Abandonando mi cuerpo, elevándome de forma incorpóreo, vi la Tierra desde la lejanía, sintiendo lo hermoso de nacer en esa brillante esfera azul.
En mí surgió una profunda comprensión en una especie de diálogo mental que me ubicaba antes de mi encarnación en esta vida.
La esencia de mi yo había tomado la decisión de encarnar en este hermoso lugar donde se pueden tocar las cosas, acariciar, abrazar o saborear para sentirlas en todas sus formas, texturas y esencias. Lo mágico es que todas esas experiencias no solo sucederían a través de mis sentidos y percepción, sino que también me acompañarían unos estados emocionales internos que marcarían y definirían mi vivencia.
El planeta estaba repleto de seres como yo y compartiría mi experiencia con miles de millones de otros seres, en infinidad de formas, que vivirían la naturaleza y esencia material.
Me sentía entusiasmado y feliz ante la posibilidad de vivir algo semejante y mi alma, mi parte más profunda, se alegraba ante la proximidad de tal acontecimiento.
Pero había algo más… y entones fui consciente que era una forma de luz que debía de ayudar y mi nacimiento vendría marcado por esa esencia.
Sentí cómo mi corazón se calentaba hasta que de pronto surgió de él una espiral giratoria que me atravesó. Igualmente, con la misma sensación de calor, apareció otra en la entrepierna y coronilla. Percibí el calor desplazándose dentro de mí, por mi columna, ascendiendo desde el coxis y descendiendo desde la cabeza hasta conectarse con el corazón. Surgió en mí una nueva percepción de las cosas, el sentido que tiene todo más allá de la simple percepción material. Todo tiene un sentido y el corazón conecta el mundo terrenal con el mundo espiritual. La energía ascendente de la tierra se conecta con la energía descendente de lo trascendental en el latir del corazón, motor de la vida.
Sentí esa vibración suave del cuarzo rosa dentro de mi corazón y me di cuenta de que una cosa es lo que deseamos ser y anhelamos, y otra muy distinta lo que debemos ser.
De la nada, a través de mi cabeza, me atravesó un rayo verde que se enroscó por mi columna hasta llegar al suelo para desintegrarse en él. Solo vi verde, respiré verde y saboreé verde.
Mi mente, sencillamente, desapareció.
Capítulo 11
La cuarta ceremonia de ayahuasca
Mis ojos se centraron en la estructura del techo de la gran palapa mientras mi cuerpo dolorido despertaba entre quejidos, invadiéndome la extraña sensación de repetir, continua y reiteradamente, el mismo día.
El tiempo allí era solo perceptible a raíz de los pequeños cambios de flores y plantas, a diferencia de nuestras ciudades donde el bullicio hace que todo se mueva a gran velocidad y el tiempo parezca escaparse de entre los dedos. En este rincón de mundo, el tiempo parecía no existir, siempre todo era igual y parecía que el tiempo se había detenido. Solo los ojos entrenados de los aborígenes eran capaces de ver ese fluir de la vida donde yo solo veía árboles y vegetación por todos lados, como un náufrago incapaz de ver más allá del oleaje encima del mar.
El sudor me bañaba la cara y el cuerpo por un denso bochorno que dificultaba hasta respirar. De nuevo sentía la tierra y su verdor en todos los poros de la piel, acordándome entre destellos de las hermosas experiencias de las noches anteriores. Suspiré profundamente intentando llenarme de vida y coger el bastón que me esperaba paciente junto a la entrada. En esa especie de bucle temporal en el que nuevamente se interponía la cuesta en mi camino, me dije que nada en esta vida es fácil, aunque, eso sí, la vida es generosa; donde hay una subida o dificultad, nos encontraremos después un descenso o gratificación y me animé a sacar, nunca mejor dicho, fuerzas de flaqueza.
Consecuencia de esa cálida humedad, a medio camino el ambiente se fue tornando más espeso y fantasmagórico, llegando al tambo con la respiración algo agitada, entrecortada por la más que aparente ausencia de aire. Al ver las hojas en la mesa, por mi mente apareció la imagen del fresco riachuelo que a buen seguro me despojaría de esa agonía que empezaba a invadirme.
No lo pensé dos veces y cogiendo el manojo caminé hacia el arroyo.
Ante aquel paisaje con cada vez más humedad suspendida en el aire, rodeado de aquellos sonidos, mi mente se vio poco a poco atrapada en una creciente inseguridad, a buen seguro la ayahuasca en aquellos momentos todavía me agudizaba los sentidos, pero no me ayudaba nada, más bien lo contrario, todo se escuchaba magnificado y me provocaba un constante estado de perturbación. El espesor de la niebla aumentó y no tardé en perder de vista pies y manos si estiraba los brazos, con la sensación de estar en una sauna de vapor. Tenía que regresar, quedarme allí quieto o seguir.
El corazón se me encogió ante la inesperada situación. Regresar podía significar perderme, y eso era algo que no deseaba allí, si me desorientaba, probablemente moriría antes de que pudieran encontrarme. Quedarme quieto tampoco era una buena opción, estaba expuesto a cualquier peligro que rondara por las cercanías. Entre dudas y temores decidí centrarme en el sonido del agua y dirigirme hacia allí. A ciegas fui zigzagueando el palo ante mí, en un intento de evitar pisar serpiente, tarántula o animal alguno, ya que las botas que llevaba me cubrían poco más que por encima del tobillo, dejando el resto de la pierna a merced del punzante acto reflejo de tales animalillos.
No sé el tiempo que tardé en notar el agua bajo los pies, pero me resultó eterno.
Por los días anteriores sabía que, si bordeaba el riachuelo, llegaría a un pequeño recodo que me permitiría estar casi completamente sumergido. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que la niebla se levantara, pero fuera el que fuese, estar en el agua era más seguro que estar fuera. Me llegaba por la cintura, suficiente para sentarme y quedar cubierto hasta el cuello. Dejé las hojas, palpé unas piedras en el lecho del riachuelo y con el traje puesto me dispuse a esperar. Vino a mí la imagen de ese pequeño pez, llamado Candidú, que tiene el vicio de adentrarse por los orificios de los bañistas extendiendo dentro unas largas y fuertes espinas que imposibilitan su extracción. Solo la visita al quirófano puede sacar el parásito del interior de las personas y a mí, el hospital más cercano, me quedaba muy pero que muy lejos. Cerraba mis piernas bajo el agua pensando que mientras mi traje se limpiaba, evitaba también el desafortunado accidente. Respiré de nuevo profundamente, cerré los ojos para dejarme llevar por el frescor del agua, sin lograr evitar cierta nostalgia de la seguridad que disfrutamos diariamente en nuestra sociedad, y poco a poco se fue alejando de mi mente la intranquila realidad. Cuando ya me estaba empezando a destemplar, como por arte de magia, la niebla se disipó, los rayos del sol irrumpieron y el entorno retomó sus alegres verdes, asomando entre la arboleda un claro cielo azul.
Aproveché para salir con cuidado, desnudarme, tender el traje, que ya lucía algo mejor, y frotarme las hojas por todo el cuerpo mientras me calentaba al sol. Decidí que ya no valía la pena regresar al tambo, no había nada interesante allí que valiera el esfuerzo de volver. Me vestí y con la ropa mojada me senté al sol, observando el riachuelo hasta que de alguna forma el sonido del agua me hipnotizó. El fluir de la vida sonaba igual y era igualmente fugaz. El agua y la vida eran sinónimos; el agua en movimiento era lo mismo que la vida que llevamos en nuestro transcurso diario, semanal, mensual, anual… Abducido por esa imagen y sensaciones, quedé absorto en una especie de vacío temporal donde yo era un observador que contemplaba el devenir, mi vida en este universo no era mucho más importante que aquel sonido, vi que la entera realidad está formada por una infinidad de pequeñas cosas que, agrupadas, crean lo majestuoso, lo inimaginable. La imagen de un gran fractal en movimiento apareció en mi mente. Lo pequeño y efímero, como yo, era todo, así mismo ese todo residía en todas y cada una de sus partes. Mis ojos se humedecieron del sentimiento cuando el bramido del cuerno me devolvió a la realidad más prosaica.
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