Tessa Dare - Una dama a medianoche

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Una dama a medianoche: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras pasarse años sola, Kate Taylor por fin siente que tiene una familia: el pueblo de Cala Espinada. Sin embargo, nunca ha dejado de soñar con el amor, sobre todo cuando está cerca del cabo Thorne. El comandante de la milicia local es tan frío y duro como arrebatadoramente atractivo. Cuando unos misteriosos desconocidos se presentan buscando a Kate, reclamándola como parte de su aristócrata estirpe, Thorne da un paso al frente y asegura ser su prometido. Afirma que solo piensa en proteger a Kate, pero entonces ¿por qué la besa con tanto deseo? Para que el compromiso entre los dos sea creíble, Thorne va a tener que encerrar las cálidas sonrisas de Kate en su marchito corazón. Y esa es la batalla más dura a la que se ha enfrentado nunca un guerrero tan feroz como él… y la primera que parece destinado a perder.

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—No. No se ha estremecido.

—Sí —asintió la señorita Elliott—. Ha sido horrible.

Kate se cansó. Que él ignorara a sus alumnas era una cosa. Que hiciera una mueca, otra. Pero no había ninguna justificación para un estremecimiento. Un estremecimiento pasaba de castaño oscuro.

—Voy a hablar con él —dijo Kate mientras se levantaba de la banqueta del piano.

—Ay, no. Se lo suplico.

—No pasa nada —le aseguró—. No me da miedo. Puede que sea tosco, pero creo que no muerde.

Kate atravesó el establecimiento y se detuvo justo al lado del hombro del cabo Thorne. Estuvo a punto de hacer acopio del valor necesario para darle un golpecito en la hombrera borlada de la casaca rojiza del uniforme militar.

A punto.

Al final, se aclaró la garganta.

—¿Cabo Thorne?

Él se giró.

En su vida había visto a un hombre con una expresión más dura. Su rostro era de piedra, formado por ángulos implacables y cincelados, y rasgos inflexibles. Un terreno inhóspito que no ofrecía a Kate cobijo ni escondite alguno. Su boca formaba una línea recta. Sus cejas oscuras se unían en un gesto reprobatorio. Y sus ojos… Sus ojos eran del azul de un río helado en la noche más fría y rigurosa del invierno.

«Alza la barbilla. Sonríe».

—Como debe de haber visto —dijo con ligereza—, estoy en medio de una clase de música.

Sin respuesta.

—Verá, la señorita Elliott se pone nerviosa al actuar delante de desconocidos.

—Quiere que me marche.

—No. —La respuesta de Kate la sorprendió incluso a ella—. No, no quiero que se marche.

Eso sería dejarlo ir con demasiada facilidad. Él siempre se iba. Sus ocasionales interacciones se habían limitado a eso. Kate hizo acopio de valentía y procuró desprender amabilidad. Thorne siempre encontraba una excusa para abandonar el local de inmediato. Era un juego ridículo y Kate estaba harta de él.

—No le pido que se marche —insistió—. La señorita Elliott necesita practicar. Ella y yo vamos a hacer un dueto. Le invito a que nos preste su atención.

El soldado se la quedó mirando.

Kate estaba acostumbrada a los contactos visuales extraños. Siempre que conocía a alguien nuevo, era consciente, a su pesar, de que la gente solamente veía la marca de un feroz color burdeos que tenía en la sien. Se había pasado muchos años escondiendo su marca de nacimiento con sombreros de ala ancha o con rizos peinados con esmero, siempre en vano. La gente veía más allá de los complementos y los bucles. Kate había aprendido a ignorar el dolor inicial. Con el tiempo, a los ojos de los demás, dejó de ser tan solo una marca de nacimiento para pasar a ser una mujer con una marca de nacimiento. Y al final los demás la observaban y solo veían a Kate.

La mirada del cabo Thorne era completamente distinta. Kate no sabía qué pensaba de ella. La incertidumbre la colocaba en el filo del precipicio, pero no dejó de intentar mantener el equilibrio.

—Quédese —lo retó—. Quédese y escuche mientras tocamos para usted lo mejor que sabemos. Aplauda cuando terminemos. Golpee el suelo según el ritmo de la música si lo desea. Dele a la señorita Elliott un poco de ánimo. Demuestre que cuenta con una pizca de empatía y déjeme patidifusa.

Pasaron eones hasta que Thorne, al fin, respondió de forma sucinta y áspera.

—Me marcho.

Se levantó y lanzó una moneda sobre la barra. Acto seguido, salió de la taberna sin mirar atrás.

Cuando la puerta pintada de rojo se cerró sobre sus engrasados goznes, burlándose así de ella con un portazo, Kate meneó la cabeza. Aquel hombre era imposible.

Sentada al piano, la señorita Elliott retomó un arpeggio .

—Supongo que ahora tenemos un problema menos —dijo Kate intentando ver, como siempre, el lado positivo. Absolutamente todas las situaciones lo tenían.

El señor Fosbury, el propietario de mediana edad de la taberna, hizo acto de presencia para limpiar la jarra de Thorne. Deslizó una taza de té en dirección a Kate. Una delgadísima rodaja de limón flotaba en el medio, y el aroma del brandi la rodeó con una columnilla de vapor. Se calentó por dentro antes siquiera de darle un sorbo. Los Fosbury la trataban muy bien.

Aun así, no sustituían a una verdadera familia. Para encontrarla iba a tener que seguir buscando. Y pensaba seguir buscando, ajena al número de puertas que se cerraran delante de sus narices.

—Espero que no deje que le afecten los modales groseros de Thorne, señorita Taylor.

—¿Quién?, ¿yo? —Se obligó a soltar una breve carcajada—. Ah, no soy tan sensible. ¿Por qué iban a afectarme las palabras de un hombre despiadado? —Pasó un dedo por el borde de la taza de té, pensativa—. Pero le pediría que me hiciera un favor, señor Fosbury.

—Lo que usted quiera, señorita Taylor.

—La próxima vez que sienta la tentación de tenderle una rama de olivo al cabo Thorne… —Arqueó una ceja y le dedicó una sonrisa juguetona—. Recuérdeme que me limite a golpearlo con la rama en la cabeza.

Capítulo dos

—¿Más té, señorita Taylor?

—No, gracias. —Kate le dio un sorbo a la suave infusión de la taza y reprimió una mueca. Se habían utilizado las mismas hojas por lo menos tres veces ya. Era como si les hubieran arrebatado el último vago recuerdo que tuvieran de haber sido té.

Supuso que era lo apropiado. Los recuerdos vagos estaban a la orden del día.

La señorita Paringham dejó la tetera.

—¿Dónde dices que vives?

—En Cala Espinada, señorita Paringham. —Kate sonrió a la mujer de pelo cano sentada en la silla de enfrente—. Es un célebre pueblo de vacaciones para muchachas jóvenes educadas con esmero. Me dedico a dar clases de música.

—Me alegra comprobar que tus estudios te proporcionan ingresos honestos. Es más de lo que habría podido esperar una mujer con tan poca suerte como tú.

—Sin duda. Soy muy afortunada.

Mientras dejaba a un lado el «té», Kate miró furtivamente el reloj de la repisa de la chimenea. El tiempo se le iba acabando. Detestaba perder valiosísimos minutos con lugares comunes cuando había preguntas que le quemaban la punta de la lengua. Actuar con brusquedad, sin embargo, no la ayudaría a conseguir ninguna respuesta.

Tenía un paquete envuelto en el regazo, y jugueteó con el lazo.

—Me sorprendió mucho saber que se había instalado aquí. Imagínese: mi antigua profesora, jubilada a pocas horas a caballo. No podía resistir la tentación de visitarla para evocar aquella época. Tengo muy gratos recuerdos de los años que pasé en Margate.

—No me digas. —La señorita Paringham arqueó una ceja.

—Así es. —Hurgó en su mente para dar con algún ejemplo—. En particular, echo de menos aquella sopa tan… nutritiva. Y los habituales oficios religiosos. Hoy en día cuesta encontrar dos horas enteras para leer sermones.

En lo que a niños huérfanos se refiere, Kate sabía que había sido más feliz que la mayoría. La atmósfera de la Escuela Margate para Chicas tal vez fuera austera, pero no le habían pegado, dejado sin comer ni sin vestir. Entabló amistades y recibió una educación útil. Y lo más importante de todo fue que le habían enseñado música y la habían animado a practicar.

Ciertamente, no podía quejarse. Margate había cubierto todas sus necesidades, salvo una.

El amor.

En todos los años que pasó en esa institución, no llegó a conocer el amor auténtico. Tan solo una pálida dilución del amor, reaprovechada en tres ocasiones, como el té. Otra muchacha se habría convertido en una mujer resentida. Kate, en cambio, no estaba hecha para sentir tristeza. Aunque su mente fuera incapaz de recordarlo, su corazón sí que rememoraba una época anterior a Margate. En cada uno de sus latidos resonaba un lejano recuerdo de felicidad.

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