—Seré breve. Como mi hermana pequeña ha procurado explicar, soy el atribulado cabeza de este circo andante. Y esperábamos a que llegara usted, señorita Taylor, porque creemos que tal vez sea parte de ello.
—Discúlpeme —dijo la aludida—. ¿Parte de qué, exactamente?
El marqués hizo un gesto con una mano, como si debiera resultar obvio.
—Parte de nuestra familia.
La estancia se emborronó a los ojos de Kate. Tejón saltó al suelo y la joven no hizo amago de detenerlo. A su alrededor, los Gramercy discutían.
—Te dije que no debíamos contárselo de una forma tan brusca.
—Brusco ha sido para todos nosotros. Como quien dice, nos acabamos de enterar. Esta misma mañana…
—Ay, pobre. Está muy pálida.
Menuda… Menuda familia. Kate a duras penas era capaz de creer que pudiera formar parte de ella. La tentación a abrigar esperanzas era mayúscula y el optimismo la embargaba con demasiada facilidad. Pero no quería ponerse en evidencia. Antes de nada, debía darle sentido a cuanto estaba ocurriendo.
Mientras los demás hablaban, Tía Mariposa se le acercó y se sentó a su lado. Extrajo del bolsillo un caramelito envuelto en papel.
—Esto te irá bien, querida.
Aturdida, Kate lo aceptó.
—Vamos —la apremió la anciana—. Cómetelo.
Al no saber cómo negarse, Kate desenvolvió el papel y se metió la dura pastilla en la boca.
«Ay… Qué ardor».
Se le llenaron los ojos de lágrimas al instante. El pedazo de fuego puro y azucarado le quemaba la lengua. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no escupirlo.
—Intenso, ¿verdad? Un poco apabullante al principio. Pero con paciencia, y con un poco de trabajo, llegarás a la parte dulce. —Tía Mariposa le palmoteó el brazo—. Esta familia es igual. —Acto seguido, la anciana se dirigió a todos los presentes—. Vosotros, calma.
Todos obedecieron de inmediato. Incluido el marqués.
—La única manera de relatarlo es como si fuera un cuento, creo. —La mano delgada y ajada de Tía Mariposa aferró la de Kate—. Había una vez un hombre llamado Simon Gramercy, el joven marqués de Drewe. Como todos los Gramercy, se dejaba llevar por las pasiones tempestuosas e inapropiadas. Los intereses particulares de Simon consistían en el arte y en los encantos de una muchacha muy poco apropiada. La hija de un granjero que le arrendaba tierras en Derbyshire, ¿te lo puedes imaginar?
Kate negó con la cabeza, frunciendo todavía los labios por aquel perverso caramelo.
—La madre de Simon, viuda, se escandalizó. Los padres de la muchacha renegaron de ella. Pero Simon no aceptaba censura alguna. Y construyó un nidito de amor con su musa en Ambervale. Vivieron varios meses allí; felices, se limitaban a posar y a pintar y a llevar a cabo apasionados…
—Tía Mariposa.
—Después del cuadro, no creo que le vaya a sorprender a nadie. Sea como fuere —prosiguió la anciana—, la salud del pobre Simon empeoró. Lo siguiente que supo la familia de él fue que había muerto. Una muerte repentina y trágica. Y nadie supo qué le había ocurrido a la hija del granjero. Al parecer, se esfumó. Quizá también enfermó… Quizá se había marchado para ser la musa de otro hombre. Nadie lo sabía. El título pasó a manos del primo de Simon, mi cuñado. Y, cuando él murió, a Evan. —Agitó la mano en dirección hacia lord Drewe.
—¿Ya se ha hecho un lío? —le preguntó Lark a Kate.
—Luego le dibujamos un árbol genealógico —propuso Harry.
—Sí que nos parecemos bastante, lo admito, pero solo tengo veintitrés años. —Kate observaba el cuadro—. Y tengo esto. —Se señaló la marca de nacimiento.
—Ah, pero es que eso es un rasgo de la familia —dijo Lark—. Varios de los Gramercy tenemos algo parecido. Harry solo tiene ese lunarcito. A mí, casi toda mi mancha me la tapa el pelo. La de Evan está detrás de su oreja. Enséñasela, Evan.
Amistoso, lord Drewe se giró para mostrarle el lado de su cuello. Sí, sí que tenía una mancha bermellón que desaparecía debajo de su inmaculado pañuelo almidonado.
—¿Ahora tiene sentido? —quiso saber Lark—. Cuando encontramos la pintura en el desván, supimos que debía de ser la amante de Simon. Hasta ese momento nadie había llegado a saber que quedó encinta. La pregunta era: ¿qué pasó con el hijo?
—Dedujimos que había muerto —dijo Harry—. De lo contrario, sin lugar a dudas habríamos oído algo al respecto. Pero Lark no podía resistirse a la oportunidad de investigar.
—Me encantan los misterios. —Lark sonrió—. Si el bebé nació en Ambervale, sabíamos que debía de haber algún registro del nacimiento. Así pues, fuimos a la parroquia, pero nos enteramos de que la iglesia se quemó en 1782 y tardaron una década en reconstruirla. Fue un accidente con un incensario y un tapiz que…
Lord Drewe carraspeó.
—No te andes con rodeos, Lark. Por el bien de la señorita Taylor.
—Como decía —asintió Lark—, no había registros. Durante aquellos años, la parroquia estuvo dividida entre las tres iglesias vecinas. Decidimos hacer excursiones familiares y visitar una a la semana.
—Solo a esta familia se le ocurre considerar un entretenimiento de primera el ir a analizar registros mohosos en busca de una prima mortinata.
—Empezamos en St. Francis, la más cercana. —Lark ignoró a su hermana—. No hubo suerte. Esta semana debíamos elegir entre St. Anthony’s Glen y St. Mary’s Martyrs. Debo admitir que a mí me apetecía ir a St. Anthony’s, porque me gusta el halo pastoral que envuelve el nombre, pero…
—Pero decidió nuestro mártir residente y fuimos a St. Mary’s.
—Sí, gracias a Dios. ¿El libro, Evan?
Lord Drewe extrajo un tomo gigantesco que parecía un registro eclesiástico muy toqueteado. A Kate le sorprendió que le hubieran permitido sacarlo de la iglesia. Pero, a fin de cuentas, el marqués pagaba al vicario. Supuso que sería harto complicado negar cualquier petición del marqués local.
Lo abrió por una página que habían marcado con anterioridad, buscó una línea con el dedo y leyó en voz alta.
—Katherine Adele, nacida el veintidós de febrero del año mil setecientos noventa y uno. Padre, Simon Langley Gramercy. Madre, Elinor Marie.
—¿Katherine? —El corazón de Kate empezó a latir con fuerza—. ¿Ha dicho Katherine?
—Sí. —Lark se inclinó en la silla, emocionada—. Inspeccionamos los registros de unos cuantos años posteriores, y no había registro de defunción. Tampoco de bautismo, pero nada de defunción. Le preguntamos al vicario si conocía a alguna Katherine que viviera por la zona y que pudiera tener la edad correspondiente. Respondió que no. Sin embargo, dijo que recientemente había recibido una carta.
—¿Una carta? —Tejón frotaba con el hocico las espinillas de Kate, y la joven lo alzó para ponérselo en el regazo—. ¿Mi carta?
Durante los últimos años, había tocado el órgano en la misa de domingo de St. Ursula’s. No pedía compensación económica por el servicio. Solo un favor. Todas las semanas, el señor Keane le permitía pasar una hora en el despacho del vicario. Escogía una parroquia del enorme directorio de iglesias de Inglaterra y escribía una carta, en la cual pedía que buscaran registros de una niña nacida entre 1790 y 1792, con el cristiano nombre de Katherine, que no había vuelto a aparecer en los registros locales. Había empezado con las parroquias más próximas a Margate y se fue alejando.
Lentamente. Durante semanas y meses y años.
El vicario firmaba y enviaba las cartas por ella. También le hacía el favor de mantenerlas en secreto. La mayoría de los aldeanos se habría reído de ella por pasarse tanto tiempo y por invertir tantos esfuerzos en una empresa infructuosa. Por lo que a ellos respectaba, tendría el mismo éxito si metía notas dentro de botellas y las lanzaba al océano.
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