Darse
Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo nació en Buenos Aires el 7 de abril de 1890 en el seno de una familia aristocrática, descendiente de los fundadores de la patria, los Ocampo y los Aguirre.
No vamos a detallar su genealogía ni sus años de formación, pues el lector los conocerá con la pluma irónica y entregada de la propia autora, pero sí recordar que en su infancia, adolescencia y juventud pasó largas temporadas en Europa (sobre todo en París, donde recibió clases de Henri Bergson) y, como suele decirse, su formación intelectual fue cosmopolita. Su primer idioma literario no fue el español, relegado a lo familiar, sino el francés, en el que escribió la mayoría de sus cartas.
Sobre su carácter tampoco queremos adelantar nada, pues un prólogo no puede resumir un libro sino invitar a su lectura, pero sí señalar que la obra y la vida de Victoria no son comprensibles sin su necesidad de contacto, de comunicación. Su facultad para ser permeable a los demás, para darse. Su literatura se construye en los otros.
Los otros pueden ser divinos difuntos como Dante. Pueden ser Delfina Bunge, esa otra excepción a la machista cultura hispana de su tiempo, a quien escribe apasionadas y lúcidas cartas adolescentes en francés, el comienzo de su obra literaria. Y los otros también son los amantes, porque este libro es un estudio del amor. O, por jugar con un título unamuniano, un estudio del amor y de la pedagogía.
Estas memorias comienzan con uno de los exámenes más sinceros de la pasión de los celos y del amor adúltero que ha dado la prosa confesional en español. Desde la obsesión por la belleza física que lleva a Victoria a casarse, con el empujoncito de la época machista, con Bernardo Monaco de Estrada, y a aislar su belleza, a «descifrar el rostro», escribe con inteligencia, de la persona reaccionaria, violenta y convencional que era Monaco (convertido en el Jérome de estas páginas, y luego en M.), también a enamorarse del primo de Estrada, Julián Martínez, «el hombre más buen mozo de su época», en palabras de Manuel Mujica Láinez, con el que mantuvo una relación de trece años y una amistad profunda hasta la muerte de este.
Pero Victoria también «se da» a los intelectuales: Tagore, Ortega, Ansermet, Keyserling, Drieu…
Como les pasa a veces a los escritores memorialísticos, la calidad de la prosa de Victoria depende de la calidad de sus amigos. Esto supone algo así como una religión de las circunstancias, estar a favor de la oportunidad y propiciar una vida que merezca la pena vivirse.
Si estas memorias contagian las ganas de vivir, no es por ingenuidad, sino por una fortaleza que asume el dolor pero no el desánimo. Victoria tampoco es una vengadora ni una satírica. Es, las más de las veces, una observadora rigurosa que acepta su falta de objetividad, y se regodea en ella. Si la expresión no hubiera caído en desgracia, podríamos llamarla «fina psicóloga», pero también es una narradora empática e implicada.
Eso quiere decir que cuando Victoria conoce a Rabindranath Tagore este libro se vuelve la crónica de un extrañamiento cultural Oriente-Occidente, de una amistad con errores de traducción. Que cuando conoce al director de orquesta suizo Ernest Ansermet este libro se convierte en un testimonio de la lucha de la música moderna por abrirse paso, de Debussy a Stravinski. Los consejos de Ansermet, otro generoso entusiasta, conforman un excelente manual de autoayuda para artistas…
Esto quiere decir que cuando Victoria conoce a Ortega, que la alentó a que comenzara a escribir en castellano y la sobrevaloró como escritora, en opinión de la propia Victoria, este libro se transforma en autocrítica y estudio de sus limitaciones.
Que cuando Victoria se las ve con el conde filósofo, Hermann Keyserling, sus memorias son la sala de disección de la fascinación por los «genios», además de una defensa de la libertad de la mujer para vivir en primera persona, sin el permiso masculino ni los clichés de la musa, la santa o la fatal.
Eso quiere decir que este libro se vuelve profundamente feminista cuando aparecen en él otras mujeres como María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas de espíritu krausista, modelo de la educación de nuestro país con el que terminó el nacionalcatolicismo franquista.
Y que se hace crítica literaria cuando aparece Virginia Woolf. Y que se convierte en lúcida historia de una pasión cuando aparece Drieu la Rochelle, el gran escritor francés colaboracionista, el hermoso suicida. El capítulo Drieu merecería la publicación exenta, como verá el lector.
Que se transforma en sutil novela de celos familiares cuando se menciona a la hermana pequeña, Silvina, la gran narradora tímida y excéntrica, casada con Bioy Casares.
Y cometeríamos un imperdonable error si nos olvidáramos de Fani, la criada asturiana, personaje a la vez secundario y motor de la acción…
Y así seguiríamos, con riesgo de hacernos monótonos, cada vez que la vida de Victoria se reinventa, especialmente con la «cuadrilla de Sur»: Waldo Frank, Eduardo Mallea, José Bianco, Jorge Luis Borges, Roger Caillois. Es aquí cuando entra en juego la pedagogía.
En palabras de Borges a la muerte de Ocampo, el 27 de enero de 1979: «En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo […]. Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente […]. Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino».
Los textos
Nuestro propósito es presentar una «novela de su vida» escrita por la propia Victoria Ocampo. A veces, perdónesenos la presunción, leyéndola mejor que ella a sí misma. Esto quiere decir con más respeto y mayor confianza en sus dotes de gran escritora.
Por eso, hemos ordenado el material sin querer que afectara a su frescura. Nos valemos principalmente de dos fuentes: su incompleta Autobiografía, escrita entre 1952 y 1953 y publicada póstumamente en seis tomos; y sus Testimonios, nombre con el que se refirió a las sucesivas recopilaciones de sus ensayos literarios (conferencias, artículos, obituarios, etcétera), publicados en diez volúmenes de 1935 a 1977.
Victoria pensó titular su autobiografía Documento, nombre poco atractivo que daba a entender con claridad su método compositivo: recopilar otro material además de su historia en primera persona, sobre todo cartas.
Cuando fue publicada su Autobiografía, el medio literario argentino respondió con una ligera decepción. Victoria se mostraba repetitiva en algunos momentos y su talento dependía, como hemos dicho, del personaje que tratara o del hilo que siguiera. Era digresiva y entusiasta, pero también parecía que faltara una revisión final del texto. Esto es evidente en el capítulo dedicado a Keyserling. Ya hemos sugerido la idea de que el motor de esta confesión fue el ataque de Keyserling, concretamente en su libro Meditaciones sudamericanas, donde Victoria aparece convertida en una especie de hermoso animal inferior, subdesarrollado (una mujer latinoamericana). Victoria quiso contar su propia versión y lo hizo en el divertido El viajero y una de sus sombras de 1951. Este libro, demostrando la estrecha relación que hay entre la confesión literaria y la defensa judicial, pudo llevar a Victoria a querer profundizar en su historia con fines que superan la justificación por un ataque concreto.
Sinceramente, suponemos que el medio literario argentino que leyó la Autobiografía de Ocampo se sintió decepcionado por haber albergado unas expectativas demasiado grandes, pero algo ha debido de cambiar en nuestra manera de valorar los escritos en primera persona, pues, leída hoy, se presenta como una obra de alta calidad literaria y, sin duda, la mejor de Victoria. No solo por su frescura y cercanía. También por su sinceridad, por poner toda la carne en el asador.
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