— Bonsoir, mademoiselles —nos saluda despreocupado y con soltura. Está acostumbrado a hacer esto.
— Bonsoir —respondemos a la vez Clara y yo, sin ningún tipo de recelo.
—¿Desean tomar una copa en el local de moda de París? —pregunta, educado. Clara y yo nos miramos. Inutile dedire ...
Nos enseña una tarjeta que lleva en la mano. Tiene un diseño muy distinguido. Unas letras curvadas doradas sobre un fondo negro.
—Este es el pase VIP —me lo ofrece y yo lo acepto—. La Belle Vie , reservado, camareros y copas gratis. Sólo tienen que enseñarla en la puerta y un relaciones públicas les acompañará hasta una zona exclusiva.
Le doy la tarjeta a Clara para que le eche un vistazo y la miro interrogativa. Demasiada suerte, ¿no? ¿Por qué nosotras? Creí que estas cosas eran para famosos y gente influyente. ¿Qué podemos hacer nosotras allí?
«Pasarlo bien. Nos lo merecemos».
No le doy más vueltas y, según parece, mi amiga tampoco. Aceptamos la invitación entusiasmadas y el joven apuesto se ofrece incluso a llamarnos a un taxi para que podamos llegar sin ningún tipo de problemas. No se despide de nosotras hasta que no estamos sentadas en los asientos traseros de un lujoso coche. Ha sido muy amable y atento.
Nos encontramos de pie en la calle, en un lateral de uno de los hoteles más exclusivos de París. El Mandarín Oriental se encuentra situado en la esquina de la Place Vendôme , en la calle St. Honoré , a pocos minutos del Louvre y el Musée d'Orsay . Una cola de más veinte metros se extiende desde la puerta, rodeando el edificio. Si esta es la cola de los martes, no me puedo imaginar la de los fines de semana.
Cruzamos la calle, después de que el coche que nos ha traído hasta aquí arranque y desaparezca girando la esquina. Me dirijo al final de la cola, pero Clara me agarra de la mano, tratando de que la siga hasta la puerta. Lo hago. Tenemos pases VIP. Supongo que si nos dan acceso libre a la barra, también nos abrirán las puertas de este sitio sin tener que esperar media hora en la calle.
Antes incluso de llegar a la entrada, una mujer muy elegantemente vestida, con un traje de raso rojo y tacones de vértigo, y de unos treinta años, se acerca hasta donde estamos, con paso decidido.
—Buenas noches. Me llamo Alison —se presenta en un perfecto castellano sin poder ocultar su acento inglés. Londinense, tal vez—. Por favor, acompáñenme.
Con paso ágil, se gira y la seguimos. Justo antes de llegar, otra persona (uno de los miembros del equipo de seguridad) tira de un lado de una gruesa cadena dorada, envuelta en terciopelo rojo, cediéndonos el paso sin tener que detenernos. Clara y yo nos miramos, divertidas. Sienta bien que te traten como si fueras el rey del mundo.
—Tal vez nos han confundido con alguna famosa —me susurra Clara al oído, sonriendo —. Tú tienes un cierto parecido con Blanca Suárez.
—Sí, somos exactamente igual —ironizo en voz baja.
Caminamos durante unos segundos por un túnel oscuro, enmoquetado de color rojo y luces en el techo abovedado, imitando un cielo estrellado. No nos encontramos con nadie dentro de él. Un momento después, un espacio enorme se abre ante nosotros. Es impresionante. Los techos no son demasiado altos, pero no hace falta. El espacio es tan majestuoso que no necesita más. Todo decorado con tonos dorados: el suelo, las paredes, los sillones de cuero que rodean la sala, las pequeñas mesas, las lámparas que cuelgan del techo (algunas llegan hasta el suelo). No hay demasiada gente, el local está lleno, pero no hay ningún tumulto ni aglomeración. Es un sitio elegante y sofisticado donde poder pasar un buen rato. La pista de baile está situada en medio del local. Las luces de colores que se ven sobre ella son el único toque de color de esta discoteca para ricos.
Seguimos a Alison hasta el fondo de la sala. Otro miembro de seguridad abre otra cadena dorada cubierta de terciopelo del mismo color y entramos en un espacio mucho más exclusivo, desde el que se puede observar el resto del lugar. Por lo visto, muy poca gente tiene derecho a entrar aquí. El ambiente, mucho menos cargado que al otro lado, te permite respirar. Paramos ante unos ostentosos sofás, situados frente a una barra ovalada no muy grande y preciosa. Nunca había visto nada así. Completamente dorada, reluciente e iluminada con un haz de luz que sale del suelo hacia arriba hasta chocar con el techo.
—Ella es Margaret. Les atenderá durante la noche —Alison nos presenta a una chica muy delgada y alta que se encuentra de pie delante de nosotras—. Pídanle lo que deseen —Margaret sonríe sincera. Le devolvemos el gesto.
—Tengo que dejarlas. Si me necesitan, pulsen el botón que se encuentra bajo la esquina derecha de la mesa. Estaré aquí enseguida.
¿En serio? ¿Un botón? Tengo ganas de que se vaya para comprobarlo.
—Gracias por todo —digo antes de que me devuelva la sonrisa y desaparezca por una puerta escondida, camuflada con la decoración, no muy lejos de donde nos encontramos.
Nos sentamos y no puedo remediar palpar la mesa hasta encontrar una protuberancia justo donde ha dicho que estaba.
—¿Qué desean tomar?
—Dos gin-tonic, por favor —indico después de mirar a Clara y entendernos con la mirada.
—¿ Citadelle Reserva, Nº 209, Bulldog, Brockmans o Whitley Neill ?
Sé que está hablando de marcas de ginebra, pero nunca he probado ninguna de las que ha nombrado.
—¿Cuál nos recomienda? —esta noche nos estamos dejando llevar.
—Depende de qué prefieran. Si les gusta el sabor artesanal inglés con mezcla de frutos rojos, les recomiendo Brockmans con Boylan , es una tónica muy fresca. Si desean un sabor más fuerte, con una gran riqueza aromática, les aconsejaría Citadelle Reserva . También es artesanal, pero está elaborada aquí en Francia. La compaginaría con Q Tonic . Es la tónica más natural y seca del mercado.
Además de la más cara. He oído hablar de ella.
—Está bien. Ésta última —le doy las gracias y desaparece tras la barra.
—Es bonito —dice Clara, entusiasmada.
Es más que eso. Es precioso. Elegante y fastuoso.
—Es impresionante, pero demasiado esnobs. ¿No crees?—no tenemos ni que alzar la voz, cual gallo en un gallinero, para poder entendernos con facilidad.
Mi amiga abre los ojos desorbitadamente mientras mira lo que parece ser una carta de bebidas. Nadie lo diría, parecía una carta de agradecimiento.
—¿Sabes cuánto valen las copas que has pedido?
No contesto, esperando que me informe de ello.
—¡Cuarenta y dos euros cada una!
Sabía que era una ginebra cara, pero ¿tanto? Parece ridículo. Es. Ridículo. Me dan ganas de llamar a la camarera y cambiarlas por una Coca-Cola , pero si mis ojos no ven mal… ¡Por favor! ¡La Coca-Cola tiene un precio de diecisiete euros!
Margaret vuelve a la mesa con nuestras bebidas: dos gin-tonics de cuarenta y dos euros cada uno. Hemos recordado que estamos invitadas a todo lo que pidamos y hemos decidido parecer chicas distinguidas por una noche.
Hablamos de su paso por Australia hace ya mucho tiempo. Clara me cuenta su viaje a Nueva York. Lo que le impresionó la Gran Manzana y que, por fin, pudo visitar el MoMA.
—Fui dos días seguidos —ríe y, cuando para, da un sorbo a su bebida.
—Te odio —bebo yo también, muriéndome de la envidia—. ¿A los cerebritos también os gusta el arte? Creía que sólo os interesaban las multiplicaciones.
A la una y media de la mañana vamos por nuestra segunda copa que, sumadas a la botella de vino que nos hemos bebido entre las dos durante la cena, hacen un total de… bastante alcohol en sangre. Y más si tenemos en cuenta que no hemos comido casi nada.
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