Tessa Dare - Una dama a medianoche

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Una dama a medianoche: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras pasarse años sola, Kate Taylor por fin siente que tiene una familia: el pueblo de Cala Espinada. Sin embargo, nunca ha dejado de soñar con el amor, sobre todo cuando está cerca del cabo Thorne. El comandante de la milicia local es tan frío y duro como arrebatadoramente atractivo. Cuando unos misteriosos desconocidos se presentan buscando a Kate, reclamándola como parte de su aristócrata estirpe, Thorne da un paso al frente y asegura ser su prometido. Afirma que solo piensa en proteger a Kate, pero entonces ¿por qué la besa con tanto deseo? Para que el compromiso entre los dos sea creíble, Thorne va a tener que encerrar las cálidas sonrisas de Kate en su marchito corazón. Y esa es la batalla más dura a la que se ha enfrentado nunca un guerrero tan feroz como él… y la primera que parece destinado a perder.

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—Supongo que es en parte muchas cosas, ¿verdad que sí? Qué cosa tan bonita.

Kate alzó el perro con ambas manos y lo miró con el hocico apoyado en su nariz mientras arrugaba los labios para proferir un suave gorjeo. El animal le lamió la cara.

«Chucho afortunado».

—¿El malvado cabo Thorne te ha metido en un morral oscuro y mugriento? —Le dio un meneo juguetón al perrito—. Te gusta mucho más estar aquí fuera conmigo, ¿a que sí? Pues claro que sí.

El animal dio un débil ladrido. Kate se echó a reír y se lo llevó hasta el pecho, con la cabeza apoyada en el cuello peludo.

—Eres perfecto —la oyó susurrar—. Eres justamente lo que necesitaba hoy. —Acarició el pelaje del perro—. Gracias.

Thorne notó una punzada en el pecho. Como si un nudo oxidado se hubiera soltado. Era lo que solía hacer aquella muchacha, era como lo hacía sentirse. Siempre había sido así, desde hacía ya muchos años. Al parecer, aquella época tan lejana en el tiempo quedaba fuera del alcance de sus primeros recuerdos. Por suerte para ella.

Pero Thorne se acordaba. Se acordaba de todo.

—Será mejor que nos pongamos en marcha. —Carraspeó—. Ya casi habrá oscurecido cuando hayamos llegado a Cala Espinada.

—Pero ¿cómo? —Kate desvió la atención del animal y miró a Thorne con ojos curiosos.

—Montarán conmigo. El perro y usted. La ayudaré a sentarse en mi silla. Usted llevará al perro.

Como si quisiera consultar a todas las partes implicadas, Kate observó al caballo. Acto seguido, al perro. Por último, levantó la vista hacia Thorne.

—¿Está seguro de que cabremos?

—Un tanto justos, pero sí.

La muchacha se mordió el labio, insegura.

Su resistencia instintiva al plan que le proponía era simple. Y comprensible. Thorne tampoco se moría por llevar a cabo aquella idea. ¿Tres horas a horcajadas sobre un caballo con la señorita Kate Taylor enclavada entre sus muslos? Una tortura de las más dolorosas. Pero no se le ocurría una mejor manera de llevarla sana y salva hasta casa.

Podría con ello. Si había permanecido un año en el mismo pueblecito que ella, podría soportar estar cerca de ella unas cuantas horas.

—No pienso dejarla aquí —insistió—. Tendrá que ser así.

Los labios de Kate esbozaron una divertida y tímida sonrisa. Verla resultaba reconfortante, así como devastador.

—Si me lo dice así, me es imposible negarme.

«Por el amor de Dios, no digas eso».

—Gracias —añadió. Y le acarició la manga con suavidad.

«Por tu propio bien, no hagas eso».

Thorne se apartó de su caricia y ella pareció dolida. A él le apetecía tranquilizarla, pero no se atrevía a intentarlo.

—Ocúpese del perro —le dijo.

Thorne la ayudó a sentarse en la silla impulsándola desde la rodilla, no desde el muslo, que habría sido mucho más útil. Él montó sobre el caballo, agarró las riendas con una mano y pasó el otro brazo alrededor de la cintura de la joven. En cuanto le indicó al animal que comenzara a trotar, la notó contra su cuerpo, suave y cálida. Sus muslos soportaban los de ella.

Su pelo olía a trébol y a limón. Aquel aroma embargó todos los sentidos de Thorne antes de que pudiera evitarlo. «Maldición, maldición». Podría convencerla para que dejara de hablarle, de tocarlo. Podría lograr que se distrajera con el perro. Pero ¿cómo iba a evitar que tuviera el cuerpo de una mujer y que oliera igual que el paraíso?

Atrás quedaban las peleas, los azotes, los años pasados en la cárcel…

Thorne sabía, sin asomo de duda, que las próximas tres horas serían el castigo más severo que hubiera experimentado nunca.

Capítulo tres

Durante la primera hora que pasaron a caballo, ocurrió lo más extraño del mundo. Ante los ojos de Kate, el cabo Thorne se transformó en un hombre completamente distinto.

En un hombre atractivo.

La primera vez que se atrevió a mirarlo, a dejar que sus ojos emprendieran el lento ascenso desde el regazo hasta el rostro, se le antojó tan recio e intimidante como siempre. Los rasgos de su cara estaban iluminados con el implacable sol de media tarde. Y Kate se encogió.

Pero entonces, después de haber recorrido varias yardas del camino, volvió a levantar la vista cuando pasaron cerca de una hilera de árboles. Esta vez lo vio de perfil, sus rasgos abrazados por las sombras. Le pareció… no tan imponente, sino protector. Fuerte.

El muro de músculos cálidos que se apoyaba en su espalda no hacía más que reforzar aquella impresión. Así como el brazo gigantesco que le rodeaba la cintura y la facilidad con que guiaba al caballo. Nada de gritos ni de golpes con la fusta: se limitaba a darle suaves golpecitos con los talones y a pronunciar alguna que otra palabra en voz queda. Aquellas palabras temblaban sobre los huesos de Kate como si fueran notas de un violonchelo, pues cada una de ellas provocaba un grave y excitante canturreo que le nacía en la base de la columna.

Cerró los ojos. Las voces graves la acariciaban en las profundidades de su cuerpo.

A partir de ese instante, mantuvo la mirada tercamente clavada en el camino que se abría ante ellos. Sin embargo, la imagen mental que tenía de Thorne siguió cambiando. En su cabeza había pasado de ser un hombre obstinado e intimidante a resultar protector y fuerte y…

Atractivo.

Loca, improbable y ofensivamente atractivo.

No, no. No podía ser. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Kate era consciente de que muchas de las trabajadoras de Cala Espinada suspiraban por el cabo Thorne, pero nunca había entendido el porqué. Los rasgos del militar no despertaban ninguna emoción en ella, probablemente porque siempre echaba mano de ellos para fruncir el ceño o para fulminarla con la mirada. En aquellas raras ocasiones en que la miraba, por supuesto.

Al cabo de otras tantas millas, el cachorro se quedó dormido en sus brazos. Kate había repasado los numerosos y desagradables encuentros que había mantenido con aquel hombre y logró afianzar en su cabeza la idea de que no lo encontraba atractivo.

«Una última mirada», se dijo…, solo para confirmarlo.

Cuando volvió la cabeza, sin embargo, sucedió lo peor.

Lo vio mirándola fijamente.

Los ojos de ella se clavaron en los de él. El azul penetrante de los del cabo invadían todo su ser. Para su gran desgracia, Kate soltó un suspiro. Y, acto seguido, se apresuró a mirar hacia otra parte, la que fuera.

Demasiado tarde.

Los rasgos de Thorne estaban grabados a fuego en su mente. En cuanto cerraba los ojos, era como si alguien le hubiera pintado los párpados por dentro con aquel azul tan intenso y subyugador. Ahora se le ocurría que tal vez se tratara del hombre más atractivo que hubiera visto nunca, una valoración que no se basaba en ningún argumento racional. En ninguno.

Kate se dio cuenta de que tenía un grave problema.

Estaba locamente enamorada. O un tanto loca. Probablemente, ambas cosas.

Más que nada, estaba abatida. Su corazón palpitaba a un ritmo histérico y, tan cerca como estaban sobre la silla, sabía que él lo notaba. Por el amor de Dios, si incluso debía de oírlo. Los latidos acelerados y balbuceantes confesaban todos sus secretos. Resultaba tan revelador como si se hubiera erguido y hubiera exclamado: «Soy una estúpida que está confundida y falta de cariño, y que no se ha encontrado jamás tan cerca de un hombre».

Desesperada por dejar cierto espacio entre ambos, enderezó la espalda y se inclinó hacia delante.

En ese momento, el caballo se adentró en un surco y Kate se vio peligrosamente impulsada hacia un lado. Experimentó la breve e impotente sensación de caer al vacío.

Y, entonces, con la misma celeridad, sintió que la sujetaban.

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