Tessa Dare - Una dama a medianoche

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Una dama a medianoche: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras pasarse años sola, Kate Taylor por fin siente que tiene una familia: el pueblo de Cala Espinada. Sin embargo, nunca ha dejado de soñar con el amor, sobre todo cuando está cerca del cabo Thorne. El comandante de la milicia local es tan frío y duro como arrebatadoramente atractivo. Cuando unos misteriosos desconocidos se presentan buscando a Kate, reclamándola como parte de su aristócrata estirpe, Thorne da un paso al frente y asegura ser su prometido. Afirma que solo piensa en proteger a Kate, pero entonces ¿por qué la besa con tanto deseo? Para que el compromiso entre los dos sea creíble, Thorne va a tener que encerrar las cálidas sonrisas de Kate en su marchito corazón. Y esa es la batalla más dura a la que se ha enfrentado nunca un guerrero tan feroz como él… y la primera que parece destinado a perder.

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—¡Muchacha impertinente!

La anciana movió el bastón y golpeó a Kate detrás de la rodilla.

Kate trastabilló y se agarró al marco de la puerta del salón.

—Me ha golpeado. No me puedo creer que acabe de golpearme.

—Debería haberte pegado hace años. Así puede que te hubiera borrado la sonrisa de la cara.

Kate se había herido el hombro con la jamba de la puerta. La punzada de humillación era mucho más intensa que el dolor físico. Una parte de ella quería hacerse un ovillo en el suelo, pero sabía que debía abandonar aquel lugar. Más aún, debía abandonar aquella conversación. La horrible e impensable posibilidad de que la vida la hubiera dejado marcada por la vergüenza de su nacimiento.

—Que tenga un buen día, señorita Paringham. —Apoyó el peso de su cuerpo en la rodilla dolorida y respiró hondo. La puerta principal estaba a unos pocos pasos de ella.

—Nadie te quería. —La voz de la anciana desprendía veneno—. Nadie te quería entonces. ¿Quién diablos te va a querer ahora?

«Alguien», insistía el corazón de Kate. «Alguien, en algún lugar».

—Nadie. —La maldad torció el gesto de la anciana, que volvió a atizar con el bastón.

Kate oyó el golpe seco contra la jamba de la puerta, pero en ese momento ya abría el cerrojo de la entrada de la casa. Se recogió las faldas y salió a la calle adoquinada a toda prisa. Las suelas de sus botas de tacón bajo estaban desgastadas, y resbaló y trastabilló mientras corría. Las calles de Hastings eran estrechas y curvas, flanqueadas por tiendas y posadas atestadas. Era imposible de todo punto que aquella mujer malencarada la hubiera seguido.

Aun sí, Kate no paraba de correr.

Corría sin apenas prestar atención a la dirección que tomaba, solo le importaba alejarse. Si seguía corriendo lo bastante rápido, quizá la verdad no la alcanzaría nunca.

En cuanto dobló hacia las caballerizas, el retumbante tañido de la campana de una iglesia le llenó el estómago de terror.

Uno, dos, tres, cuatro…

«No, no. Detente. No vuelvas a repicar».

Cinco.

Le dio un vuelco el corazón. El reloj de la señorita Paringham debía de estar atrasado. Llegaba demasiado tarde. El carruaje ya habría partido sin ella. No saldría otro hasta la mañana.

El verano había alargado la luz del sol al máximo, pero al cabo de unas pocas horas se haría de noche. Había gastado casi todos sus fondos en la tienda de música y solamente tenía el dinero suficiente para el trayecto de regreso a Cala Espinada… No le quedaba ninguna moneda extra para dormir en una posada ni para cenar.

Kate se detuvo en la calle abarrotada. La gente la empujaba y avanzaba en tropel desde todos los lados. Pero ella no conocía a nadie allí. Nadie la ayudaría. La desesperación reptó por sus venas, gélida y oscura.

Sus peores temores se habían materializado. Estaba sola. No solo esa noche, sino siempre. Su propia familia la había abandonado años atrás. Nadie la quería ahora. Moriría sola. Viviría en el estrecho piso de una pensionista como el de la señorita Paringham, bebiendo hojas de té hervidas tres veces y masticando su propia amargura.

«Sé valiente, Katie de mi corazón».

Desde que tenía uso de razón se había aferrado al recuerdo de aquellas palabras. Se había agarrado con fuerza a la creencia de que significaban que alguien, en algún lugar, se preocupó por ella. No iba a permitir que aquella voz se acallase. Esa clase de pánico no encajaba con su forma de ser y no le haría ningún bien.

Cerró los ojos, respiró hondo e hizo un repaso mental. Contaba con su inteligencia. Contaba con su talento. Contaba con un cuerpo joven y saludable. Nadie iba a arrebatarle nada de eso. Ni siquiera aquella bruja cruel y marchita con su bastón y su té aguado.

Tenía que haber alguna solución. ¿Poseía algo que pudiera vender? Su vestido de muselina rosa era muy elegante —un regalo cosido a mano por una de sus alumnas, adornado con cintas y lazos—, pero no podía vender su ropa y quedarse sin nada. Había dejado su mejor sombrero en casa de la señorita Paringham, aunque prefería acabar durmiendo en la calle que volver a por él.

Si el verano anterior no se la hubiera cortado tanto, tal vez habría intentado vender su cabellera. Pero ahora los bucles a duras penas le cubrían más allá de los hombros, y eran de un color castaño común y corriente. Ningún peluquero iba a quererlos.

La tienda de música resultaba su mejor opción. Si le contaba su aprieto y se lo pedía con mucha amabilidad, quizá el propietario aceptara que le devolviera las partituras y le reembolsaría el dinero. Con eso le bastaría para alojarse en una habitación de una posada bastante respetable. Estar sola nunca era aconsejable, y ni siquiera llevaba su revólver, pero podría atrancar la puerta con una silla y pasar la noche en vela, agarrada a un hurgón de la chimenea y con la voz más que lista para chillar.

Al fin. Ya tenía un plan.

En cuanto empezó a cruzar la calle, un codazo le hizo perder el equilibrio.

—Eh —exclamó esa persona—. Vaya con cuidado, señorita.

Kate se dio la vuelta para disculparse. El cordel del paquete se rompió. Varias hojas echaron a volar y planearon en plena tarde ventosa de verano, como si de una bandada de palomas asustadas se tratara.

—No, no, no. Las partituras.

Empezó a mover los brazos en todas las direcciones. Unas cuantas páginas desaparecieron calle abajo, otras cayeron sobre el adoquinado y enseguida fueron pisoteadas por los transeúntes. El grueso del paquete aterrizó en el centro de la calzada, envuelto todavía en papel marrón.

Se precipitó a recuperarlo, desesperada por salvar la mayor parte posible.

—¡Cuidado! —gritó un hombre.

Las ruedas de un carruaje chirriaron. En algún punto, demasiado cerca de ella, un caballo corcoveó y relinchó. Kate levantó la vista desde su posición agachada en la calle y vio moverse dos cascos con herraduras, grandes como los platos de una cena, dispuestos a aplastarla.

Una mujer chilló.

Kate se lanzó al suelo de costado. Los cascos del caballo se clavaron justo a su izquierda. Con el siseo de las ruedas al frenar, el carruaje se detuvo a pocos dedos de destrozarle la pierna.

El paquete de partituras yacía a varias yardas de distancia. Su «plan» se había convertido en un borrón manchado de barro y atropellado por las ruedas.

—Por todos los demonios —maldijo el conductor desde el asiento mientras blandía las riendas—. Una bruja, eso es lo que eres. Has estado a punto de hacerme volcar.

—Lo… lo siento, señor. Ha sido un accidente.

El hombre hizo restallar el látigo contra los adoquines de la calle.

—Apártate de mi camino. Eres una…

Cuando levantó el látigo para asestar otro golpe, Kate se encogió y se agachó.

No hubo ningún impacto.

Un hombre se había colocado entre ella y el carruaje.

—Vuelve a amenazarla —lo oyó advertir al conductor con una voz grave e inhumana— y arrancaré a latigazos la carne que cubre tus lamentables huesos.

Qué palabras tan estremecedoras. Pero efectivas. El carruaje reanudó la marcha y se alejó.

A medida que unos brazos fuertes la ayudaban a ponerse en pie, la mirada de Kate ascendió una auténtica montaña humana. Vio unas botas negras y pulidas. Bombachos beis sobre unos muslos de granito. La inconfundible casaca de lana roja de un oficial.

Le dio un vuelco el corazón. Esa casaca la conocía bien. Probablemente ella misma había cosido los botones de latón de los puños. Era el uniforme de la milicia de Cala Espinada. Se encontraba entre brazos conocidos. Estaba a salvo. Y cuando levantó la cabeza, estaba convencida de que encontraría un rostro amigable, a no ser que…

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