Tuve una agradable experiencia, quedé matriculado para jugar todas las mañanas a partir de las once.
Poco a poco los fui conociendo, casi no contaban de sus vidas personales, la conversación giraba en torno a cuentos y anécdotas de hechos ocurridos, que para eso yo tenía muchos, y el resto, bromas de la capacidad sexual de cada uno y la recomendación del uso del viagra para no quedar en ridículo.
Comentarios de política y religión sabiamente estaban prohibidos.
Al repartir las cartas achicaba los ojos agudizando la mirada, para tratar de adivinar los números de las fichas por el otro lado.
Cuando tuve algo más de confianza, pero asustado de recibir una pachotada, me atreví a preguntarles cómo siendo tan jóvenes ya no trabajaban.
El de menor edad contó que había jubilado a los 48 años, le había salido un tumor en la cabeza del cual fue operado y afortunadamente había quedado bien. Solicitó su jubilación por sentirse incapacitado para trabajar y después de múltiples trámites se la aprobaron y, desde ese día, era dueño de su tiempo.
Seguimos jugando y ganamos. Mi compañero de ese momento relató que lo había hecho tempranamente presentando una solicitud por persecución política. Cuando era muy joven, partió exiliado con toda su familia a México y al regresar se incorporó a un grupo que intentaba derrocar al gobierno; estuvo preso por un tiempo, lo soltaron, no sin antes haber recibido una buena pateadura. Con esos antecedentes y con la ayuda de un buen abogado obtuvo una pensión y estaba feliz, porque ahora era dueño de su vida.
Al día siguiente, como era habitual, empezamos jugando tempano en la mañana, esta vez saqué varias veces el chancho seis, hablé en chino y perdimos.
Faltaba que solo uno explicara por qué pudo dejar de trabajar antes de la edad permitida por la ley. Empezó relatando que tenía sesenta años, que hacía solo unos meses había logrado jubilar. Explicó que llevaba muchos años aburrido de hacer lo mismo, por lo que había decidido declarar que era mujer. Después de algunos exámenes, aceptaron su versión por lo cual le permitieron jubilar. Se sentía feliz porque ahora era dueño de su cuerpo.
Quedamos mudos, estupefactos. Sacó aplausos y rápidamente pedimos un borgoña para celebrar, lo relatado no le llegaba ni a los talones a todas las historias anteriores, por muchas exageraciones e imaginación que le pusiera el autor.
Lo más extraordinario es que este cuento no es un cuento, sino una historia real.
Cuando Facundo tuvo los requisitos para terminar su vida laboral, cumplió con las dos promesas que le había hecho a Evita, su señora. Jubiló y compró dos pasajes en un crucero que partía en Buenos Aires y terminaba en Santiago de Chile, donde tomarían un avión que les traería de regreso a su casa en La Plata, cerca de ciudad capital.
Durante muchos años veían pasar esos barcos gigantes, verdaderas ciudades, por lo que estaban muy felices de poder hacer ese viaje.
Cuando abordaron el barco el 5 de marzo, la prensa ya hablaba de un virus COVID-19 que se estaba esparciendo por el mundo. Facundo decía que Sudamérica estaba lejos de todo, que no había que preocuparse y que si el capitán del barco autorizaba la partida todo era seguro, claro y luminoso.
Disfrutaron de la piscina, la comida, los tragos exóticos, los espectáculos y hasta al casino fueron a tentar la suerte. Su sueño de tantos años se estaba convirtiendo en realidad.
Cuando llegaron a Puerto Madril, disfrutaron de los relatos sobre el apareamiento de las ballenas.
En la siguiente escala, las islas Malvinas, fueron a visitar el cementerio de los caídos en la guerra. Dejaron unas flores en la tumba del hijo de una vecina.
Después de cinco días de la partida llegaron a Ushuaia, la ciudad más linda y acogedora del sur del mundo. El matrimonio se sentía orgulloso de lo que estaban conociendo de su país.
La navegación siguió hacia el Pacífico, no sin antes pasar por el temido Cabo de Hornos, luego por canales donde tuvieron la oportunidad de ver vistas espectaculares de glaciares.
Cuando llegaron a Punta Arenas, en Chile, estaban muy contentos ya que nunca habían salido de su país.
Llevaban más de una semana de magia, la que desgraciadamente fue interrumpida por el tema del coronavirus, muchas eran las preocupantes noticias que llegaban de todas partes del mundo. El capitán hizo una declaración para tranquilizar a viajeros y tripulantes, señalando que en el barco no había ningún indicador de que alguien a bordo estuviera infectado, pero igual ellos estaban obligados a cumplir con todos los protocolos del caso, por lo que el agrado de la convivencia dejó de serlo.
El viaje se empezó a poner tan gris como las nubes de la región.
Cuando el crucero llegó a Puerto Montt, se dio la orden de que nadie podría bajar. El capitán habló nuevamente diciendo que esto era mejor, porque así el virus no podría llegar al barco.
La travesía hasta San Antonio fue larga y tensa, ni la buena comida, ni la calidad de los espectáculos lograban que los pasajeros disfrutaran; claramente la gran mayoría quería llegar al puerto de desembarque y luego a sus casas.
El día veinte arribaron a San Antonio, destino final del crucero. Sorpresa gigante: el gobierno de Chile había declarado cierre total de sus fronteras. Nadie podría bajar.
Discusiones y gritos. No hubo caso, ni el capitán del barco ni los superiores de su compañía lograron revertir dicha orden.
Para colmo, apareció un pasajero con tos y fiebre, no se sabía si por una gripe o por haberse contagiado con el coronavirus.
Si en el barco había pánico, Facundo y Evita tenían terror, no aceptaban la idea de tener que viajar en esas circunstancias hasta San Diego, en la costa oeste de los Estados Unidos, único puerto que aceptaba recibirlos.
El barco estaba anclado aproximadamente a un kilómetro de la costa. Partiría cuando hubiera completado de cargar suficiente agua y comida para esa larga travesía.
Facundo no aceptó la decisión que le habían impuesto, le dijo a Eva que tendrían que tirarse al agua y nadar para fugarse.
Recorrió el barco en busca de la mejor vía de escape. Recordó que cuando se bajaban en los puertos se hacía por los pisos cuatro y cinco, pero al estar imposibilitados de bajar, esas salidas estaban cerradas. Por más que dio vueltas no encontró ninguna abierta, solo podrían dejar el barco tirándose al agua desde el balcón de su habitación que estaba en el piso ocho.
No había otra solución, era todo o nada… blanco o negro.
Desde la pieza donde se guardaban las sábanas, sacó varias y empezó a atarlas entre ellas haciendo una gran cuerda que les ayudaría a descender y con la ayuda de flotadores llegarían a la playa.
Eva, siempre confiando en su marido, dio su aceptación. Lo harían cuando oscureciera.
Facundo amarró la cuerda por donde Eva empezó a descender. Cuando iba en la mitad del recorrido, los brazos no le resistieron. Cayó al agua. Facundo no dudó en saltar en ayuda de su amada, sin embargo, la caída desde esa altura fue brutal; quedó inconsciente.
Eva fue en su auxilio, pero el agua helada a la cual no estaba acostumbrada le paralizó los músculos.
En el fondo del océano todo se veía negro.
Este documento que van a leer lo he escrito desde la cárcel. Llevo tres días preso y mi abogado defensor me ha dicho que escriba mi declaración, para así poder memorizarla antes del comparendo que será mañana.
Como el tiempo me sobra les voy a contar cómo y por qué estoy acá.
Desde pequeño destaqué por mis habilidades matemáticas, fui puntaje nacional y no dudé en entrar a estudiar ingeniería civil. Como los intereses comunes atraen, desde el segundo año un grupo de los “destacados”, como nos clasificaban los profesores, o los “mateos o secos”, como nos decían nuestros compañeros, nos hicimos amigos y compartimos la vida universitaria. Somos cuatro varones y una chiquilla llamada María Lourdes.
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