Ivan Darrault-Harris - Psiquiatría de la elipse

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Esta obra presenta una experiencia novedosa: un psiquiatra y un semiólogo colaboran en procesos de «cura» en niños y adolescentes con problemas de perturbación psíquica. El semiólogo analiza los discursos del paciente (relatos, representaciones, dibujos, posturas, movimientos, gestos). El psiquiatra incorpora los resultados de esos análisis semióticos para ponerlos al servicio de la «cura».

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Para continuar avanzando en nuestro propósito, dejemos de lado toda idea de causalidad (organogénica o psicogénica, por ejemplo) y constatemos que trazos psicoafectivos individuales, configuraciones de composición de pareja, perfiles de destino se repiten en lo idéntico o en la oposición, o bien sufren modificaciones; asimismo, que las problemáticas se trasladan así de una generación a otra. Hablemos, más bien, de cambio de registro, de «conversión». Queda por hacer un examen detallado de cada historia particular.

Poner al día esos mecanismos es, sin duda, científicamente interesante, pero su desvelación apenas permite modificarlos. Y se encuentran no pocas personas perfectamente capaces de describir los orígenes personales y familiares de sus dificultades, sin que eso conlleve para ellos la menor mejoría.

La terapia permite por sí misma una conversión por medio de la elaboración de un relato, ya sea que se haga, como en psiquiatría de adultos, en forma de reconstrucción legendaria contada a un analista en interrelación transferencial, o por medio de una representación institucional con múltiples actores.

En psiquiatría infanto-juvenil, el tránsito al individuo sufriente como único actor de la terapia, así como el paso a la institución como marco codificado de una neosociedad reconstituida, son, de hecho, figuras raras, y se trata de inventar cada vez la fórmula individualizada, adaptada al niño considerado como algo particular, es decir, como único.

La terapia, de todas maneras, no es una respuesta a las problemáticas del sujeto, sino una puesta en escena para acoger esas problemáticas, de tal suerte que poco a poco encuentren solución.

LA ENFERMEDAD COMO FIGURA

Los pacientes de psiquiatría infanto-juvenil son definidos con el término niños , y no con el de enfermos , como ocurre en todas las otras disciplinas médicas. Algunos hablan incluso de gosses [chiquillos] o de gamins [muchachos]. Malades [enfermos] no es más que un adjetivo, mientras que es un sustantivo para los psiquiatras de adultos como para los pediatras, que denominan a sus clientes petits malades [pequeños enfermos], donde petit es el adjetivo y malades , el sustantivo. De la misma manera, los miembros de la Educación Nacional no ven en los niños más que eleves [alumnos], en todo caso, a partir de la escolaridad obligatoria. En cambio, los psiquiatras infanto-juveniles no se colocan frente a una enfermedad, sino frente a una persona, cuyas manifestaciones no siempre han de ser inscritas en el marco de la patología. La enfermedad no resume al individuo sufriente objeto de cuidados.

Para eso se pueden aducir varias razones:

– El recurso al psiquiatra es cada vez más diversificado, y el abanico de la clientela es cada vez más abierto: comprende niños cuyas perturbaciones son mínimas, como aprendizaje esfinteriano, dificultades de relación, convivencia escolar, relación con la lectura o con la escritura, etc. Nada hay en todo eso que remita a una entidad mórbida. Muchos de esos niños son «ordinarios», como lo son nuestros propios niños o los de nuestros amigos.

– Otra razón reside en la obligación que tiene el psiquiatra público de vivir en los mismos lugares del área geográfica a la que su servicio atiende: es, por tanto, usuario de los mismos servicios que sus propios usuarios (esto es evidentemente menos cierto en las grandes metrópolis, donde están más diluidos). Así pues, es ineludible para él cruzarse con los niños que acuden a su consulta en diversos lugares públicos: las casas de jóvenes, las escuelas, las tiendas, donde esos niños no se presentan como enfermos, sino como otros niños.

LA DIMENSIÓN SOCIAL

El niño, con su familia, es de hecho incluido en el conjunto social, que se manifiesta por las intervenciones de sus diferentes actores: maestros, trabajadores sociales (asistentes sociales, educadores, puericultores, trabajadoras familiares), reeducadores de la Educación Nacional (redes de ayudas especializadas), consejeros de orientación, regidores y agentes municipales (alcalde y consejeros municipales, personal de cunas infantiles), miembros de las instancias creadas por la ley de 1975 sobre los discapacitados, agentes de la Protección Maternal Infantil, de la Ayuda Social a la Infancia, responsables de la Dirección Departamental de Asuntos Sanitarios y Sociales, jueces de infantes, servicios sociales educativos, etc. El psiquiatra infanto-juvenil tiene que tomar en cuenta todas esas intervenciones potenciales o reales. Incluso cuando ha decidido ponerlas a cierta distancia, su presencia persiste, al menos en filigrana, y no deja de recordarlas. El rechazo a comunicarse con ellas es insostenible por las proyecciones que suscitaría en los cuidantes y en el niño, quien de campo común para esos interlocutores se convertiría en campo de batalla.

Demasiadas interpelaciones exteriores van a afectar también su inserción escolar, la obtención de un lugar eventual para alimentarse, una decisión de permanencia en la institución, la situación económica de la familia. Basta con que un miembro del equipo de cuidantes participe una sola vez en tales reuniones que desembocan en una decisión de realidad (aunque dicha decisión no concierna más que a la dimensión simbólica de aquella realidad) para que todas las relaciones con todos los clientes resulten perturbadas.

Y el contrato de no-injerencia en su realidad es un caso especial, opción deliberada por parte de los cuidantes, y no aplicación sistemática de reglas establecidas.

Los psiquiatras de adultos eran tradicionalmente considerados actores sociales, sobre todo en el territorio de la exclusión (ley de 1878 que regulaba el internamiento, ley de 1968 para la protección de los bienes); su función se completaba con la persona de la asistenta social de higiene mental, encargada de la reinserción: búsqueda de un trabajo, protegido o no, acción sobre la tolerancia de la vecindad. Nada comparable a la presencia cotidiana de la dimensión social en psiquiatría pública de niños, que obliga a tener en cuenta los efectos de repercusión recíproca de las perturbaciones y de la «realidad» escolar: por ejemplo, los efectos de las perturbaciones del niño sobre su adaptación escolar, pero también los de la institución escolar sobre las perturbaciones del niño.

El sector permite también poner en evidencia que la designación de las perturbaciones en un individuo es también una manera de enmascarar esas interferencias con otras dimensiones: familiar, escolar, institucional, social.

Estas graves cuestiones se vuelven a encontrar en aquello que el intersector propone como respuestas a las necesidades.

DIVERSIDADES TERAPÉUTICAS

Frente a esos conjuntos, el intersector se ve obligado a proponer e instalar otro conjunto: uno de aproximaciones terapéuticas conducidas por un equipo de cuidantes. La práctica de psiquiatría infanto-juvenil, desde el momento en que toma en cuenta todas esas dimensiones, requiere aproximaciones terapéuticas multidimensionales diversificadas.

Las costumbres terapéuticas monodimensionales psiquiátricas solo pueden ser suficientes para cada uno de los miembros de un servicio, al menos a escala de equipo. Uno puede, a lo sumo, ejercer toda una carrera de psiquiatra de adultos aplicando únicamente el psicoanálisis o la quimioterapia, por ejemplo. El contenido de una terapia a otra será diferente, pero la estructura del encuentro con el cuidante será siempre la misma.

Con el niño, el medicamento y/o el intercambio verbal no pueden agotar el encuentro. La aproximación tiene que ser forzosamente diversificada, y no puede ser codificada según un protocolo regulado de manera estricta.

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