Con los años, mantuvimos nuestro alto nivel académico y una buena relación que se resintió cuando Iván (el mayor del grupo) le declaró su amor a Lourdes y ella lo rechazó. Curiosamente se arrimó a mi lado y yo con los brazos abiertos la recibí. Cómo yerba seca, nuestra relación prendió. Aunque sabíamos que teníamos que cuidarnos, pues nuestro deseo era obtener una beca para seguir estudiando un doctorado, desgraciadamente nos falló el método y, empezando el último año de la carrera, nos convertimos en papás.
Y así nomás fue, el 15 de marzo nació Rosa María, que nos llenó de felicidad. Al tercer mes nos dimos cuenta de que había algo raro en su desarrollo. Visitamos a un pediatra, luego a otro que nos solicitó múltiples exámenes. Conclusión: nuestra hija había nacido con una enfermedad degenerativa autoinmune. Nos sentimos destrozados, amargados, sin encontrar respuesta, la única posibilidad de salvación era suministrarle durante un buen tiempo una droga que era necesario importar a un costo mensual de cinco mil dólares.
Ni el servicio de salud ni la isapre ayudaban en lo económico, la enfermedad no estaba codificada. Yo había tomado dos ayudantías para parar la olla, pero el dinero que necesitábamos al mes era más de lo que ganaba en un año, sin considerar ningún gasto.
La situación resultaba apremiante, si no encontraba una solución nuestra hija moriría.
Pensé en muchas posibilidades, pero me concentré en los juegos de azar, donde nuestra capacidad matemática pudiera ser de ayuda. Descarté la hípica y la lotería, solo me quedaban los juegos en los casinos. Había leído que en la ruleta el crupier que tira la bola lo hace con una fuerza parecida, por lo que la bolita repite algunos números. Fui y llevé la estadística, no era así, era totalmente azaroso. Me cambié a la veintiuna real y fui capaz de memorizar cuantos monos salían, así en los últimos juegos del naipe podría deducir cuándo jugar; lo intenté, pero no siempre resultaba, ya que los jugadores a veces pedían con quince o se chantaban con trece. Descartado.
Mi última posibilidad fue la punta y banca o las chances simples de la ruleta. Observé, pensé y creé un método que podría resultar, pero necesitaba a mi equipo pues en algunos casos de perder requería de mayor capital para duplicar lo perdido.
Expliqué el método a mis amigos y partimos a un casino que está cerca de Santiago. Jugamos tímidos e inseguros, pero el sistema funcionó, ganamos medio millón que repartimos según lo convenido, el sesenta por ciento de las utilidades sería destinado a la compra del medicamento, el saldo se repartiría entre los amigos.
Asistíamos una vez a la semana, lo suficiente para obtener el dinero para la importación. Al tercer mes nos sentimos observados, entonces nos fuimos a otro casino. Mi felicidad era gigante cuando veía sonreír a mi hija, aunque fuese por pocos instantes, se llenaba de alegría mi corazón.
Pueden pensar que mi invento no es verdad, por ello les explico a ustedes y al mundo cómo funciona: Creé una serie que indica la forma de apostar: si uno apuesta siempre el doble más uno de lo que ha perdido siempre a la larga gana. Eso se logra con cualquier serie: 1, 2, 3, 4. Si se apuesta la suma de los extremos (1+4=5) $ 50.000 si se gana se borra la serie los números que ganaste (1 y 4,) se apuesta de nuevo la misma suma a los números que quedan (2 y 3 = 5). Si ganas perfecto, pero si pierdes, se pone en la serie el número perdido o sea el 5 y se vuelve apostar la suma de los extremos es decir (2 + 5 = 7) y así sucesivamente.
Cuando se logra cerrar la serie, o sea borrar todos los números, quiere decir que se ganó la suma de la serie (1+2+3+4) o sea $ 100.000 De esa forma, durante un año pude importar la medicina y mi hija empezó a mostrar los primeros signos de mejoría.
Parecía ir todo bien, pero para mi sorpresa me prohibieron la entrada a todos los casinos. Decidí disfrazarme, así fue como logré ingresar y seguir obteniendo el dinero para la compra. Cuando según el doctor quedaba un mes para terminar el tratamiento y estando en pleno juego en compañía de Iván, fuimos detenidos y por separado nos interrogaron. A las pocas horas a él lo dejaron libre, y a mí detenido, acusado como jefe de la banda delictual creada para robar en los casinos. Según me dijeron fui denunciado por él (me tinca que todavía estaba picado por quitarle a Lourdes) de ser el creador del sistema.
Matemáticamente estaba tranquilo, nada me podrían argumentar, no había ninguna ilegalidad en mi sistema. Se dieron cuenta de que la falla era de ellos, desde ese día limitaron el monto a apostar en los juegos de chance simple. Simplemente quedé detenido por obra de sus poderosos abogados, que finalmente me acusaron por falsificar identidad, por lo cual estoy seguro de que mañana estaré de regreso en casa con María Lourdes y Rosa María.
Mi madre tenía el control absoluto de la casa. Si alguien hacía algo que no le parecía correcto, la sanción no se demoraba en llegar, pero también entregaba cariño a los que cumplíamos. Escuchábamos con atención las experiencias de un primo de ella que era carabinero y nos entreteníamos mucho con sus cuentos.
A los 16 años tenía muy claro lo que quería ser.
Terminé la enseñanza media a los 18 años y rendí la PSU, con ella cumplía todos los requisitos necesarios para postular: chileno, soltero y 1.72 metros de altura. Fui aceptado en la escuela de suboficiales, de donde egresé con honores después de un año y medio. Fui destinado a una comisaría en la orilla del lago Llanquihue, lugar cercano a la casa de mis padres.
La experiencia fue enriquecedora y en los años que estuve allí nunca tuve problemas, la gente era buena y la autoridad se respetaba. Cuando iba a ver a mis taitas, la comunidad me recibía con alegría.
Llevaba dos años en el cargo cuando fui ascendido a cabo y me otorgaron un curso de control de carreteras. Luego fui trasladado a una comisaría en un pueblo grande, según mi cálculo, en la orilla de la ruta 68, que conecta Santiago con Valparaíso. Fui asignado a controlar la circulación de los automóviles en esa autopista.
Eran muchos los que no respetaban la velocidad máxima de los 120 kilómetros por hora, si apenas terminaba de escribir un parte, tomaba la pistola con la que fiscalizaba y a los pocos minutos ya encontraba un nuevo infractor. Eran geniales las diferentes actitudes de los conductores, unos se ponían prepotentes, otros bajaban el moño aceptando su culpabilidad y otros intentaban dar variadas excusas que yo, por mi formación, muy pocas veces acepté.
Supimos que el juez respaldaba nuestro trabajo y por ese motivo había adquirido fama de intratable. Nos sentíamos orgullosos al ir comprobando que con el tiempo poco a poco se fue respetando la velocidad máxima permitida.
En una ocasión tuve una triste experiencia: cuando detuve a un auto que venía a más de 150 kilómetros por hora, el chofer fue insolente y me dijo que trasladaba a una persona muy importante, quien ni siquiera levantó la vista para observar lo ocurrido. No dudé, le pasé el parte con agravantes de falta de respeto. No conocía hasta ese momento esas actitudes de prepotencia.
Habían pasado pocas semanas de ese lamentable suceso cuando nuevamente, por la misma infracción, detuve al mismo auto. El chofer me gritó diciéndome que por mi culpa había salido en la prensa un artículo en contra de los honorables que transitaban a mayor velocidad de la permitida; yo, inmutable, le solicité los documentos. En ese momento se bajó el pasajero, quien me dijo ser un importante miembro del congreso que tenía muchas responsabilidades, que no estaba dispuesto a que un simple paco lo molestase en su trabajo; todo esto dicho con tremendos aires de suficiencia. Impertérrito le manifesté que mi obligación era hacer la denuncia al tribunal y le solicité respeto a mi investidura. De nada sirvió, quizás fue para peor, su furia fue en aumento y me agredieron tratando de recuperar el carné del chofer que tenía en mi poder. Afortunadamente recibí ayuda de mi compañero, los redujimos, los esposamos y los llevamos detenidos al cuartel, el cual solo pudieron abandonar después de varias horas.
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