Manuel Robles Freire - Pablo VI, ese gran desconocido

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Pablo VI ha sido un papa poco conocido, sobre todo en España, debido a las circunstancias históricas de nuestro país. Con el fin de darlo a conocer un poco mejor, Manuel Robles ha rebuscado en la biografía personal de Pablo VI, beatificado el 19 de octubre de 2014 por el papa Francisco. Mediante el relato de las anécdotas y detalles de su vida, el libro nos descubre cómo era la familia de Giovanni Battista Montini, cómo fue su niñez y juventud, cómo transcurrieron sus años de seminarista y de sacerdote en Brescia, sus años de estudio en Roma, su trabajo en la Secretaría de Estado, su destino en la nunciatura de Polonia, su regreso a Italia como consiliario del movimiento estudiantil católico, su trabajo al lado de Pío XII, su traslado como arzobispo de Milán, su elección como Papa, su pontifi cado, su testamento y el largo proceso hasta llegar a su beatificación.

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Los primos del papa Montini

Luigi Montini era hijo de su tío Giuseppe, médico y buen literato. Se hizo salesiano después del servicio militar en Bressanone, hacia 1930. Partió para China al año siguiente, y estudió Teología en Hong Kong y en Macao. Se ordenó sacerdote en 1940. Luego, durante la guerra del Pacífico, cayó prisionero de los japoneses. Una vez liberado, atendió con entrega heroica a los leprosos de una de las islas Hawái. Acabó sus días de misionero en río Negro, en el corazón de la Amazonia, y allí mismo fue sepultado.

Carlo Montini fue otro primo sacerdote (1903-1972), que era ingeniero. Pero en 1935 se ordenó sacerdote y fue capellán militar durante la II Guerra mundial. Y acabó siendo el rector del Seminario de Brescia, provicario general en 1960, y finalmente canónigo de la catedral de Brescia.

La nodriza del niño Montini

Siendo un bebé el aire de la ciudad no resultó saludable para Juan Bautista, y sus padres lo entregaron a una nodriza. Eligieron a Clorinda Zanotti de Peretti, madre de cuatro hijos y campesina de Nave, a ocho kilómetros de Brescia. El pequeño Battista reemplazó, mamando la leche de la mujer, a la pequeña Emma, que había volado al cielo.

El niño permaneció en la rústica casa de los Peretti, entre viñedos y castañares, durante 14 meses, recibiendo frecuentes visitas de mamá Giuditta y su padre Giorgio. Margherita, la hija crecida de Clorinda, que lo quería como a un hermanito, le enseñó a caminar. Entonces sus padres, desde el campo y la hospitalaria casa, lo volvieron a llevar a Brescia. Pero el niño se iba desmejorando a causa de su precoz sensibilidad, aquella escondida sensibilidad que será característica de Pablo VI hasta su último aliento. Echaba de menos a la cariñosa nodriza que le había estrechado en su pecho como una mamá. Para que se desligase poco a poco de aquella nostalgia, fue preciso tener a la mujer en casa durante algún tiempo.

Ya sea porque la madre no andaba sobrada de fuerzas, ya sea porque así se acostumbraba en las mejores familias, al lactante le dieron una nodriza, que se llamaba Clorinda Peretti, una campesina de 30 años. La nodriza recibía por sus servicios 25 liras de oro al mes. Montini se mantuvo siempre unido a su hermana de leche y en ocasiones la visitaba. Cuando, siendo ya arzobispo de Milán, supo que el hijo de Margherita había sufrido un accidente laboral, inmediatamente se puso en camino para visitarlo y consolar a su madre. «Siempre le repugnó expresar sus sentimientos –según decía su hermana de leche–; tenía un corazón de oro; se lo digo yo».

El nomignolo de Giovanni Battista era Migolino

Giovanni Battista era el niño mimado de su padre Giorgio y de su madre Giuditta. La abuela Francesca, que le vigilaba en sus juegos y en ausencia de sus padres, escribía: «El morito –así llamaba a Battista– está siempre contento y se porta bien. El pequeño morito en este momento juega alegremente con Tita y le ayuda a poner la mesa». Después el niño fue devuelto a la ciudad, pero sintió tanto la ausencia de la nodriza que fue necesario devolverlo por algún tiempo a la casa de campo, hasta que poco a poco se pudo destetar al flacucho rapazuelo.

La fe probada de los padres de Montini

En la penúltima carta que le dirigió le aseguraba que, desde la lejanía, «llamaba con los dedos» a la puerta de su habitación de enfermo «para proporcionarle unos minutos de compañía..., pensando en tu coraje, en tu serenidad, de la que siempre nos has dado ejemplo, en el bien que la providencia amorosa oculta incluso bajo sus dolores, en los dolores infinitos y mucho mayores del mundo actual».

Pasaron casi dos meses hasta que encontró tiempo para escribir la última carta a su progenitor asegurándole su «consonancia espiritual». A primeros de diciembre el padre, de 82 años, hubo de someterse a una operación de próstata, que discurrió bien; pero pronto se sumaron los trastornos circulatorios. La madre informó de todo ello al hijo, que el segundo día de las fiestas navideñas marchó a la casa de Brescia para una estancia de tres días. Giorgio Montini moría el 12 de enero de 1943 a las 19.30 horas. Y su hijo llegó esa misma noche a Brescia para el entierro.

Fue con tal motivo cuando vio a su madre por última vez. Ella continuó escribiéndole regularmente y comunicándole cómo de todas partes le llegaban muestras de respeto a la memoria del difunto, como un hombre de fe inconmovible y de carácter intachable, sacando de todo ello consuelo y estímulo indecibles para santos propósitos. Tenía la sensación de que era un «regalo el que papá esté ahora en el lugar de la verdadera vida». La buena mujer le recordaba al hijo triste y abatido la exhortación a la acción de gracias, tan empleada por el padre: «Agimus, sempre!», «¡Gracias sean dadas a Dios siempre!».

Al cabo de cuatro meses, la mamma seguía el paso de su marido el 17 de mayo de 1943; murió repentinamente, teniendo todavía en la mano unas rosas que acababa de cortar en el jardín.

Su padre, don Giorgio, nunca quiso escribir sus memorias

Juan Bautista invitó a su padre a escribir sus memorias. Podría haber sido una oportunidad para aportar algo a la historia de Italia y también a la historia de la Iglesia italiana, pero su padre se excusó diciendo que estaba viejo para escribir. Su hijo le dijo que él le trazaría un esquema para ayudarle a escribir, pero su padre no estaba animado a hacerlo, y se quedaron sin escribir. Cuando su padre le preguntó: «¿Por qué tienes tanto interés en que escriba mis memorias?», su respuesta fue: «Porque con tu experiencia puedes ayudar a otros».

2. Niñez y juventud

Se pelea con un amigo por defender a un gato

La familia repartía sus vacaciones de verano entre la casa solariega de Concesio, de donde procedía su padre, Giorgio, y la de Verolavecchia, a treinta kilómetros de Brescia, de donde procedía la familia de su madre. En uno y otro pueblo hizo sus correrías de niño tímido que fue Battista Montini. Un amigo de aquellos años contó que en una ocasión hubo de separar a su amigo Battista, que se peleó con un compañero, Luis Bolognini, que se divertía «martirizando» a un gato atándole una cacerola a la cola. Fue la única vez que le vimos enfadado.

Le encanta subirse a los árboles a coger fruta

Alessandro Bertolini contó que durante las vacaciones se escapaban por la finca, donde abundaban los árboles frutales: manzanos, higueras, perales, cerezos, nísperos. Como les encantaba coger la fruta de los árboles, Battista, que tenía un estómago un poco más débil que sus amigos, le preguntaba a su madre Giuditta cuántas piezas podía comer y de qué clase para no ponerse malo del... estómago. A veces, a la vuelta, confesaba a su madre: «Sabes, mamá, he comido un melocotón o una pera de menos, por miedo a equivocarme».

De niño siempre tuvo poca salud

En la edad del crecimiento Montini sufrió una serie de crisis en su salud. La asistencia a clase sufrió interrupciones. Durante meses no pudo frecuentar la institución docente Cesare Arici, que no quedaba lejos de la casa paterna, perdiendo repetidas veces los exámenes de dicho instituto. Por aquellos años su hermano Lodovico guardaba un vivo recuerdo del hecho de que quiso subir con su bicicleta una pendiente suave; pero hubo de desistir a medio camino, se sentó en la cuneta pálido como un cadáver y apretó con las manos sobre el corazón. El diagnóstico fue un grave trastorno compensatorio, al que una y otra vez se sumaban dolores del cuello y pesados trastornos digestivos. A lo largo de toda su vida fue un hombre enfermizo, a la vez que con capacidad de resistencia. En sus viajes, siendo ya papa, los periodistas que lo acompañaban se preguntaban a menudo, viendo los penosos esfuerzos a los que se sometía, cómo podía soportarlos. Su médico de cabecera, el profesor Fontana, nos manifestaba al regreso de Bombay: «Parece débil y quebradizo, pero tiene una naturaleza muy resistente».

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