—¿Señorita Taylor?
A no ser que…
A no ser que fuera él.
—Cabo Thorne —susurró.
En cualquier otro día, Kate se habría reído ante la ironía de la situación. De entre todos los hombres que podrían rescatarla, tenía que ser él.
—Señorita Taylor, ¿qué diablos está haciendo aquí?
Al oír aquella voz tan dura, todos los músculos de ella se tensaron.
—He… he venido al pueblo a comprar partituras nuevas para la señorita Elliott y a… —No se atrevía a mencionar la visita a la señorita Paringham—. Pero se me ha caído el paquete y ahora he perdido el carruaje de vuelta. Qué boba soy.
«Boba, estúpida, marcada por la vergüenza y no deseada».
—Y ahora me he quedado atrapada, me temo. Si hubiera traído algo más de dinero, me podría permitir una habitación para pasar la noche, y volvería a Cala Espinada por la mañana.
—¿No tiene dinero?
Kate se giró, incapaz de soportar la reprimenda que desprendían los ojos del militar.
—¿En qué estaba pensando al viajar tan lejos usted sola?
—No tenía elección. —Se le quebró la voz—. Estoy completamente sola.
—Estoy aquí. —Thorne le apretó los brazos con más fuerza—. Ahora no está sola.
Las palabras no sonaron poéticas. Más bien se trataba de una observación objetiva. A duras penas compartían el mismo vocabulario en lo que a amabilidad se refería. Si la comodidad más absoluta fuera una hogaza de pan integral y nutritivo, lo que le ofrecía el cabo se limitaba a unas cuantas migajas.
Tanto daba. Tanto daba. Era una muchacha que se moría de hambre y no tenía la dignidad de rechazarlo.
—Lo siento mucho —consiguió decir reprimiendo un sollozo—. Esto no le va a gustar.
Dicho esto, Kate se abandonó a aquel abrazo inmenso, rígido y reticente…, y se echó a llorar.
Maldita sea.
Había roto en llanto. Ahí mismo, en la calle, por el amor de Dios. Su bonito rostro, arruinado. La joven se inclinó hasta que su frente se apoyó en el pecho de él, y entonces profirió un sonoro y desgarrador sollozo.
Luego, un segundo. Y un tercero.
Su caballo se removía ansioso y Thorne compartía la inquietud del animal. Si tuviera que elegir entre ver llorar a la señorita Kate Taylor u ofrecerle el hígado a una bandada de aves carroñeras, habría sacado el cuchillo antes de que la primera lágrima rodara por la mejilla de ella.
Thorne chasqueó la lengua con suavidad, un gesto que sirvió para calmar un poco al caballo. Con la mujer no tuvo ningún efecto. Aquellos delgados hombros se convulsionaban a medida que lloraba contra su casaca. Las manos de él siguieron clavadas en sus brazos.
En un gesto desesperado, las movió hacia arriba. Y hacia abajo.
En vano.
«¿Qué ha ocurrido?», quería preguntarle. «¿Quién le ha hecho daño? ¿A quién debo desfigurar o matar por haberla afligido de esta manera?».
—Lo siento —dijo Kate al separarse de él al cabo de unos cuantos minutos.
—¿Por qué?
—Por llorar encima de usted. Por obligarlo a abrazarme. Debo de haberlo disgustado. —Recuperó el pañuelo que llevaba debajo de una de las mangas y se enjugó los ojos. Los tenía rojos, al igual que la nariz—. No quiero decir que no le guste abrazar a mujeres. En Cala Espinada todo el mundo sabe que le gustan las mujeres. He oído mucho más de lo que me gustaría acerca de su…
Palideció y dejó de hablar.
Menos mal.
Thorne tiró del caballo con una mano y colocó la otra en la espalda de la señorita Taylor para acompañarla a salir de la calzada. En cuanto llegaron a la acera, ató las riendas de su caballo en un poste y barrió la calle con la mirada, pues quería llevarla a un lugar cómodo. No había ningún sitio en que pudiera sentarse. Ningún banco, ninguna caja.
Y eso lo alteró más allá de los límites de la razón.
Sus ojos se clavaron en la taberna que se alzaba al cruzar la calle, el tipo de establecimiento en que él jamás la permitiría entrar, pero valoraba seriamente la posibilidad de acercarse a la otra acera, derribar de su asiento al primer borracho al que se encontrara y arrastrar la silla, ya libre, para ella. Una mujer no debía llorar de pie. No le parecía adecuado.
—¿Podría prestarme unos cuantos chelines, por favor? —le pidió Kate—. Buscaré una posada donde pasar la noche y prometo no volver a molestarlo más.
—Señorita Taylor, no puedo dejarle dinero para que pase la noche sola en una posada cualquiera. No es seguro.
—No tengo más alternativa que quedarme. Hasta mañana no sale otro carruaje hacia Cala Espinada.
—Si sabe montar a caballo —Thorne observó su semental—, le alquilaré uno.
—Nadie me ha enseñado a montar. —Negó con la cabeza.
Maldición. ¿Cómo iba a arreglar aquella situación? Disponía sin problemas del dinero necesario para alquilar otro caballo, pero no del suficiente para contratar una diligencia privada. Bien podría llevarla hasta una posada, pero de ninguna de las maneras consentiría dejarla sola.
Una peligrosa ocurrencia vino a visitarlo y se agarró a su mente con las zarpas.
Podría quedarse con ella.
No con intenciones sórdidas, se dijo. Solamente como su protector. Para empezar, le hallaría un condenado asiento donde descansar. Se aseguraría de que le proporcionaban comida, bebida y sábanas calientes. Se quedaría velándola en su sueño y comprobaría que nada la molestaba. Estaría a su lado cuando se despertara.
Después de tantos meses de frustrada añoranza, tal vez aquello bastaría.
«¿Bastaría? Y un cuerno».
—Santo cielo. —De repente, la muchacha dio un paso atrás.
—¿Qué sucede?
—Una parte de su cuerpo se está moviendo. —Bajó la mirada y tragó saliva, no sin dificultad.
—No, no es verdad. —Thorne hizo una rápida y silenciosa evaluación a todas sus pertenencias. Vio que estaba todo bajo control. De haber sido una ocasión diferente, una con menos lágrimas involucradas, ese grado de cercanía sin duda alguna habría despertado su deseo. Pero ese día la joven lo afectaba más bien en la parte superior de su torso. Le había creado tensos nudos en el interior y había golpeado las cenizas negras y humeantes que quedaban de su corazón.
—Es su morral. —Señaló la bolsa de piel que le cruzaba el pecho—. Está… agitándose.
Ah. Eso. Con tanta conmoción, casi se había olvidado del animalito.
Metió una mano en la bolsa y extrajo la fuente de tanto movimiento. La sostuvo en alto para que la viera.
—Tan solo es esto.
Y, de pronto, todo cambió. Fue como si el mundo se hubiera detenido por completo y se hubiera inclinado en un nuevo ángulo. En menos tiempo de lo que tardaba el corazón de un hombre en latir, el rostro de la señorita Taylor se transformó. Las lágrimas habían desaparecido. Sus elegantes y llorosas cejas se arquearon por la sorpresa. Sus ojos renacieron con un destello; resplandecían, de hecho, como dos estrellas. Sus labios se separaron en un jadeo de emoción.
—Oh. —Se llevó una mano a la mejilla—. Si es un perrito…
Sonrió. Dios, cómo sonrió. Y todo por una bola nerviosa con hocico y pelo que era tan probable que se hiciera pis sobre sus zapatos como que los destrozara a dentelladas.
—¿Me permite? —Kate se inclinó hacia delante.
¿Cómo negarse? Thorne le colocó el cachorro en los brazos.
La joven lo meció y lo acunó como si se tratara de un bebé.
—¿De dónde has salido tú, preciosidad?
—De una granja cercana —respondió Thorne—. Pensaba llevarlo hasta el castillo. Necesitan un sabueso.
—¿Es un sabueso? —Kate ladeó la cabeza y se quedó mirando al cachorro.
—En parte.
Sus dedos recorrieron la mancha de color teja que el animalito tenía sobre el ojo derecho.
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