Jorge García Tanus - Los Hijos de Mil Budas

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Hamilton Garciarena Temis es un abogado medianamente próspero de la ciudad de Buenos Aires, que en su juventud había conocido las enseñanzas budistas del Sutra del Loto e ingresado a una de las organizaciones que las promueve, la Bukkyo Kai, un hecho que significó una gran contienda espiritual y la vida secular en el ámbito de la abogacía, lo que derivó en un profundo y dramático cambio de perspectiva hacia los valores religiosos en general, luego de veinticinco años de práctica y pertenencia a aquella membresía religiosa.

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Ahí fue cuando se sintió atormentado, sencillamente porque no sabía por cual aspecto de su vida comenzar.

Con mucha paciencia, su compañera lo alentó a que no tenía por qué tener una lista de asuntos y que naturalmente elija entre lo que más le preocupaba. Así que optó primero por desarrollar su paciencia.

Una de las cosas que más lo hacía sufrir era tener que mudarse seguido debido a la inestabilidad comercial y los problemas judiciales de su padre, ya que a la vez estaba separado de la madre de Hamilton.

Al poco tiempo de practicar su padre le pidió a su madre regresar, ya que no se sentía bien de salud.

Si bien la salud del padre era una nueva preocupación, ese suceso generó que vivan unos catorce años en un mismo departamento alquilado por el propio Hamilton con apenas veintidós años y comenzó a notar que su padre ya no estaba tan preocupado por la trama judicial que lo perseguía, debido a que debía prestar plena más atención a su salud.

Ya por 1992, Hamilton deseaba recibir su propio Mandala, pero se había dado otra circunstancia: había perdido contacto con su compañera de trabajo, debido a que ambos habían dejado de trabajar en la clínica.

El obstáculo que su amiga Magdalena había notado para que eso se concrete era que Hamilton no quería participar de ninguna reunión y menos si las mismas eran numerosas, lo que le contradecía cuando contaba que había ido a ver a Argentinos Juniors el pasado domingo. Esos argumentos Hamilton los retrucaba en que “el bicho” no tenía tanto público que digamos y además cuando había mucha gente él se las rebuscaba para ver el partido desde un lugar apartado.

No obstante y ya pasado un tiempo, una noche conoció a una chica muy joven, se quedaron hablando toda la noche, en un bar donde principalmente se bailaba salsa y otra especie de ritmos caribeños, que para Hamilton eran un suplicio, ya que el baile no era su fuerte.

Creía que era una especie de automerecimiento salir un poco luego de una semana de tanto trabajo y donde también comenzaba a cursar con más dedicación la carrera de abogacía.

Fue en esos tiempos que asistió al dictado de una materia muy importante de la carrera y la profesora había practicado el budismo dentro de la Bukkyo, pero había desistido de continuar porque no compartía una supuesta disputa que describía entre los dos grupos, y que a ella le parecía una absurda lucha de egos.

Hamilton consideraba a la profesora como una excelente docente y jurista y le inspiró mucho a continuar con su carrera, pero no llegaba a comprender ni la disputa en sí a la que se refería su profesora, ni por qué eso era motivo para abandonar una práctica tan positiva para la vida de la personas. En definitiva, no tenía mucha idea a qué disputa la profesora se refería.

Por nada del mundo iba a abandonar algo que por primera vez le daba cierto sentido a su vida, que por primera vez le brindaba la seguridad y protección de un sentido de pertenencia y que por primera vez le permitía mantener vínculos con numerosas personas, algo así como una mega familia.

Había mucho en juego en su propia existencia como para detenerse ahora entre una disputa entre dos grupos tan lejanos.

Casi sin darse cuenta, con los años terminó envuelto en medio de tal disputa, y rememoraba una y otra vez aquello que su profesora le había expresado a modo de advertencia aquel diligente alumno llamado Hamilton, que había conocido a la Bukkyo.

Por ese entonces, la obra de Takeru Yamamoto a la que él accedía cubría sus expectativas de vida y así fue como comenzó de modo natural a compartir la filosofía con los demás: amigos, compañeros de la facultad, familiares y allegados ya sabían que Hamilton practicaba el budismo y por eso sentía una especie de autorrealización.

Además, con el tiempo comenzó a notar que su fuerza vital se había incrementado. En su juventud antes de eso era preocupante que llegara tanto del colegio secundario como luego de sus primeros trabajos para recluirse en su habitación, para leer, escuchar música y dormir hasta la cena. Pasó de ser un joven sin expectativas ni incentivos a no parar de sumar proyectos.

De hecho, luego de vacilar entre la carrera a seguir, volvió a cursar materias de la carrera de abogacía, a la que había ingresado luego del curso básico y aprobar unas pocas materias, para concluirla desde 1993 hasta 1998 con un promedio y rendimiento más que aceptable como estudiante y siempre de menor a mayor.

Recibió un par de bochazos por exceso de confianza una vez y por querer dar en un examen libre (sin cursar la materia) para poder “sacársela de encima”, obstinado en un par de ocasiones e intentos.

Pero cursando sus notas eran en un principio aceptables y luego –al avanzar en su profesión y descubrir su pasión– eran más que buenas, llevándose la mejor nota (diez puntos) en cuatro ocasiones, luego de otros tantos nueves y ochos que pudieron ser otros dieces si hubiera tenido algo más de tiempo para leer. Ya que estaba convencido que en una carrera como la de Derecho eso lo más importante, si no lo único.

Aprendió eso de su buena profesora budista ex miembro de la Bukkyo, que decía en varias de sus clases:

—Para ser un gran abogado lo más importante es tener un gran manejo de las reglas de la lógica que nos brinda el “sentido común”... y si se domina el “sentido común” saber de derecho es mucho mejor, pero la lógica del sentido común es indispensable.

Hamilton se aburría con mucha facilidad, pero gracias a la práctica del budismo y la lectura de las guías del presidente Yamamoto comprendió que el aburrimiento se manifestaba cuando perdía el propósito de lo que estaba haciendo y no hay nada más aburrido que perder el propósito.

Así fue como comprendió que la fuerza del propósito y la pasión estaban absolutamente ligadas.

—No existen personas que tengan un propósito claro en la vida y carezcan de pasión por lo que hacen, precisamente en función de ese propósito. Ya que la pasión alimentaba al propósito y a la vez este nutriría a la pasión al emprenderlo.

Le gustaba repetirse eso a sí mismo y se lo comentaba con frecuencia a sus compañeros. Algunos lo miraban como un ser muy extraño, especialmente en el ámbito de la Facultad de Derecho, en donde muchos jóvenes estudiaban por mandato social o por tradición familiar. Hamilton no tenía nada que ver con esos orígenes.

La abogacía le apasionaba, principalmente porque era muy analítico y eso lo llevaba a estudiar la manera de resolver los conflictos de las personas y su propósito era ser el mejor abogado en ese aspecto.

Por eso también comenzó a gustarle mucho leer acerca de psicología y otras derivaciones como la astrología, cuestión que mantenía oculta, sobre todo en el ámbito de la Bukkyo y mucho más en el ámbito de la Facultad, ya que sería visto como un místico que se olvidó la túnica en la casa.

Algunos de sus compañeros de facultad elogiaban la contracción de Hamilton a resolver algunos planteos de difícil resolución de los profesores y no paraba hasta encontrar la solución.

Una de ellas era una rubia que simbolizaba como nadie las bondades de la década de los noventa de rostros soleados permanentes y ropa cara, sin saber que eso llamado destino la convertiría en su socia unos diez años más tarde.

Hamilton se aburría y perdía totalmente el interés con la misma facilidad con la que podía brillar. Y esa actitud lo retrasaba en sus estudios, después de expresar con un aviso de bostezo contenido si la clase no tenía el mínimo embate de atracción y adrenalina, para luego terminar en el hastío y dejar la materia en ascuas.

Describe esa característica un ejercicio que cierta vez propuso un profesor para destacar las virtudes del trabajo en equipo y que –de modo providencial para no incurrir en una tendencia que lo lleve al abandono de la cerrera– le hizo afrontar las materias desde otra perspectiva… sumado a que su práctica budista del mantra lo llevaría a buen puerto.

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