Sintió la aceleración de los latidos de su corazón, pero no perdió la calma, se acercó, Miguel lo saludó cariñosamente y le presentó a su señora; ella, compungida, le dio la mano y se excusó diciendo que debía entrar a una reunión, pero lo dejó muy invitado para que le contara sus andanzas por Europa.
Soy el primogénito de ocho hermanos. Asistí a la escuela rural que quedaba cerca del fundo donde vivía con mi familia en la Séptima Región. Mi padre decidió enviarme a Santiago para que cursara la educación media. Así el mundo se te abrirá, me dijo, mira que los de la capital son re avispados. Reclamé la decisión, pero era guerra perdida y así fue como llegué a la casa de la hermana de mi papá, donde fui bien recibido.
En el colegio me hice de algunos amigos que me apodaron “el Huaso” en vez de llamarme Diego. La verdad es que no me gustaba nadita estudiar, creo que muchas veces los profesores me regalaban el cuatro para que pasara de curso ya que les hacía gracia este espécimen tan distinto y algo abrutado. Yo solo quería egresar para volver al campo, pero mi papá insistió en que estudiase alguna carrera técnica. Esta diferencia de opinión hizo que la comunicación se cortara. Me amenazó con quitarme la mesada y el pago a la tía, cosa que cumplió al yo negarme a seguir estudiando.
Mi tía no sabía si obedecer a su hermano o apoyarme, me había tomado cariño; trató de ser el puente, pero de nada sirvió. Temiendo un quiebre familiar pidió que me fuera, pero me ofreció la alternativa de ir como segundo administrador a un campo de un amigo cerca de Coyhaique. Muy contento acepté.
No tuve problemas para adaptarme a ese clima hostil, de paisajes hermosos, una naturaleza potente con la que feliz me comunicaba. Me dieron un caballo y adopté tres perros que me acompañaban adonde fuera. Disfrutaba de la soledad y la majestuosidad de esos parajes, la música del viento deleitaba mis oídos e inflaba mis pulmones.
Cuando cumplí veintiún años me ofrecieron administrar un campo más al sur, por la carretera austral, un poco antes de llegar al río Murta. Acepté el desafío y pedí que la mitad de mi sueldo fuera para ir pagando un pedazo de campo, porque quería tener lo propio. Partí con mis perros, “la soledad es dura, así que mejor estar acompañado”.
En una de mis primeras salidas a recorrer la hacienda, me encontré con un tipo que se veía muy cansado y lo ayudé llevándolo a casa. En un mal castellano, me explicó que se llamaba Bill, que venía de Canadá y que andaba recorriendo para establecerse en la zona.
Emocionado me contó que estos lugares eran el paraíso en la Tierra y que sería buen negocio traer turistas para que pudieran pescar. Me propuso hacer un lodge de pesca. Yo ni conocía esa palabra, pero consideré que sonaba bonito.
Bill me prometió que enviaría dólares para que construyera cabañas hasta que me alcanzara la plata y me pidió que encontrara los mejores lugares para la pesca, pues los turistas entre más piques recibían, más pagaban. Cuando llegaron los dólares, renuncié a la pega, quise dedicarme por entero a sacar adelante el proyecto.
¡Lindo mi campo! Elegí el sitio donde pondríamos las cabañas, lo malo era que las lagunas no tenían peces. Gigante problema, pues sin ellos no había negocio. Bill me dijo que introdujera ovas y luego alevines, advirtiéndome que era trabajo delicado y muy técnico. Lo realicé alegremente gozando de la aventura que todo ello creaba. Desgraciadamente el resultado fue malo.
–¿Qué se te ocurre, Huaso Diego? –me preguntó.
Caminando bajo una enorme luna llena, vi en una laguna cercana, que no estaba en mi propiedad, cómo saltaban las truchas buscando atrapar insectos. Ahí estaba la solución, sería un método más eficiente y menos engorroso: decidí trasladar truchas vivas, sabía que había otras lagunas llenas y serían fáciles de pescar.
Construí un catafalco, una especie de conteiner de un metro de largo, cuarenta centímetros de ancho y cincuenta de alto para el traslado, lo llené de agua y puse dentro un oxigenador conectado al enchufe del encendedor de la camioneta.
Partí temprano para ejecutar el primer traslado. En un bote de goma salí a pescar, las fui depositando en un balde y, cuando se llenaba, iba a la orilla a vaciar el contenido en el catafalco. Al mediodía ya tenía cien, meta que me había propuesto, solo me faltaba regresar y arrojar las truchas a mis lagunas.
Le escribí a Bill contándole de mi logro, me prometió que vendría pronto. Juntos construimos cuatro cabañas, más la nuestra, y seguimos acarreando peces. El futuro nos sonreía.
Dicen que el viento dispersa las noticias. En la zona se habló del robo que estaban haciendo unos jóvenes. La policía les contestó que era necesario pillarnos con las manos en la masa. Unos vecinos seguramente envidiosos prometieron atraparnos.
Llegó la temporada de pesca, el lodge se llenó de turistas que felices disfrutaron de todas las bondades de la zona, la atención de los guías y de la excelente pesca con mosca. Como el sistema consiste en atrapar y dejar, la cantidad de piques no disminuyó.
Durante cuatro años, al terminar la temporada, Bill regresaba y yo descansaba hasta la nueva temporada. El movimiento de truchas entre lagunas había que hacerlo con mucho cuidado, pero el riesgo valía la pena: cada día eran más grandes y fuertes, el intercambio genético de tantos cruces dio resultados positivos. La noticia voló, vinieron a entrevistarme de un diario de la capital para un reportaje en la Revista del Domingo .
Humildemente este huaso malo pal estudio y bueno pal trabajo había triunfado; es más, fui declarado por el gobierno dentro de los diez emprendedores del año.
Con más entusiasmo seguí con el acarreo de truchas hasta que un día en un camino interior me detuvo la policía. Me incautaron la mercadería y me llevaron detenido. Cumpliendo con la ley me permitieron hacer un llamado… ¿a quién?... al mismísimo ministro que me había condecorado. Al poco rato estaba libre.
Juego dominó hace más de cuarenta años y nunca he logrado sacar de mi cabeza la preocupación de que podría salir entre mis fichas el chancho seis; me produce lipiria y toda la belleza del juego, la comunicación con mi compañero, se me viene al suelo y lo único que busco es deshacerme de él. Según me han dicho es como si les hablara en chino, idioma que como es lógico no entienden y entonces perdemos la partida.
Trabajé toda mi vida como vendedor viajero, generalmente ganaba poco, pero lo más importante es que me entretenía. Si supieran la cantidad de anécdotas que tengo para contar, hasta podría escribir un libro. Y cuando nos reuníamos a jugar domino aprovechábamos de relatar nuestras historias que, con el correr de los años, eran una gran mezcla de imaginación con realidad.
Cumplidos los 65 años me jubilé y comencé a recibir una pensión de gracia, ya que nunca me impuse. No me quejaba, me las arreglaba perfectamente, tenía mi casita pagada y necesitaba muy poco. Puede que consideren que soy un tipo muy sencillo; lo soy, pero les voy a contar un secreto, es una forma para ser feliz.
Sin dudar, partí a un club social en la comuna donde vivo y me acerqué a los salones donde se juega cacho y dominó y, un poco más allá, cartas.
Llegué antes del mediodía pensando que no iba a encontrar a nadie, pero qué equivocado estaba, había tres hombres de apariencia más joven que yo que, rápidamente y felices, me incorporaron a su mesa para completar el cuarto e iniciar la partida.
Con mis años de experiencia estaba tranquilo, eso sí rezaba para que no me saliera el temido chancho seis.
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