—La señorita Taylor no irá a ninguna parte con ustedes —dijo—. No han presentado más que sospechas acerca de su identidad. Y ni siquiera sabemos quiénes son.
—Cabo Thorne —la señorita Taylor se mordió el labio—, estoy convencida de que…
—No, no —la interrumpió la mujer de aspecto masculino—. El cabo tiene toda la razón, señorita Taylor. Bien podríamos ser una banda de esclavistas blancos o de caníbales sedientos de sangre. O bien ocultistas en busca de una virgen a la cual sacrificar.
Thorne no creía que los Gramercy fueran esclavistas, caníbales ni ocultistas, aunque en su opinión parecían la versión refinada de unos trastornados. Y aunque él supiera algo de la infancia de Kate Taylor, debía admitir que no podía afirmar con convicción que no fueran sus primos. Dedujo que era posible. La joven no había nacido en ese pueblo. Y coincidían tanto su nombre como el año en que nació. Esos hechos, sumados al retrato y a la mancha de nacimiento, constituían un argumento que difícilmente podía rechazarse.
De todos modos, era posible que se tratara de un error, y no se fiaba de aquella gente. En ellos y en su historia había algo que no encajaba. Quizá se equivocaran con el vínculo que los unía, en cuyo caso la señorita Taylor terminaría consternada y convirtiéndose en un potencial objeto de ridículo. O quizá sí que fueran sus familiares y de alguna manera la habían estado ignorando durante casi veintitrés años, dejándola languidecer en una pobreza cruel y solitaria.
En el mejor de los casos, eran unos desconsiderados. En el peor, unos criminales.
Desconfiado, Thorne no le permitiría pasar cinco minutos más con ellos, y mucho menos toda la vida.
—No va a irse con ustedes —repitió—. No pienso consentirlo.
—Recuérdeme quién es usted exactamente —le soltó Drewe con frialdad—. En relación con la señorita Taylor, quiero decir.
Thorne vio la elección frente a él, tan clara como una encrucijada. O pronunciaba las palabras que le hormigueaban en la punta de la lengua, palabras que jamás se había atrevido a soñar y mucho menos a articular en voz alta, o dejaba que la señorita Taylor se marchara con los Gramercy y deponía la posibilidad de tener algo que ver con la seguridad y la felicidad de la muchacha. Para siempre.
No había ninguna decisión que tomar. Pronunció esas palabras.
—Soy su prometido —dijo—. Vamos a contraer matrimonio.
Kate se sobresaltó. Lo había oído mal, sin duda.
«¿Prometido? ¿Matrimonio?».
—Felicidades, querida. —Tía Mariposa le apretó la mano—. Toma otro caramelo.
—Oigan —dijo Kate cuando por fin halló la voz—, yo no…
Antes de que consiguiera protestar verbalmente, la mano gigantesca de Thorne se posó en su hombro. Y se lo apretó con fuerza. Era un mensaje breve e inconfundible:
«No».
—Nadie nos dijo que estaba prometida —comentó lord Drewe mientras su recelosa mirada volaba de Kate a Thorne y de Thorne a Kate—. Ni el vicario ni la propietaria de la posada…
—No se lo hemos contado a nadie todavía —respondió Thorne—. Es muy reciente.
—¿Cuán reciente?
—Me ha dicho que sí hoy, cuando volvíamos de Hastings. —Thorne apartó la mano del hombro de Kate y le acarició un mechón, en un intento sutil para que se fijaran en el estado en que se encontraba su peinado.
A Kate le ardieron las mejillas cuando la insinuación de Thorne se extendió por el salón y provocó que se arquearan cejas en todos los rincones de la estancia.
—Ay, ya sabía yo que había algo entre ustedes —presumió Lark—. De lo contrario, no se explicaría que hubieran vuelto tan tarde y con aspecto tan… —su voz se fue apagando a medida que barría con la mirada el dobladillo embarrado del vestido de Kate y su pelo revuelto— tan natural.
Las patas de la silla crujieron al ponerse Kate en pie.
—Cabo Thorne, ¿me permite hablar con usted en privado?
Se disculpó de los Gramercy con una sonrisa nerviosa.
—¿Se puede saber qué pretende? —le susurró en cuanto el militar la hubo seguido a un rincón, al lado del piano. Kate sabía con creces que podían hablar en voz baja allí sin que los oyeran—. Hace unas horas me ha dicho que no siente… nada por mí, y ¿ahora afirma que estamos comprometidos?
—Estoy cuidando de usted.
—¿Cuidando de mí? Acaba de insinuar que nosotros…, que nosotros hemos…
—No es nada que no pensaran ya —contestó él—. Créame. La he traído a casa tarde y con aspecto de haberse revolcado.
—Yo…
—Y luego ha sido usted quien les ha dicho que le he regalado un cachorro. ¿Qué conclusión iban a sacar de todo ello si no?
El ardor se había adueñado de las mejillas de Kate, y apartó la mirada.
—Y que se ruborice tanto tampoco ayuda.
¿Cómo iba a evitar ruborizarse? El rostro le quemaba aún más si recordaba cómo los dedos de aquel hombre habían jugueteado con su pelo con tanta presunción.
—No seguiremos adelante con ello —dijo el militar—. Con el matrimonio.
—¿Ah, no? —En el silencio que se instaló entre ellos, a Kate le preocupó haber sonado decepcionada—. Es decir, por supuesto que no. No deseo casarme con usted. Voy a decírselo a los Gramercy ahora mismo.
—Sería un error. —Le colocó las manos en los hombros y la mantuvo inmóvil—. Escúcheme. Está sobrepasada por la situación.
—No estoy sobre…
Se le quebró la voz. Ni siquiera era capaz de encontrar las energías suficientes para completar la objeción. Estaba sobrepasada, efectivamente. Sobrepasada, exhausta, confundida. Y en parte era culpa de él. Quizá la mayor parte, de hecho.
Había que reconocerle a Thorne que no lo negó.
—Un día muy largo llega a su fin —dijo—. Su profesora la ha tratado de loca. El conductor del carruaje la ha tratado de loca. Yo la he tratado peor que ellos. Y entonces llega esta gente con su cuento de hadas y los bolsillos repletos de caramelos y de riquezas. Quiere ver el lado bueno de ellos porque usted es así. Pero le aseguro que hay algo que no encaja en la historia que le han contado.
—¿Qué le hace pensar eso?
Un extenso instante de indecisión.
—Es un presentimiento.
—¿Un presentimiento? —Kate abrió los ojos como platos y lo miró fijamente—. Creía que usted ni sentía ni presentía.
—No puede saber qué objetivo persiguen. —Thorne ignoró el comentario mordaz de ella—. Todavía no están seguros de que se trate de usted. Es una situación peligrosa, en la cual no cuenta con ningún protector ni familiar que salvaguarde sus intereses. Solo estoy yo. Pero no puedo interesarme por su bienestar sin mostrar a ojos de todos que me intereso por usted.
«Me intereso por usted». Kate no sabía cómo interpretar aquellas palabras. En su vida nadie había intentado interesarse por ella. Y acababa de ocurrirle dos veces en una sola noche.
Aquella situación estaba envuelta por un halo de irrealidad. La hora intempestiva, la sucesión de coincidencias, las rarezas de que hacían gala los Gramercy. Kate no sabía de quién ni de qué fiarse en esos momentos; después de haber cometido esa tarde la estupidez de haberse lanzado a los brazos de Thorne, su desesperado corazón parecía el elemento menos fiable de todos.
Necesitaba un aliado. Pero ¿debía ser él?
—¿De veras sugiere que finjamos estar comprometidos? Usted. Y yo.
—El teatro no va conmigo, señorita Taylor. —Frunció el ceño—. No habrá nada fingido. Le estoy proponiendo que nos comprometamos de verdad, para así ofrecerle protección de verdad. En cuanto su situación se haya aclarado, podrá librarse de mí.
—Librarme de usted —repitió.
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