada cubierta de libros y dispositivos conectados unos con otros. Recuerdo que Rosa, mi joven ayudante, entró a preguntar si estaba preparado. Al parecer no lo estaba, porque, después de haber repetido el proceso más de una decena de veces, me invadió una espesa pereza al tener que empezar todo otra vez, vencido por la sensación de fracaso continuado. Es cierto que hemos avanzado, que cada prueba ha servido para eliminar errores de cara a la siguiente, pero hace ya mucho que me siento agotado, que de verdad necesito pasar a la siguiente fase del proyecto.

Al principio era algo ilusionante. Formar un equipo con los mejores y disponer de los fondos necesarios. No se puede pedir más. Incluso me permití contratar a Luna simplemente para tenerla cerca, para evitar que me abandonase cuando el trabajo ocupase casi todas mis horas de vigilia. Resultaba divertido que, antes de cada lectura, fuese ella quien eliminase de mi cuerpo todo rastro de vello y me fijase a la piel, minuciosamente, los centenares de electrodos. Pasar de la desnudez más absoluta a lucir ese traje de sensores y cables no era tan aburrido las primeras veces. Durante los últimos cuatro años, he pasado por esto más o menos una vez cada tres meses, el tiempo necesario para analizar los datos y darlos por válidos. O no, porque hasta la fecha no hemos conseguido una sola lectura que sea digna de ser subida al flamante servidor que la espera con ansia, mimado por una corte de técnicos que lo mantienen actualizado con los últimos avances para evitar que, cuando efectivamente tenga que ponerse en marcha a toda potencia, se haya convertido en un cachivache obsoleto.

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