Bernal Díaz del Castillo - Verdadera Historia de los Sucesos de la Conquista de la Nueva-España (Tomos 1-3)

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Verdadera Historia de los Sucesos de la Conquista de la Nueva-España (Tomos 1-3): краткое содержание, описание и аннотация

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La Historia verdadera de la conquista de la Nueva España es una obra de Bernal Díaz del Castillo, que fue uno de los soldados participantes en la mayoría de las jornadas de la conquista de México en el siglo XVI. Es una obra de estilo cautivador desde las primeras líneas. Nos narra el proceso de la conquista de México de una manera ruda, aunque sencilla, ágil y directa. Leer su libro es transportarse al pasado y vivir al lado de un soldado todos los sucesos de la conquista: descripciones de lugares, relatos de personajes, anécdotas, críticas agudas y angustiantes relaciones de fatiga y peligros enfrentados.

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Y cuando nos vimos en tierra dimos muchas gracias á Dios, y luego se tomó el agua de la capitana un buzano portugués que estaba en otro navío en aquel puerto, y escribimos á Diego Velazquez, gobernador de aquella isla, muy en posta, haciéndole saber que habiamos descubierto tierras de grandes poblaciones y casas de cal y canto, y las gentes naturales dellas andaban vestidos de ropa de algodon y cubiertas sus vergüenzas, y tenian oro y labranzas de maizales; y desde la Habana se fué nuestro capitan Francisco Hernandez por tierra á la villa de Santispíritus, que así se dice, donde tenia su encomienda de indios; y como iba mal herido, murió dende allí á diez dias que habia llegado á su casa; y todos los demás soldados nos desparecimos, y nos fuimos unos por una parte y otros por otra de la isla adelante; y en la Habana se murieron tres soldados de las heridas, y los navíos fueron á Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador, y desque hubieron desembarcado los dos indios que hubimos en la Punta de Cotoche, que ya he dicho que se decian Melchorillo y Julianillo, y en el arquilla con las diademas y ánades y pescadillos, y con los ídolos de oro, que aunque era bajo y poca cosa, sublimábanlo de arte, que en todas las islas de Santo Domingo y en Cuba y aun en Castilla llegó la fama dello, y decian que otras tierras en el mundo no se habian descubierto mejores, ni casas de cal y canto; y como vió los ídolos de barro y de tantas maneras de figuras, decian que eran del tiempo de los gentiles; otros decian que eran de los indios que desterró Tito y Vespasiano de Jerusalen, y que habian aportado con los navíos rotos en que les echaron en aquella tierra; y como en aquel tiempo no era descubierto el Perú, teníase en mucha estima aquella tierra.

Pues otra cosa preguntaba el Diego Velazquez á aquellos indios, que si habia minas de oro en su tierra; y á todos les respondian que sí, y les mostraban oro en polvo de lo que sacaban en la isla de Cuba, y decian que habia mucho en su tierra, y no le decian verdad, porque claro está que en la Punta de Cotoche ni en todo Yucatan no es donde hay minas de oro; y asimismo les mostraban los indios los montones que hacen de tierra, donde ponen y siembran las plantas de cuyas raices hacen el pan cazabe, y llámanse en la isla de Cuba yuca, y los indios decian que las habia en su tierra, y decian Tale , por la tierra, que así se llama la en que las plantaban; de manera que yuca con tale, quiere decir Yucatan.

Decian los españoles que estaban hablando con el Diego Velazquez y con los indios:

—«Señor, estos indios dicen que su tierra se llama Yucatan.»

Y así se quedó con este nombre, que en propia lengua no se dice así.

Por manera que todos soldados que fuimos á aquel viaje á descubrir gastamos los bienes que teniamos, y heridos y pobres volvimos á Cuba, y aun lo tuvimos á buena dicha haber vuelto, y no quedar muertos con los demás mis compañeros; y cada soldado tiró por su parte, y el capitan (como tengo dicho) luego murió, y estuvimos muchos dias en curarnos los heridos, y por nuestra cuenta hallamos que se murieron al pié de sesenta soldados, y esta ganancia trujimos de aquella entrada y descubrimiento.

Y Diego Velazquez escribió á Castilla á los señores que aquel tiempo mandaban en las cosas de Indias, que él lo habia descubierto, y gastado en descubrillo mucha cantidad de pesos de oro, y así lo decia D. Juan Rodriguez de Fonseca, Obispo de Búrgos y Arzobispo de Rosano, que así se nombraba, que era como presidente de Indias, y lo escribió á S. M. á Flandes, dando mucho favor y loor del Diego Velazquez, y no hizo mencion de ninguno de nosotros los soldados que lo descubrimos á nuestra costa.

Y quedarse ha aquí, y diré adelante los trabajos que me acaecieron á mí y á tres soldados.

CAPÍTULO VII

Índice

DE LOS TRABAJOS QUE TUVE HASTA LLEGAR Á UNA VILLA QUE SE DICE LA TRINIDAD.

Ya he dicho que nos quedamos en la Habana ciertos soldados que no estábamos sanos de los flechazos, y para ir á la villa de la Trinidad, ya que estábamos mejores, acordamos de nos concertar tres soldados con un vecino de la misma Habana, que se decia Pedro de Ávila, que iba asimismo á aquel viaje en una canoa por la mar por la banda del Sur, y llevaba la canoa cargada de camisetas de algodon, que iba á vender á la villa de la Trinidad.

Ya he dicho otras veces que canoas son de hechura de artesas grandes, cavadas y huecas, y en aquellas tierras con ellas navegan costa á costa; y el concierto que hicimos con Pedro de Ávila fué que dariamos diez pesos de oro porque fuésemos en su canoa.

Pues yendo por la costa adelante, á veces remando y á ratos á la vela, ya que habiamos navegado once dias en pareje de un pueblo de indios de paz que se dice Canarreon, que era término de la villa de la Trinidad, se levantó un tan recio viento de noche, que no nos pudimos sustentar en la mar con la canoa, por bien que remábamos todos nosotros; y el Pedro de Ávila y unos indios de la Habana y unos remeros muy buenos que traiamos hubimos de dar al través entre unos ceborucos, que los hay muy grandes en aquella costa; por manera que se nos quebró la canoa y el Ávila perdió su hacienda, y todos salimos descalabrados de los golpes de los ceborucos y desnudos de carnes; porque para ayudarnos que no se quebrase la canoa y poder mejor nadar, nos apercebimos de estar sin ropa ninguna, sino desnudos.

Pues ya escapados con las vidas de entre aquellos ceborucos, para nuestra villa de la Trinidad no habia camino por la costa, sino malos paises y ceborucos, que así se dicen, que son las piedras con unas puntas que salen dellas que pasan las plantas de los piés, y sin tener qué comer.

Pues como las olas que reventaban de aquellos grandes ceborucos nos embestian, y con el gran viento que hacia llevábamos hechas grietas en las partes ocultas que corria sangre dellas, aunque nos habiamos puesto delante muchas hojas de árboles y otras yerbas que buscamos para nos tapar.

Pues como por aquella costa no podiamos caminar por causa que se nos hincaban por las plantas de los piés aquellas puntas y piedras de los ceborucos, con mucho trabajo nos metimos en un monte, y con otras piedras que habia en el monte cortamos cortezas de árboles, que pusimos por suelas, atadas á los piés con unas que parecen cuerdas delgadas, que llaman bejucos, que nacen entre los árboles; que espadas no sacamos ninguna, y atamos los piés y cortezas de los árboles con ello lo mejor que pudimos, y con gran trabajo salimos á una playa de arena.

Y de ahí á dos dias que caminamos llegamos á un pueblo de indios que se decia Yaguarama, el cual era en aquella sazon del padre fray Bartolomé de las Casas, que era Clérigo Presbítero, y despues le conocí fraile dominico, y llegó á ser Obispo de Echiapa; y los indios de aquel pueblo nos dieron de comer.

Y otro dia fuimos hasta otro pueblo que se decia Chipiona, que era de un Alonso de Ávila é de un Sandoval (no digo del capitan Sandoval el de la Nueva-España), y desde allí á la Trinidad; y un amigo mio, que se decia Antonio de Medina, me remedió de vestidos, segun que en la villa se usaban, y así hicieron á mis compañeros otros vecinos de aquella villa; y desde allí con mi pobreza y trabajos me fuí á Santiago de Cuba, adonde estaba el gobernador Diego Velazquez, el cual andaba dando mucha priesa en enviar otra armada; y cuando le fuí á besar las manos, que éramos algo deudos, él se holgó conmigo, y de unas pláticas en otras me dijo que si estaba bueno de las heridas, para volver á Yucatan.

É yo riyendo le respondí que quién le puso nombre Yucatan; que allí no le llaman así. É dijo:

—«Melchorejo, el que trujistes, lo dice.»

É yo dije:

—«Mejor nombre seria la tierra donde nos mataron la mitad de los soldados que fuimos, y todos los demás salimos heridos.»

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