1 ...8 9 10 12 13 14 ...17 —Si todavía admite sugerencias, yo lo llamaría Tejón —dijo cuando el silencio resultó demasiado insoportable—. Le queda bien, creo. Tiene el hocico alargado, muchos dientes y pelaje suave.
La respuesta del militar tardó bastante en llegar.
—Póngale al perro el nombre que quiera.
Kate inclinó la cabeza y acarició el pelo del perrito.
—Tejón —susurró jugueteando con una de las orejas del animal—, tú nunca vas a rechazar mis besos, ¿verdad que no?
El cachorro le lamió un dedo. Kate se recogió una triste lágrima.
En cuanto se aproximaron a la iglesia y al centro del pueblo, levantó la vista hacia El Rubí de la Reina. En todas las ventanas había luz. El panorama le encendió un cálido resplandor en el corazón. Tejón empezó a agitar la cola, como si hubiera percibido que ahora estaba más animada. Sí que tenía amigas, y esas amigas estaban esperándola.
Thorne la ayudó a desmontar y dejó libre al caballo, para que pastara por la hierba del pueblo.
—¿Tiene intención de entrar y comer algo? —le preguntó Kate.
—No es una buena idea. —Se encogió de hombros—. Ya sabe que hablan a menudo sobre mí. La estoy trayendo a casa y ya está muy oscuro. Lleva el vestido sucio y el pelo hecho un desastre.
—¿Mi pelo está hecho un desastre? —Se encogió ante el impacto recibido en la poca dignidad que le quedaba—. ¿Desde cuándo? Podría haberme avisado.
Con Tejón agarrado en un brazo, se toqueteó las horquillas con la mano que tenía libre. La preocupación del cabo por las apariencias no estaba infundada. Los pueblos pequeños hervían con chismes. Kate era consciente de que debía mantener intacta su reputación si deseaba seguir viviendo en El Rubí de la Reina y siendo la profesora de las jóvenes nobles que veraneaban en aquellos lares.
—Deme al perro, señorita Taylor, y me marcharé.
—No. —Reaccionando por instinto, se apretó el cachorro contra el pecho—. No, creo que no se lo daré.
—¿Cómo dice?
—Nos llevamos bien, él y yo. Voy a quedármelo. Creo que será más feliz conmigo.
—En una posada no puede quedarse con un cachorro. —La gravedad de su fruncido parecía atravesar la oscuridad—. Su casera no se lo permitirá; y, aunque se lo permitiera, un perro como ese necesita espacio para correr.
—También necesita amor. Cariño, cabo Thorne. ¿Me está diciendo que usted se lo proporcionaría? —Jugueteó con el cogote del animal—. Dígame ahora mismo que quiere a este perro y se lo devuelvo en un santiamén.
No le respondió.
—Cuatro palabras de nada —lo provocó—. «Quiero… a… este… perro». Y será suyo.
—Ya es mío —dijo secamente—. Es de mi posesión. He pagado dinero por él.
—Pues se lo reembolsaré. Pero no pienso dejar esta criaturilla dulce e indefensa con un hombre sin sentimientos, sin corazón. Sin la capacidad de amar.
En ese momento, la puerta de El Rubí de la Reina se abrió de par en par.
La señora Nichols salió corriendo de la posada, tanto como la pobre anciana era capaz de correr. Le temblaban las manos.
—¡Señorita Taylor! Señorita Taylor, ay, gracias a Dios que ha regresado al fin.
—Siento mucho haberla preocupado, señora Nichols. Perdí el carruaje de vuelta y el cabo Thorne fue muy amable al…
—La hemos esperado y esperado. —La anciana enlazó el brazo con el de Kate y tiró de ella hacia la puerta—. Su visita lleva horas aquí. He preparado té tres veces y he agotado todos los temas de conversación habidos y por haber.
—¿Visita? —Kate se quedó anonadada—. ¿Tengo visita?
La señora Nichols le arrebujó el chal sobre los hombros.
—Cuatro personas.
—¿Cuatro personas? ¿Sabe qué es lo que desean?
—No han querido informar al respecto. Se han limitado a afirmar que la esperarían a usted. Hace horas ya de eso.
Kate se detuvo en el umbral y arrastró las botas para quitarse el barro de las suelas. No imaginaba de quién se trataba. Quizá una familia que quería pedirle clases de música. Pero ¿a esas horas de la noche?
—Siento mucho haberle causado tantos problemas.
—En absoluto, querida. Es un honor recibir en mi salón a un hombre de tal rango y estatura.
«¿Un hombre? ¿De rango y estatura?».
—¿Le importa si voy unos instantes arriba para adecentarme un poco? Estoy despeinada y con el vestido arrugado por el viaje.
—No, no. Eso es imposible, querida. —La propietaria de la posada la empujó hacia el interior—. Una solamente puede hacer esperar a un marqués cierto tiempo.
—¿Un marqués?
Mientras la señora Nichols cerraba la puerta, Kate se giró para ver su reflejo en el espejo. Se llevó un sobresalto al encontrarse de frente con la casaca del cabo Thorne.
—Creía que no pensaba entrar —acusó a los botones de la chaqueta.
—He cambiado de opinión. —Cuando por fin se atrevió a mirarlo, lo vio entornar los ojos, suspicaz—. ¿Conoce a algún marqués? —le preguntó.
—El hombre de mayor rango al que conozco es lord Rycliff. —Kate negó con la cabeza—. Y es conde.
—Entro con usted.
—Estoy segura de que no es necesario. Nos encontramos en una posada, no en un antro inmoral.
—Entro de todos modos.
Antes de que pudieran discutir con mayor fervor, Kate se vio arrastrada hacia el salón. Thorne la siguió muy de cerca. En el pasillo había varias de las huéspedes de la posada. A medida que pasaba delante de ellas, la miraban con los ojos como platos y gesto especulativo.
En cuanto llegaron al salón, la señora Nichols empujó a Kate para que cruzara el umbral.
—Aquí tienen por fin a la señorita Taylor, damas y caballeros.
Dicho esto, la anciana salió y cerró la puerta de la sala tras de sí. Kate la oyó al otro lado ahuyentando a las residentes del corredor.
En el salón parecía haber una docena de invitados, pero Kate comprobó, con un rápido barrido, que no eran más que cuatro. La riqueza y la elegancia reinaban por doquier. Y ella llevaba un vestido desgarrado y manchado de barro. Ni siquiera se había retocado el peinado.
Un caballero con traje oscuro se puso en pie e hizo una reverencia. Kate a duras penas había empezado a inclinarse ligeramente cuando oyó un sonoro grito colectivo que estuvo a punto de apagar las velas.
—Es ella. Tiene que ser ella.
—Disculpen… —Kate tragó saliva con dificultad—. ¿Quién tengo que ser yo?
Una joven atractiva se levantó de una silla. Parecía unos años menor que Kate y llevaba un vestido de muselina blanco e impecable, y un chal adornado con verdes jades. A medida que se dirigía al centro de la sala, su expresión era de puro asombro. Observó a Kate como si fuera un fantasma o una especie de orquídea excepcional.
—Debe de ser usted. —La chica alzó la mano y extendió un par de dedos para rozar la mancha de nacimiento de la sien de Kate.
En un acto reflejo, Kate se encogió. Ese día ya la habían tachado de bruja y de hija de la vergüenza por culpa de esa marca.
Y ahora, de pronto, se veía inmersa en un abrazo cálido e impulsivo.
Atrapado entre las dos mujeres, Tejón dio un ladridito.
—Ay, cielos. —Kate se apartó y esbozó una sonrisa de disculpa—. Me había olvidado de él.
La joven que tenía justo delante se rio y sonrió.
—El perro está en su derecho de protestar. ¿Dónde están mis modales? Empecemos de nuevo. Presentémonos antes de nada. —Le tendió la mano—. Soy Lark Gramercy. ¿Cómo está?
—Encantada, sin duda. —Kate respondió estrechándosela.
Lark se giró y le presentó a sus acompañantes uno a uno.
—Mi hermana Harriet.
—Harry —exclamó la mujer en cuestión. Se levantó de la silla y apretó la mano de Kate con firmeza—. Todo el mundo me llama Harry.
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