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Cada práctica aparece oportunamente gracias a la evolución del pensamiento humano, y por eso no creemos que haya sido por simple azar el hecho de que la psiquiatría del niño y del adolescente y la semiótica sean prácticamente contemporáneas, con una diferencia de apenas una decena de años.
Dicho esto, durante todo el tiempo, el campo de las intervenciones en psiquiatría ha entrado en interacción con las conceptualizaciones de la locura, y se podría reconstruir brevemente la historia de esas intervenciones de la manera siguiente:
En el siglo XIX, la psiquiatría se delimitó en el marco del asilo. El psiquiatra Philippe Pinel escribió entonces: «Se ha constatado por la experiencia que los alienados casi nunca se curan en el seno de sus familias». Preconiza, pues, una «restricción extrema a permitir que los alienados se comuniquen con las personas de fuera [del asilo]».
Siguiendo esa opinión, la ley de 1938 creó el internamiento y designó el lugar de la separación espacial del individuo y del resto del mundo, sea la familia o la sociedad. La institución se pone, entonces, en primer plano. Y el pensamiento psiquiátrico correspondiente es el de la mirada clínica sobre un objeto, el loco, a partir de la cual se construyó una descripción casi «entomológica» del enfermo.
Esa definición espacial cerrada se completó con una posición «fuera del curso del tiempo», cuando los enfermos, antes de entrar en un hospital psiquiátrico del Sena, pasaban en París por la Enfermería Especial del Depósito. Es preciso citar aquí a De Clérambault, psiquiatra célebre de fines del siglo XIX, uno de los pocos maestros que Jacques Lacan ha reconocido. La instantánea de un encuentro de apenas veinte minutos con el psiquiatra orientador, que no seguirá al enfermo, autoriza la redacción de certificados en términos de «estados», como si el cuadro fuera estático.
Independientemente de ese movimiento de psiquiatría engorrosa, que debe preocuparse también de la seguridad social y de la protección de los bienes, el psicoanálisis y su práctica liberal de pago, en el laboratorio del gabinete privado, deja de lado a la mayor parte de los enfermos psicóticos y orgánicos. La teoría psicoanalítica solo se preocupa del individuo y desdeña las dimensiones sociales, políticas y económicas tanto de la terapia como de las perturbaciones.
Cada práctica contribuye así a fundar una concepción de la enfermedad mental que se sostiene en el retorno a dicha práctica. Pero el escollo reside en tomar los conceptos obtenidos como universales e inmemoriales, siendo así que reposan en un acercamiento particular duplicado por una teoría, fundados ambos en una exclusión.
HISTORIAL DE LA PSIQUIATRÍA DE SECTOR
Retomar la historia de la psiquiatría a partir del siglo XIX queda, a pesar de lo que se diga, por hacer. No podemos abordar aquí más que la de la psiquiatría pública en su revolución actual: la sectorización psiquiátrica, que no es un nuevo concepto teórico, sino una nueva metodología para la ubicación del marco terapéutico.
Algunos pretenden que hay que tomar en cuenta para eso tres generaciones a fin de explicar la ocurrencia de una patología psicótica en un individuo. Y han sido necesarias ciertamente tres generaciones, pero para llegar más bien a la aventura actual del «intersector».
La primera generación en la historia de la sectorización ha durado veinticinco años: es la de los choques fundadores. Comenzó en 1936 con la introducción de las cuarenta horas. Antes de esa fecha, los guardianes de asilo eran reclutados, como señaló Van Deventer en 1907 4, entre los vagabundos, los borrachos, los náufragos de la sociedad, lacayos indecorosos y musculosos que reinaban en un universo de brutalidad, de alcoholismo y de prostitución.
Los enfermeros de entonces, entre los cuales se deslizaban de manera más o menos duradera carceleros jubilados, pillos de la calle, enfermos (antiguos o no), desocupados, habitantes de la región (pero poco o nada motivados por el oficio), todos ellos pasaron, en 1936, de una condición servil a la condición de funcionarios que gozaban de una verdadera carrera. El reclutamiento había sido trastrocado. Una profesión quedaba abierta a los enfermeros en el sentido pleno del término.
El segundo choque tuvo lugar durante la guerra, entre 1939 y 1945 en Francia: la «muerte de los locos», por hambre y por frío (40 000 enfermos mentales, según unos; el doble, según otros), fue la causa reveladora que desencadenó lo que se ha llamado la «revolución psiquiátrica».
Con olor a cadáver, con enfermos edematosos, que reventaban antes de morir, los psiquiatras se encontraron frente a una alucinante patología de carencia, atroz, insoportable y vergonzosa, puesto que obligatoriamente mataba y había que mantenerla en secreto.
Eso dio lugar a un compromiso por luchar contra todas las formas de opresión. Algunos hospitales psiquiátricos, como el de San Albán, en Lozère, se convirtieron en centros de fuerte resistencia tanto psiquiátrica como política. Se sabe que Paul Éluard se refugió allí, durante un tiempo, de los nazis.
Después de la guerra, con la Liberación, la experiencia de los psiquiatras es confrontada con la experiencia de los rescatados de los campos de concentración. El universo de los campos de concentración, los enfermos rescatados lo reconocen, horrorizados, es atenuado en el asilo. En ese mundo de proscritos renace el espíritu de la Resistencia, la protesta contra la masacre del hombre por el hombre. Es el movimiento —constituido durante la Ocupación y que estalla en 1945— que cuestiona las instituciones, que dirige el interés a la relación cuidante-cuidando, que toma en serio la angustia que se padece en el tratamiento, que da origen a la noción de sector, a la reflexión sobre la terapia por el trabajo, que toma en cuenta las significaciones simbólicas de las relaciones sociales, todo eso impregnado de influencias marxistas o anarquistas, y surrealistas, marcado también por el psicoanálisis y por la fenomenología, sin olvidar las referencias al protestantismo.
El dinamismo psiquiátrico, en particular, de la «psiquiatría institucional», comienza entonces a transformar el ambiente de algunos servicios hospitalarios: los progresos son importantes, las salidas aumentan.
Pero las relaciones de la institución psiquiátrica, colocada entre el loco y la sociedad, están siempre marcadas por las situaciones siguientes: deseos de posesión, miedo a la apropiación por el otro, conflictos de autoridad y de detentación del poder, el enfermo sigue siendo considerado como un objeto, a tal punto que la situación se torna más dramática y más perturbadora respecto de la sociedad, que demanda entonces tanto represión como cuidados. De tal modo que el diálogo está siempre sostenido por la ambivalencia «apropiación-rechazo».
La psiquiatría contemporánea y aquella que porta en germen la revisión total de la noción de locura (en particular, en el trabajo de sector, en psiquiatría del niño) surgieron de ese cuestionamiento, en 1945, de las estructuras del asilo, las cuales siguen resistiéndose todavía.
La «psiquiatría institucional», con la cual la «psicoterapia institucional» de referencia psicoanalítica romperá más tarde, propuso entonces una «buena» institucionalización, percibida como medio terapéutico y opuesta a la «mala», que era vista como un factor de cronicidad.
El hospital permitió acceder al orden simbólico de las relaciones sociales y elucidar en un conjunto social estructurado lo que los psiquiatras Aymé, Rappart y Torrubia 5han llamado «la articulación entre las instancias individuales puestas en juego y las instancias colectivas, la articulación dialéctica entre alienación social y alienación mental».
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