Porque los padres presentan, a su vez, problemáticas personales que intervienen en las del niño. Los mismos reflejos del psiquiatra de adultos actúan en un primer tiempo: «El o los padre(s) están enfermos». ¡Esta afirmación, así planteada, abre un abanico de respuestas que va desde las simples etiquetas hasta la terapia individual de tal o cual de los padres, a veces incluso en lugar de la terapia del niño! Diversas dificultades previsibles impiden esa tentación: la primera es que esos adultos no se presentan para solicitar cuidados o ayuda para sí mismos, sino solamente para sus niños. De todas maneras, el psiquiatra se sitúa como cuidante del niño: este, aunque esté ausente, es el centro del encuentro con los padres.
La segunda dificultad consiste en que todo psiquiatra atento a sus contraactitudes se da cuenta de que toda terminología, nosográfica, semiológica, patogénica, moral o educativa (padre paranoico, madre histérica, padre dimisionario, madre fálica, padres superprotectores, etc.), significa para él mismo un rechazo agresivo de los padres y una fuerte identificación con el niño. No se produce entonces ninguna dinámica de cura, sino más bien designación fija de las responsabilidades de las perturbaciones del niño: este es negado como sujeto, reducido a no ser más que el resultado de las intenciones conscientes y de los deseos inconscientes en relación con él.
Además, como tercera dificultad, el psiquiatra se ve obligado a constatar que las problemáticas de los diferentes miembros de la familia se encadenan entre sí, se completan, formando y produciendo un conjunto familiar, entidad nueva, que no se reduce a la suma de cada uno de sus componentes, y que posee sus propias reglas, su propio funcionamiento.
La llegada de los padres como «padres» al campo de la práctica no puede desembocar más que en constataciones de este género, vayan o no acompañadas de reflexiones teóricas y/o terapéuticas en consecuencia.
SER PADRES EN PSIQUIATRÍA INFANTO-JUVENIL
Desde el momento en que se opera ese cambio de perspectiva que restablece a los padres como «padres», incluidos en un conjunto en el que el niño es otro elemento, el encuentro queda transformado.
Los padres llegan hostiles y tensos, temiendo ser catalogados y que su fracaso, designado por esa demanda, sea ratificado por un interventor externo. Esa referencia a un tercero es una oficialización de la ruptura de equilibrio y también la promesa de cambios deseados, aunque temidos. Cuando se dan cuenta de que son recibidos como «padres», de que la terapia no se ejerce ni directamente sobre ellos ni contra ellos, pueden, paradójicamente, hablar mejor de sí mismos y «revivir» con emoción sus interrelaciones en su familia de origen y en la que han creado después. El trabajo que se elabora entonces puede ser de una profundidad extrema. Lo transgeneracional se instala ahora con toda naturalidad en el centro de los encuentros con los padres.
El niño forma parte de una estructura (el grupo familiar) que no puede ser eliminada, ni siquiera cuando el práctico intenta mantenerla a distancia. El psiquiatra infanto-juvenil está, pues, conminado a trabajar con la familia, y eso constituye una de sus dimensiones mayores. Una ampliación semejante del campo de la práctica no ha sido tomada en cuenta, de manera satisfactoria, ni por el pensamiento médico clásico, ni por el pensamiento psicoanalítico tradicional. Y si actualmente lo pueden hacer, es gracias al enriquecimiento debido a los cuestionamientos de la experiencia psiquiátrica infanto-juvenil.
En efecto, la medicina tradicional aborda lo interindividual con criterios genéticos y hereditarios, complementados más tarde con el concepto de «terreno» (transmisión vertical) y con la aproximación del «contagio» (transmisión horizontal). La práctica psicoanalítica ortodoxa, fundada en la técnica de la cura-tipo en relación dual, apenas puede «evocar» el grupo familiar tal como se representa en el discurso del paciente. O bien considera al padre como un paciente por analizar.
Al contrario, en la práctica psiquiátrica infanto-juvenil, el grupo familiar manifiesta su presencia. La práctica no es asunto de un solo individuo. Este es también miembro de un grupo: ese conjunto que es el sujeto forma parte a su vez de un conjunto englobante, y, en ese sentido, podemos hablar de «terapia en volumen», discursos sobre los padres o el niño y referentes de esos discursos. Los padres y el niño se entrecruzan ellos mismos en una dramaturgia.
El niño actúa, por una parte y a su manera, las problemáticas familiares surgidas, entre otras cosas, de las problemáticas de cada uno de sus padres. E. Lévinas, en el prefacio a la nueva edición de Le temps et l’autre 8[El tiempo y el otro], escribe: «Lo posible que se le ofrece al hijo, colocado más allá de lo que puede asumir el padre, sigue siendo suyo en cierto sentido. Precisamente, en el sentido del parentesco».
Nosotros, por nuestra parte, formularemos las cosas un poco de otra manera: lo que cada ser humano ha reprimido en lo más profundo de sí mismo se le escapa, especialmente, en dos situaciones: la elección de la pareja amorosa durable (uno se asombra con frecuencia al ver algunos emparejamientos) y, de forma aún más fuerte y más sutil a la vez, la posición parental. El niño está hecho de todo eso por mecanismos de complejidades infinitas.
Lo que escapa a los padres —algunos hablarían aquí de lo reprimido o de lo «inanalizable»— no se encuentra en estado bruto. Sufre siempre transformaciones que habrá que describir rigurosamente. El padre, por lo demás, está tentado a no reconocer esas manifestaciones como salidas de él y que reflejan de manera implícita lo más profundo, lo más oscuro, lo más oculto de su ser. Además, el tránsito del uno al otro, del padre al niño, añade la carne: el resultado se traduce en rasgos de carácter, en comportamientos, en actos, incluso en la trayectoria de un destino. No olvidemos que, por otra parte, eso que escapa al padre y no es resuelto en él, se añade y se mezcla con lo que se transmite sin conflicto. El problema se complica por el hecho de que el niño no procede de una sola persona: él encarna también, de manera disfrazada, aquello que ha escapado (podríamos hablar de proyecciones inconscientes) al otro progenitor, pues la elección recíproca de los dos padres pone en juego, como ya hemos dicho, mecanismos del mismo orden.
Los abuelos, los tíos y las tías, los hermanos y las hermanas, desempeñan también un rol en el asunto. No hace falta recordar que cierto número de factores embrollan también el panorama: constitución física en parte heredada, lugar que ocupa entre los hermanos, historia particular del embarazo, del alumbramiento, de la llegada del niño, tema astrológico que algunos pretenden tomar en serio, relacionándolo con los temas parentales…
Más aún, el niño no es más que emanación de los fantasmas (inconscientes) de sus ascendientes y colaterales, y no de los azares de su venida al mundo ni de su existencia. Es sujeto y causa de sí mismo: él es su propio autor, al «hacer» algo singular con todas las influencias, con su «genio» propio (entidad difusa a falta de una definición precisa).
Su completa realización debería consistir en encontrar el lugar original más satisfactorio en una filiación, sin que por eso se limitase a los deseos que se ejercen respecto a él y que él mismo ha interiorizado (la rebelión reaccional es tan alienada como la total conformidad).
LA TERAPIA COMO CONVERSIÓN
Partir a la búsqueda de las causalidades es aquí ilusorio, y no puede desembocar más que en reducciones. Es esa, no obstante, la tentación más habitual de la psiquiatría que, fascinada por el modelo científico medical del siglo XIX, piensa que la explicación etiológica es la vía real de la terapia.
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