Por eso agradecemos su ayuda, inestimable más allá de la frase hecha, a quienes nos han facilitado el acceso a estas fuentes:
Ernesto Montequin, Andrés Barba, Carmen Cáceres, Mercedes Álvarez, Manuel Borrás y Abraham Gragera. También a Juan Javier Negri, de la Fundación Sur, por su amabilidad y cercanía al proyecto.
A Javier Expósito, Blanca Gómez y Lola Albornoz, responsables de la edición en la colección Obra Fundamental de la Fundación Banco Santander, por la insistencia (y asistencia) en este proyecto desde el primer día hasta el último.
Y a la biblioteca del CSIC, a su personal y a sus fondos. Esa joya desconocida en el centro de Madrid donde los amantes de la literatura latinoamericana pueden encontrar los tesoros que siempre han deseado.
Testimonios
Testimonios. Primera serie, Madrid, Revista de Occidente, 1935.
Testimonios. Segunda serie, Buenos Aires, Sur, 1941.
Testimonios. Tercera serie, Buenos Aires, Sudamericana, 1950.
Soledad sonora. Testimonios. Cuarta serie, Buenos Aires, Sudamericana, 1950.
Testimonios. Quinta serie, Buenos Aires, Sur, 1954.
Testimonios. Sexta serie, Buenos Aires, Sur, 1962.
Testimonios. Séptima serie, Buenos Aires, Sur, 1967.
Testimonios. Octava serie, Buenos Aires, Sur, 1971.
Testimonios. Novena serie, Buenos Aires, Sur, 1975.
Testimonios. Décima serie, Buenos Aires, Sur, 1977.
Autobiografía
Autobiografía I.El archipiélago, Buenos Aires, Sur, 1979.
Autobiografía II.El imperio insular, Buenos Aires, Sur, 1980.
Autobiografía III.La rama de Salzburgo, Buenos Aires, Sur, 1981.
Autobiografía IV.Viraje, Buenos Aires, Sur, 1982.
Autobiografía V.Figuras simbólicas. Medida de Francia, Buenos Aires, Sur, 1983.
Autobiografía VI.Sur y Cía, Buenos Aires, Sur, 1984.
Otras obras
De Francesca a Beatrice (con prólogo de Ortega y Gasset), Madrid, Revista de Occidente, 1924; Buenos Aires, Sur, 1963.
La laguna de los nenúfares, Madrid, Revista de Occidente, 1926.
Domingos en Hyde Park, Buenos Aires, Sur, 1936.
San Isidro (con un poema de Silvina Ocampo y 68 fotografías de Gustav Thorlichen), Buenos Aires, Sur, 1941.
338171 T. E., Buenos Aires, Sur, 1942.
Le vert paradis, Buenos Aires, Lettres Françaises, 1947.
Lawrence d’Arabia (publicado en francés e inglés), París, Gallimard, 1947.
El viajero y una de sus sombras (Keyserling en mis memorias), Buenos Aires, Sudamericana, 1951.
Lawrence de Arabia y otros ensayos, Madrid, Aguilar, 1951.
Virginia Woolf en su diario, Buenos Aires, Sur, 1954.
Habla el algarrobo (luz y sonido), Buenos Aires, Sur, 1959.
Tagore en las barrancas de San Isidro, Buenos Aires, Sur, 1961.
Juan Sebastián Bach. El hombre, Buenos Aires, Sur, 1964.
La bella y sus enamorados, Buenos Aires, Sur, 1964.
Diálogo con Borges, Buenos Aires, Sur, 1969.
Diálogo con Mallea, Buenos Aires, Sur, 1969.
Páginas dispersas de Victoria Ocampo, números 356-357 de la revista Sur, enero-diciembre de 1985, Buenos Aires, mayo de 1987.
AUTOBIOGRAFÍA
EL ARCHIPIÉLAGO
A mí me hubiera aliviado hablar en tercera persona de mí misma, no solo por las ventajas que ofrece (especialmente si uno habla de sí mismo en esa tercera-primera persona que son tan a menudo las novelas y cuentos), sino porque me siento, por momentos, tan lejos de cierta mí misma como lo puedo estar del pelo que me han cortado y barren en la peluquería, o de la uña que me limo y vuela al aire hecha polvo. Yo no soy «aquello», lo perecedero que formó parte de mí y ya nada tiene que ver conmigo. Soy lo otro. Pero ¿qué?
Victoria Ocampo
Buenos Aires contaba entonces con unas 600.000 almas, como se dice. Lo supongo, ya que cinco años después el censo dio un total de 668.000 habitantes. Éramos tres millones de argentinos y un millón de extranjeros en un inmenso territorio casi desierto y en barbecho. Hacía apenas ochenta años que la invasión de España por los soldados de Napoleón nos había proporcionado una buena ocasión para declararnos independientes. Y, desde luego, hacía menos tiempo aún que el diputado Vicente López y Planes, en un arranque patriótico, se había ido de un teatro para escribir nuestro himno nacional. Generaciones posteriores a la suya 1 1 Probablemente no la de los jóvenes de estos años. (Nota agregada en 1974.) 2 Victoria Ocampo, tía abuela. 3 La de comprar barcos y armas.
le hubieran aconsejado quizá (como a Rouget de l’Isle, empeñado en la misma tarea dieciocho años antes) mayor brevedad. Pero sus voces no estaban en el aire y además un himno nunca es moderado. El understatement está reñido con la vehemencia patriótica. Y pongámonos en el lugar de López y Planes; arrastrados por la marea creciente de exaltación, ¿hubiéramos conservado aquella mesura alabada por Ortega y Gasset más de cien años después? Lo dudo. A pesar de la largura del poema y del enfático subrayado de la música, no logramos oír esas palabras, esos compases sin que resuciten emociones nacidas los 25 de mayo y 9 de julio de la infancia: desfiles de soldados y banderas ávidamente esperados en los balcones de la esquina de Florida y Viamonte.
Oíd mortales el grito sagrado…
Allons enfants de la patrie…
Estos himnos estuvieron entre las primeras canciones que retuve y canté, junto con el Arrorró mi niño y el Il pleut, il pleut bergère. Los mezclaba, pues para mí la patria se extendió pronto más allá de la frontera. No sabía leer. Sabía recordar en dos idiomas, que no tardaron en ser tres.
Arrorró mi sol,
arrorró pedazo
de mi corazón.
Durante años, por turnos, seis niñas sucesivas oirían esta canción para dormir. Poco tenía en común su ternura con el grito militar:
Aux armes citoyens!
Pero no prestábamos atención a ese detalle. Y los mayores tampoco: es costumbre dar la bienvenida a huéspedes oficiales tocando una música cuya letra es francamente belicosa (véase La Marsellesa).
Cantábamos eso como cantábamos Mambrú. ¿Quién sabía que un joven llamado Winston era un futuro Mambrú? ¿Y que la cosa iba en serio? ¿Que él seguiría la tradición de sus antepasados?
Nous entrerons dans la carrière
Quand nos aînés n’y seront
plus.
También aprendería yo estas estrofas sin darles importancia. Sin preguntarme qué forma me ofrecería el destino de les venger ou de les suivre, como dice el himno. Nada hacía prever, un 7 de abril a las cuatro y media de la tarde, cuando nací frente al convento de las Catalinas, el vuelco que iba a dar el mundo. Las palomas se posaban en las cornisas de la iglesia, como ahora.
El más feroz enemigo del nuevo Mambrú era un inocente de meses: Adolf. Otro chico, un tal Benito, andaba por los siete. Franklin, chico del bando de Mambrú, cumplía ocho años. Nadie se preocupaba de un estudiante, Vladimir Ilich, que ya rumiaba su revolucioncita. Nicolás y Alejandra no eran novios. Marx había publicado El capital. Gandhi, de veintiún años, estudiaba abogacía. Un empleadito francés escribía Narcisse, y un futuro diplomático, Tête d’or. Borodin ponía su nota final al Príncipe Igor, y nuestro Igor se sentaba en el banco de un colegio ruso, mientras que Debussy ya dibujaba sus Arabesques.
¿Qué acontecía por aquí? Se sospechaba que Pellegrini se sentaría en el sillón de Juárez Celman.
De la desintegración del átomo, la música dodecafónica, la pintura no figurativa, ni noticias. Mi tocaya, muy vieja, reinaba aún en Gran Bretaña.
La patria insignificante que me había tocado estaba in the making. Nacía en una futura gran ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía. Las familias de origen colonial, las que lucharon y se enardecieron por la emancipación de la Argentina, tenían la sartén por el mango, justificadamente. Yo pertenecía a una de ellas; es decir a varias, porque todas estaban emparentadas o en vías de estarlo. Aquellas familias de corte patriarcal vivían estrechamente unidas por la sangre, la amistad o la enemistad, las ilusiones o los rencores, las querellas y las reconciliaciones, por la fe en una nueva nación. Iba yo a oír hablar de los ochenta años que precedieron a mi nacimiento, y en que los argentinos adoptaron ese nombre, como de asuntos de familia. La cosa había ocurrido en casa, o en la casa de al lado, o en la casa de enfrente: San Martín, Pueyrredón, Belgrano, Rosas, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca, López… Todos eran parientes o amigos. El país entero estaba poblado de ecos de fechas históricas con aire de cumpleaños (happy birthday) caseros, de nostalgias sentidas por quienes me rodeaban y mimaban.
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