1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 Acto seguido, buscó en aquellos ojos avellana, inteligentes y encantadores, alguna señal o destello de reconocimiento.
Nada.
—Usted no me conoce —le dijo. Era tanto una afirmación como una pregunta.
Ella sacudió la cabeza. Y entonces pronunció las palabras que eran, con toda probabilidad, las más absurdas e improbables que hubiera oído él jamás.
—Pero creo que me gustaría conocerlo.
Thorne se agarró al muro de piedra como si se encontrara en el borde de un precipicio.
—Tal vez podríamos… —empezó a decir ella.
—No. No podríamos.
—No me ha dejado terminar.
—No es necesario. Sea cual sea su sugerencia, no va a ocurrir. —Se apartó de la cerca y se aproximó a su caballo para soltarlo.
—Tarde o temprano tendrá que hablar conmigo. Al fin y al cabo, vivimos en el mismo pueblecito.
—Por poco tiempo.
—¿A qué se refiere?
—Me marcho de Cala Espinada.
—¿Cómo? —Kate se detuvo—. ¿Cuándo?
—Dentro de un mes. —Un mes demasiado tarde, por lo visto.
—¿Lo asignan a otro lugar?
—Abandono el ejército. E Inglaterra. Es lo que he ido a hacer hoy a Hastings. He reservado un pasaje a América a bordo de un barco mercante.
—No. —Se puso las manos sobre el regazo—. A América.
—La guerra ha llegado a su fin. Lord Rycliff me está ayudando para que pueda licenciarme con honor. Me gustaría poseer algunas tierras.
La joven se movió como si quisiera descender del muro. En un acto reflejo, Thorne la agarró por la cintura y la bajó lentamente hasta dejarla en el suelo.
Una vez allí, no mostró interés alguno por soltarse de las manos de él.
—Pero si acabamos de empezar a conocernos —le dijo.
Ay, no. Aquello terminaba allí y ahora. Ella no lo deseaba de verdad. Estaba agitada por lo acontecido ese día y se aferraba a la única alma que tenía a su alcance.
—Señorita Taylor, nos hemos besado. Ha sido un beso. Ha sido un error. Y no volverá a suceder.
—¿Está usted seguro? —Le rodeó el cuello con los brazos.
Thorne se quedó paralizado, asombrado por la intención que leía en los ojos de ella.
Dios misericordioso. Pretendía besarlo.
Supo con precisión el momento exacto en que se atrevió a hacerlo. Su mirada se clavó en los labios de él y Thorne la oyó inspirar una bocanada de aire. La joven se estiró y, cuando sus labios se acercaron a los suyos, el militar se maravilló ante la seguridad con que ella obedecía su instinto y no daba media vuelta.
Cerró los ojos. Él también podría haberlos cerrado, pero no.
Debía ver lo que estaba a punto de suceder.
La joven colocó sus labios sobre los de él en el instante preciso en que decaían los últimos rayos de sol. Y el mundo se convirtió en un lugar que Thorne no reconocía.
Qué bien olía. No era un olor tan solo agradable, sino bueno. Puro. Los ligeros toques a trébol y a cítrico eran la esencia de algo limpio. Aquel aroma lo bañó por completo. Casi se atrevía a imaginar que nunca le había mentido a nadie, nunca había robado nada, nunca había temblado en la cárcel. Que nunca había partido hacia una batalla, nunca había sangrado. Que nunca había matado a cuatro hombres a una distancia tan inexistente que todavía era capaz de recordar el color de sus ojos. Marrones, azules, azules otra vez y verdes.
«Es un error».
Un oscuro gruñido rugió en su pecho. Sus manos seguían fijas en la cintura de ella, pero separó los dedos.
Sus pulgares ascendieron y pasaron de una costilla a otra hasta acariciar la suave parte inferior de los pechos de ella. Con el meñique de ambas manos, rozaba la costura de la cintura. Había extendido las manos hasta los límites posibles. Era lo máximo de ella que iba a poder abarcar.
Tuvo que hacer acopio de todo su valor para apartarla de sí.
Cuando se separaron, la joven lo miró a los ojos. Expectante.
—No debería haber hecho eso —le dijo él.
—Quería hacerlo. ¿Me convierte en una libertina?
—No. La convierte en una boba. Las jóvenes como usted no pasan tiempo con los hombres como yo.
—¿Con los hombres como usted? ¿Se refiere a la clase de hombres que rescatan de la calle a damiselas desamparadas y que llevan cachorros en sus bolsas? —Burlona, se echó a temblar—. Dios me libre de tratar con hombres como usted.
Una tímida sonrisa se asomó a la comisura de sus labios. Thorne quería devorarla. Rodearla con los brazos y enseñarle las consecuencias de provocar a una bestia a duras penas civilizada y embargada por la lujuria.
Sin embargo, salvar a aquella muchacha era la única acción decente que había llevado a cabo en toda su vida. Diecinueve años atrás, había vendido las últimas migajas de su propia inocencia para comprar la de ella. De ninguna de las maneras pensaba arruinarla ahora.
Con un gesto firme, desató los brazos de ella, que le rodeaban el cuello. Le sujetó las muñecas con las manos tensas como grilletes.
Kate soltó un grito.
—Tenga cuidado, señorita Taylor. Asumo la responsabilidad del beso. Ha sido un descaro y un error por mi parte. He dejado que un impulso carnal me distrajera de mi deber. Pero, si imagina algún sentimiento de ternura en mí, es tan solo eso: una imaginación.
—Me está asustando. —Retorció las manos para intentar liberarse.
—Bien —respondió con gravedad—. Debería estar asustada. He matado a más hombres de los que podría usted besar a lo largo de su vida. No quiere involucrarse conmigo y yo no siento absolutamente nada por usted. —Le soltó las muñecas—. No tengo nada más que decir.
***
No tenía nada más que decir.
Kate deseaba no tener nada más que soportar.
Por desgracia para ella, le quedaban otras dos horas a galope durante las cuales tendría que apoyarse, mortificada, en el pecho de él y saborear su completa humillación. Qué día tan tan horrible.
No estaba acostumbrada a montar a caballo. A medida que se sucedían las millas recorridas, sus músculos comenzaron a contraerse. Le dolía el trasero como si se lo hubieran azotado. Y el orgullo… Ah, el orgullo le escocía a rabiar.
¿Qué le pasaba a aquel hombre? La besaba, le decía que la deseaba y ¿después la rechazaba sin piedad alguna? Después de haber soportado que la tratara de forma tan distante durante todo un año, debería haberlo supuesto. Pero ese día había creído que tal vez hubiera encontrado el lado emocional escondido de él. Había creído que tal vez aquel animal fiero contaba con un punto débil, cierta ternura hacia ella. No se había podido resistir a hurgar en su interior.
Pero él le había apartado los dedos de un manotazo.
Qué vergüenza. ¿Cómo había interpretado tan erróneamente las intenciones de él? Tendría que haber declinado su propuesta de llevarla a casa y haberse pasado la noche cantando por las calles de Hastings para ganarse algún que otro penique. Habría sido menos degradante.
«No siento absolutamente nada por usted».
Lo único que la consolaba era que el cabo se marcharía de Cala Espinada al cabo de unas pocas semanas, y que jamás tendría que volver a hablar con él.
Borrarlo de su mente sería una tarea más ardua. Por más años que viviera, aquel hombre siempre sería su primer beso. O, lo que era peor aún, su único beso.
Maldito ogro cruel y provocador.
Al final llegaron a unos recodos del camino que le resultaron familiares. Las luces ámbar diseminadas por el pueblo aparecían en el horizonte, justo debajo de las estrellas plateadas.
Kate se rio de sí misma en silencio. Había partido del pueblo a primera hora de la mañana con el corazón lleno de esperanzas y sueños vanos. Regresaba por la noche con dolor en la espalda por culpa de seis tipos diferentes de humillación y con un perro mestizo en los brazos.
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