Jorge Quintana - Pedaleando en el purgatorio

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La segunda parte de
Pedaleando en el infierno, la novela en la que Jorge Quintana se mete en la piel de un ciclista profesional de los años 2000. Pedaleando en el purgatorio narra la evolución y madurez de Lucas Castro, el ciclista que protagonizó
Pedaleando en el infierno. Lucas se ha asentado en la categoría profesional, pero vive inmerso en un mundo convulso: para empezar, el ciclismo está cambiando por completo gracias a la instauración del pasaporte biológico y los controles fuera de competición. Además, la economía española se desmorona con la misma velocidad con la que explota la burbuja inmobiliaria. Es hora de que Lucas tome la decisión definitiva en su carrera y en su vida. Es hora de que asuma las consecuencias de esa decisión.

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La primera mañana en Panamá arrancó con la visita de Jorge Páez a nuestro hotel. Lucía el mismo bronceado y la misma sonrisa que le recordaba de nuestro anterior encuentro, cuando coincidimos durante la presentación del equipo Magic Resort. También mostraba, como en aquella ocasión, un destacable don de gentes, así como la virtud y la paciencia de detenerse con todas las personas que le querían saludar. Ser el hijo del presidente de Panamá hacía que la vida de Páez no tuviera un atisbo de anonimato en ninguno de los pasos que daba por el país. Vivía en un escaparate continuo y disfrutaba de ello.

Con nosotros estuvo encantador. Fue respetuoso y no dijo ni hizo nada que me pudiera sentar mal, por mucho que estuviera esperando cualquier gesto fuera de tono para lanzarme sobre su yugular. Era evidente que Clara le había pedido que nos ayudara en Panamá y él estaba dispuesto a ejercer como el perfecto anfitrión. El plan que nos había diseñado era sencillo: coches a nuestra disposición y visitas bien coordinadas a los diferentes bancos y abogados. Todo estaba preparado y se cumplió con puntualidad propia de Suiza.

Comimos en el hotel y justo cuando apurábamos las infusiones, Jorge Páez volvió a hacer acto de presencia. En este caso, para invitarnos a una cena en la casa de su padre, es decir, el palacio presidencial. Resoplé. Aquello era demasiado. Por un lado, era una experiencia que me apetecía. ¡Por supuesto! Pero no era el presidente de Panamá. En realidad, era el exsuegro de Clara. Y no quería situaciones incómodas. Mi novia, como es lógico, contestó en su nombre… y en el mío y dijo que era un honor visitar al padre de Jorge. Yo respondí con el silencio. Asumí que la discreción formaba la esencia de mi papel.

La cena, sin embargo, fue agradable. Entre plato y plato, comprobé que los panameños saben escoger la palabra adecuada. Y los panameños que se dedican a la política son especialmente hábiles en ese arte. De nuevo, me marché con la frustración de que nadie había lanzado ninguna pullita sobre el pasado común de Clara y Jorge. Todos habían sido exquisitos en las formas y el fondo. En nuestro hotel, uno de los mejores de la ciudad, me decidí a contarle a Clara cómo me sentía.

—No te preocupes. Son así. Por eso me enamoré de la familia Páez. Cuando quieren, son encantadores. Como has visto, cuando estás con ellos, todo es maravilloso. Te dicen lo que quieres escuchar.

—No como yo.

—Exactamente. No son como tú. De ti me enamoré por lo contrario: me dices lo que no quiero escuchar.

—No sé si eso es bueno.

—Claro que sí, Lucas. No siempre es agradable, pero es bueno, muy bueno. ¿Cómo te lo explicaría? Bien, puede valer: el azúcar en pequeñas cantidades es maravilloso. En grandes… crea diabetes. Y eso es lo que me pasó con Jorge: me creó un mundo tan maravilloso como irreal. Todo era fachada. No teníamos nada en común, aunque me dijera que su vida dependía de la belleza de mis ojos. Eso suena muy bonito al principio, cuando vives deslumbrada, pero llega un punto en el que dejas de creer en las palabras y empiezas a creer en los hechos. Y la realidad es que Jorge empleaba las mismas palabras con cientos de mujeres. Además, no creas que fui la única que quiso parar la relación. A él le sucedió lo mismo, pero por motivos diferentes: decía que yo era demasiado ácida, que no tenía palabras de cariño, que pensaba en negocios y no en crear una familia, que no tenía paciencia para tejer redes de conexión con otras mujeres de empresarios panameños… Y tenía razón en todas sus críticas. Intenté adaptarme, pero fue imposible. No quería esa vida.

Por primera vez borré mis inseguridades de lo más profundo de mi cerebro y pude concentrarme solo en ser feliz durante el viaje a Panamá. Al parecer, lo más importante ya se había hecho: la familia Pellicer había reorganizado su entramado empresarial y el dinero había pasado de unas sociedades a otras. Además, Clara había desaparecido de los documentos oficiales y, por tanto, podía estar más relajada.

De camino al hotel después de la última visita, iba pensando en cómo entrenar, aunque solo nos quedaran dos días en Panamá. Clara tenía otro pensamiento en su cabeza. Y me lo planteó justo cuando yo me bajaba del taxi y cuando era evidente que ella no lo iba a hacer.

—Lo siento. Tengo que hacer un recado. Prepárate porque esta noche nos vamos a casa. He conseguido adelantar el vuelo. Pero me queda por arreglar un pequeño problema de un amigo. A mediodía nos vemos en el restaurante del hotel y comeremos con ese amigo. ¿Te parece bien?

Y Clara Pellicer desapareció de mi vista con la misma velocidad con la que había sembrado un torbellino de dudas. Había costumbres que no cambiaban.

Llegué puntual a la cita en el coqueto restaurante del hotel. La mesa había sido decorada con esmero: mantel de tela tan fina como blanca y servilletas de un color beis especialmente elegante. No había ninguna cara familiar, así que opté por sentarme en una mesa con buenas vistas, pedir una botella de agua con gas y limitarme a esperar. La tardanza de Clara fue breve. Un par de minutos más tarde aparecía en el salón. Su rostro desprendía felicidad en esa mañana y su sonrisa era capaz de iluminar todo el salón.

—Perdona el retraso, Lucas. ¿No llegó nuestro invitado?

—No. Bueno, tampoco te lo puedo confirmar. No sé quién es.

—Lucas, por favor, claro que sabes quién es.

—Vale. Sé quién es… si me dices el nombre.

—De verdad, ¿tengo que dártelo todo mascadito? ¿No lo adivinas?

Negué con la cabeza. Los golpes de efecto de Clara me sacaban de quicio y ya intuía que algo en aquella adivinanza no me iba a sentar bien.

—Verás, nuestro amigo me pidió ayuda. Tiene dinero y no quiere depositarlo en España. Por un lado, empieza a ver los problemas del pinchazo de la burbuja y tiene miedo de una quiebra bancaria. Además, ese dinero… cómo te lo digo, es dinero de empresas extranjeras y que no ha pasado por España… —Clara se tomó unos segundos para pensar sus palabras—. Es un poco complejo y, al mismo tiempo, es demasiado fácil: no quiere pagar impuestos.

—Me estás generando estrés. ¿Quién es? —pregunté temiéndome lo peor.

—Nuestro amigo necesita un lugar donde colocar ese dinero

—replicó Clara ignorando mi pregunta—. Y le he ayudado con mis contactos aquí. Todos hemos salido ganando. También tú.

—¿También yo?

—Sí, también tú. Por cierto, hablando del rey de Roma.

Sorprendido por las palabras de Clara y el cariz que había tomado la conversación, me di la vuelta y vi cómo en el restaurante había entrado… José Luis Calasanz, mi jefe y mánager del equipo ciclista Gigaset.

CAPÍTULO VI

José Luis Calasanz saludó a Clara con dos sonoros besos en las mejillas. Me impactó ese nivel de confianza entre dos personas que, en mi cabeza, apenas habían coincidido en un par de ocasiones. A mí me estrechó la mano y me obligó a quedarme clavado en la misma silla de la que me había levantado como un resorte para saludarle. Lo hizo agarrándome de la nuca con un gesto autoritario, pero también lleno de cariño. Se le veía feliz y relajado. Y esos no eran los sentimientos que yo albergaba. Lo mío era pura confusión.

—¿Cómo estáis? Yo vivo en Zaragoza y vosotros en Castellón, pero nos tenemos que ver en Panamá, ¿eh?

No supe responder. Una vez más, me había quedado sin palabras. Clara y José Luis lo habían organizado todo a mis espaldas. Ahora empezaba a entender por qué mi jefe se había mostrado tan sensible a la petición de retirarme de las competiciones durante un período amplio en mitad de la temporada. Él también tenía sus propias necesidades: quería ocultar dinero al fisco y necesitaba los contactos de Clara en Panamá. Efectivamente, todos ganaban. Pero no tenía claro qué ganaba yo, si era sincero. Mi temporada no había empezado mal, pero tampoco podía estar eufórico. Ahora estaba perdiendo días preciosos en mi preparación mientras asistía a reuniones con banqueros engominados y mientras cruzábamos medio planeta en aviones de ida y vuelta. En pocas palabras, estaba llevando el tipo de vida con la que jamás debe identificarse un ciclista profesional.

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