—Ninguna. —Kate dejó al animal y observó cómo echaba a correr por la pradera—. Pero de eso se trata. Un nombre grandilocuente compensará sus orígenes humildes. Se llama ironía, cabo Thorne. Como si a usted yo lo llamara Chiquitín. O como si usted a mí me llamara Helena de Troya.
El militar se detuvo y frunció el ceño.
—¿Quién es Helena de Troya?
Kate estuvo a punto de mostrar la sorpresa que le había despertado esa pregunta. Por suerte, se contuvo justo a tiempo. Debía recordar que un cabo era un rango de un oficial del ejército y que la mayoría de los hombres del ejército solamente contaban con una educación básica.
—Helena de Troya fue una reina de la Antigua Grecia —le explicó—. Decían que la belleza de su rostro era capaz de hundir mil barcos. Era tan hermosa que todos los hombres la deseaban. Hubo guerras por ella, de hecho.
Thorne guardó silencio durante un rato.
—Así pues, llamarla a usted Helena de…
—Helena de Troya.
—Eso. Helena de Troya. —Se formó un ligero fruncido entre sus oscuras cejas—. ¿Por qué sería irónico?
—¿No resulta obvio? —se rio ella—. Míreme.
—La estoy mirando.
Cielo bendito. Sí que la estaba mirando. La estaba mirando de la misma manera en que lo hacía todo. Con intensidad y con una tranquila fuerza. Kate casi percibía la tensión de los rasgos de él. La ponía muy nerviosa.
Se llevó los dedos hasta la marca de nacimiento por inercia, pero en el último momento los utilizó para colocarse unos mechones de pelo detrás de la oreja.
—Ya lo ve usted, ¿no es así? Es irónico porque no soy ninguna belleza legendaria. Los hombres no libran batallas por mí. —Esbozó una ligera sonrisa—. Para ello habrían de participar por lo menos dos hombres. Tengo veintitrés años y, hoy por hoy, no se ha interesado por mí ni uno solo.
—Vive en un pueblo de mujeres.
—En Cala Espinada no viven solo mujeres. Hay unos cuantos hombres. Está el herrero. El vicario.
Thorne desestimó ambos ejemplos con un gruñido.
—Y también… está usted —añadió Kate.
Se quedó petrificado.
Al fin. Habían llegado al clímax de la cuestión. Probablemente no debería ponerlo en una situación tan incómoda, pero había sido él el que había insistido en ese tema.
—Está usted —repitió—. Y a duras penas es capaz de compartir el mismo aire que respiro yo. Cuando llegó a Cala Espinada, intenté ser amable con usted. No surtió efecto.
—Señorita Taylor…
—Y no se trata de que no le interesen las mujeres. Sé que ha estado con otras.
Thorne parpadeó, y aquel pequeño gesto hizo que se sintiera inquieta. Su parpadeo tenía el mismo efecto que el movimiento con que cualquier otro hombre se golpearía la palma de una mano con el puño contrario.
—En fin, es bien conocido —se explicó mientras hurgaba en la tierra con los dedos del pie en busca de valentía—. En el pueblo, sus… arreglos… generan bastante especulación. Aunque no quiera oírlos, terminan llegando hasta mí.
Thorne se puso en pie y echó a andar hacia el camino. Los hombros erguidos y los pasos medidos. Una vez más, salía huyendo. Kate estaba harta. Estaba harta de restar importancia a sus rechazos, de ignorar sus sentimientos heridos con una carcajada impostada.
—¿No lo ve? —Se levantó y corrió por la pradera con la intención de alcanzar el extremo de la sombra alargada y monumental que proyectaba el militar—. Es exactamente a esto a lo que me refiero. Si sonrío en su dirección, usted me da la espalda. Si encuentro un asiento libre cerca de donde está usted, de pronto decide que prefiere quedarse de pie. ¿Le provoco urticaria, cabo Thorne? ¿El olor de mis polvos secantes le da ganas de estornudar? ¿O acaso hay algo en mi comportamiento que le resulte desagradable o aterrador?
—No diga tonterías.
—Pues admítalo. Me evita.
—Muy bien. —Se detuvo de pronto—. La evito.
—Ahora dígame por qué.
Thorne se volvió para encararse a ella y sus ojos gélidos y azules incendiaron los de ella. Pero no pronunció palabra alguna.
El aliento de Kate abandonó sus pulmones con un suspiro, y relajó los hombros.
—Adelante —lo apremió—. Dígalo. No pasa nada. Después de tantos años, creo que oír que alguien dice la verdad sería un acto compasivo. Sea sincero.
Con un movimiento impulsivo, le agarró la mano y se la llevó hasta la cara, tocándose la marca de nacimiento con los dedos de él. Thorne intentó retirarla, pero Kate no se lo permitió. Si ella debía vivir todos los días con esa marca, él podría soportarla tocarla una sola vez.
Se le acercó y presionó la mancha de pigmento de su sien con la palma de él. Estaba muy frío.
—Esta es la razón —dijo—. ¿No es así? La razón por la que no le intereso. La razón por la que no le intereso a ningún hombre.
—Señorita Taylor, yo… —Apretó la mandíbula—. No. No es eso.
—Entonces, ¿qué es?
No recibió respuesta.
Le ardía la cara. Quería golpearle el pecho, abrirlo en canal.
—¿Qué es? Por el amor de Dios, ¿qué encuentra tan insoportable de mí? ¿Qué le resulta tan horriblemente desagradable que no puede ni siquiera encontrarse en la misma habitación que yo?
—Deje de provocarme. —Masculló un juramento—. La respuesta no le va a gustar.
—Quiero oírla de todos modos.
Hundió una mano en el pelo de ella y le arrancó un grito de sorpresa de los labios. Unos dedos fuertes se colocaron en su nuca. Los ojos de él buscaban el rostro de ella, y todas las terminaciones nerviosas de Kate chisporrotearon por la tensión. El sol, que se hundía casi por completo en el horizonte, lanzó una última llamarada de luz anaranjada entre ellos, prendiéndole fuego a aquel momento.
—Es esto.
Thorne flexionó el brazo y la acercó para besarla.
Y la besó de la misma manera en que lo hacía todo. Con intensidad y con una tranquila determinación. Sus labios se apretaron firmes contra los de ella exigiendo una respuesta.
Kate reaccionó por puro instinto y le golpeó el pecho.
—Suélteme.
—La soltaré. Pero todavía no.
Su brazo la mantenía inmóvil. No tenía escapatoria.
Sin embargo, el militar no le daba miedo. No, lo que le daba miedo era la sensación que con tanta velocidad llenaba el espacio que los separaba. El hambre cruda de los ojos de él. El calor que desprendían ambos cuerpos. La repentina pesadez de sus miembros, de su abdomen, de sus pechos. La alocada aceleración de su pulso. El aire que los rodeaba parecía cargado de intenciones. Y no todo se debía solo a él.
Thorne se inclinó para volver a besarla, y esta vez la reacción de Kate fue distinta.
Se movió para encontrarse con él a medio camino.
Cuando aquellos labios tan fuertes rozaron los suyos, todo su ser se volvió blando. Él la estrechó y le rodeó la cintura con el otro brazo. Kate ni siquiera intentó resistirse. La voz de su consciencia se había callado y sus párpados aleteaban en una exquisita rendición. Anhelaba ese beso. Un anhelo vergonzoso que le costaba confesar.
Los labios de él estaban muy calientes. Y, a pesar de su apariencia fría y pétrea, sabía delicioso y reconfortante. Como una hogaza de pan recién horneada, mezclada con un ligero regusto amargo por la cerveza. Tuvo una visión del cabo unas horas antes, bebiendo en una taberna tenuemente iluminada. Solo. La desgarradora soledad de aquella imagen hizo que le apeteciera abrazarlo. Debía conformarse con agarrarse a las solapas de su abrigo y recostarse contra su pecho.
Se permitió abrir los labios con la intención de saborearlo mejor. Él le atrapó el labio superior entre los suyos, y luego tiró del inferior. Como si también se muriera por paladear el sabor de ella.
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