—Cuando se iba a caballo a la quinta del padrino de tu tía Carmen, don Miguel de Azcuénaga [hoy, la residencia presidencial].
—Cuando se ponían días y días para llegar a la estancia de tu tía Clara [Estación Cobo. A media hora de avión].
—Cuando pegaban con brea los moños colorados.
—Cuando vendían duraznos por la calle… y eran cabezas.
—Cuando Sarmiento venía a tomar café con Tata Ocampo.
—Cuando se escondieron en casa los L., perseguidos, después del derrocamiento de Juan Manuel.
—Cuando fuimos con Carolina y Pellegrini al Niágara. Aquí está la foto.
—Cuando tío López venía a Villa Ocampo a ver a mi tata…
Yo oía todo eso como quien oye llover, pensando en lo que me interesaba: un postre que servían, tal vez, en ese momento, y que llegaría a mí decapitado de su copete de crema de Chantilly; una muñeca de tamaño sobrenatural con un collar de ámbar y que yo envidiaba (no era mía); las calcomanías que me esperaban en el cuarto de Vitola 2 2 Victoria Ocampo, tía abuela. 3 La de comprar barcos y armas.
. El mundo estaba lleno de objetos codiciables, y mi padre, indiferente a ellos, hablaba de cosas irreales: los recuerdos que le traía el olor de la retama. En la estancia donde él veraneó, de chico, resplandecían como el sol. ¿Habría carneros o corderos allí?, me preguntaba yo, más atraída por el reino animal que por el reino vegetal. Pero no se hablaba de mis animalitos preferidos sino del olor de las retamas. Y para colmo, eran retamas difuntas: decían que aquella estancia (Las Hermanas) se había convertido en una ciudad triste: La Plata. Qué me importaba a mí si no había carneros, como en el Pergamino. Nada tenía sabor, todavía, a lo más amargo y lo más dulce de la vida: los recuerdos. Yo era una pizarra nueva donde todo se escribía con tiza y se borraba (creía yo, equivocadamente) con esponja cuando se presentaba algo más divertido que apuntar.
Así, cuando los trenes que silbaban de noche se oían desde nuestras camas, en Buenos Aires (como se oían, más próximos, en los veranos de San Isidro), mientras mi padre tal vez recordara aquellos meses de San Luis (su primer trabajo de ingeniero para el ferrocarril: un puente), y mientras mi abuelo rememoraba sus andanzas para traer el quebracho necesario para los durmientes de las vías, de tal a tal parte, yo solo sentía que el silbato me acompañaba, porque horadaba la oscuridad detestada. La vida era puro presente para mí.
Ahora, los recuerdos que me inundan, los de ellos junto con los míos, abrazan (y el término es exacto) grandes extensiones; se corren hacia el norte, hacia el sur de la Argentina, abarcan Córdoba, San Luis, La Rioja, la inmensa provincia de Buenos Aires. Van desde el Pergamino, donde mi abuelo paterno trabajaba en su campo (salía al amanecer, en tílburi, después de unos mates), hasta aquellas estancias a orillas del Salado, donde veraneaba mi madre, porque eran de los Aguirre y de los Sáenz Valiente. Algunos nombres encarnan para mí esas estancias de mi niñez y de mi adolescencia: San Miguel, La Rabona, conocidas íntimamente, directamente, con carneros, alfalfa, huevos de avestruz y de teros, primos, dulces hechos en braseros, esquila, paseos en break, galleta tostada, mate a veces, baldes de leche con espuma, valses de Ramenti en un piano vertical (tocados por mi tía Isabel), retos: «Ya he dicho que no le escondan el gorro a ese chico» (el chico lloraba), asados, nidos de hornero, delantales con sietes, moretones en las rodillas, barro en las manos («¿No pueden estar limpias un segundo?»), risas, lágrimas, carreras, lecturas; y El Chajá, El Rincón de López, paraísos conocidos indirectamente, por las descripciones de mi madre.
En cuanto a los nombres de las calles… Florida, Viamonte, Tucumán, Lavalle eran el reducto de los Ocampo. Allí viví. México, Suipacha, Bolívar eran los barrios de mi madre antes de casarse. San Isidro se pierde de vista en mi pasado y en el de mi familia materna.
Nous y trouverons leur poussière
Et la trace de leurs vertus…
Aquellas familias pertenecían a una época que ha cumplido su periplo, con las fallas y los aciertos, las cualidades y los defectos de su tiempo. Representaban un way of life en trance de desaparecer ahora. Sus costumbres, sus ideas, sus prejuicios, sus tabúes no son los nuestros. Tenemos un juego nuevo de costumbres, de ideas, de prejuicios, de tabúes, aunque nos halague creer que nos hemos librado de ellos sin reemplazarlos.
Aquellos hombres y aquellas mujeres han dado al país —que necesitaba tanto sacrificio y subsistía entre tanto sobresalto— lo que eran capaces de dar. ¿Qué más puede exigirse? Han vivido su hora de acuerdo con su conciencia. Yo vivo de acuerdo con la mía, sin figurarme que una vale más que la otra. No me siento obligada a seguirlos, sino cuando acepto su credo, y en la medida en que lo acepto.
Nous aurons le sublime orgueil
De les venger ou de les suivre.
¿Por qué? Ni vengarlos, ni seguirlos; continuarlos a nuestra manera, que no puede ser la de ellos: la circunstancia ha cambiado.
Yo solo sé que habré prolongado, por un camino en apariencia muy distinto, no el rastro de sus virtudes, fuesen las que fuesen (sería jactarme) sino su amor tenaz, y a veces encabritado, por un país ingrato y querido, que precisa, hoy más que nunca, una suma enorme de amor desinteresado para criarse y crearse, como los niños chiquitos. Este caudal no se consigue con empréstitos solamente. Y mientras el país no lo reciba, merecerá del mundo aquel juicio de Quincy Adams, cuando advertía a Monroe: «En el estado inorgánico de las provincias de la América Española, no sería prudente auspiciar un reconocimiento». Y eso fue a pedir a Estados Unidos mi bisabuelo Aguirre en 1817: un reconocimiento.
Dentro de otra esfera, en condiciones muy diferentes, yo también he tratado de negociar un reconocimiento. Tal vez habré fracasado, como fracasó don Manuel Hermenegildo en su misión diplomática (no en la otra) 3 3 La de comprar barcos y armas.
. Pero como él y con él puedo repetir: no pido una limosna sino un acto de justicia. Y como don Manuel Hermenegildo se trajo de Norteamérica el Horacio y el Curiacio, y armas que le costaron tantos dolores de cabeza, yo soñé con traer otros veleros, otras armas, para otras conquistas. Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar.
1Probablemente no la de los jóvenes de estos años. (Nota agregada en 1974.)
2Victoria Ocampo, tía abuela.
3La de comprar barcos y armas.
Antes de entrar en materia, aunque lo ya contado es una forma de hacerlo, quiero repetir algo que he señalado ya. Sería mucho más interesante, más dans le goût du jour, daría más probabilidades de renombre a esta autobiografía (o como se la llame), comenzar por un: mi genealogía empieza con mi padre, o acaso sin él; con mi madre solamente, a quien nunca conocí, puesto que me abandonó en el umbral de un asilo de huérfanos. Pero no. No fui una niña expósita. Hasta me atrevo a decir que fui lo contrario.
El medio en que se ha desarrollado una infancia, ya sea un asilo de huérfanos o un palacio real (la mía no corresponde a ninguno de estos dos extremos), tiene demasiada importancia para que se lo pase por alto. Tiene importancia por las influencias, por las reacciones provocadas a favor o en contra del medio. Además, el factor herencia cuenta en mayor o menor grado.
Desde luego, siempre he pensado que, prescindiendo del medio y de la herencia, factores en que no interviene nuestra voluntad o nuestra elección (me refiero a caracteres físicos, aunque los medios económicos pesan en las posibilidades de desarrollo, de educación, a la vez favorable y desfavorablemente, de manera imprevisible), los hombres y las mujeres son exclusivamente hijos de sus obras y por ellas valen o se condenan.
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