Raúl Palacios Rodríguez - Construcción política de la nación peruana

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¿Qué cambió y qué pervivió en el Perú después de la ruptura de la Metrópoli hispana? ¿Cuál fue, entonces, su entorno geográfico y cuáles sus vicisitudes internacionales? ¿Qué hitos relevantes pueden señalarse del incipiente quehacer político? ¿De qué manera se expresaron las opciones ideológicas de la élite pensante criolla? ¿Cuál fue el desempeño de las corrientes libertadoras tanto del sur como del norte? ¿Quiénes fueron los más destacados colaboradores nacionales de San Martín y Bolívar? ¿Qué rol desempeñaron los montoneros en la gesta emancipadora? ¿Qué caracterizó a las campañas militares de Junín y Ayacucho? ¿Cuál fue la posición de las grandes potencias mundiales frente a la lucha independentista?
Estas y otras interrogantes guían el desarrollo temático del presente texto, con el fin de que el lector logre una visión resumida del estado en que quedó nuestro país después de las azarosas y prolongadas campañas militares que tanto lo agobiaron, así como de las terribles contingencias (de origen interno y externo) que prosiguieron a la indicada ruptura. Fueron apenas cinco años (1821-1826) en los cuales, junto con el afán decidido y perentorio de echar las bases de la naciente república, se vivieron, asimismo, instantes de verdadera incertidumbre tanto en el ámbito económico como en el político, ideológico, social, militar e internacional. Este es, en definitiva, el mensaje que se quiere destacar como parte sustantiva de aquella singular experiencia histórica que entonces vivió el Perú.

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Pero lo curioso es que los obstáculos no solo se circunscribían al interior del país ni específicamente a la región andina. El mismo autor refiere lo difícil que era, por ejemplo, trasladarse un poco más allá de las murallas de la antigua ciudad capitalina (Miraflores, Chorrillos, Lurín, etcétera). Para llegar a esos lugares se utilizaba el llamado ‘balancín’, un tipo de calesa halado por tres caballos: “Es uno de los vehículos más desagradables que hayan sido construídos jamás, ya que hace sentir al pasajero doblemente el más ligero golpe que recibe” (Tschudi, 1966, p. 136). La falta de buenos caminos —prosigue— impide usar vehículos cuando se va más lejos de la ciudad.

Solamente a lo largo de la costa, al sur de Lima (Cañete, Chincha, Pisco), se logra hacer con grandes dificultades y a un costo considerable un recorrido de unas 40 leguas. Para tal viaje se lleva siempre alrededor de 60 a 80 caballos que son arreados junto al coche, ya que hay que cambiarlos cada media hora en vista de que el pesado carruaje se mueve solo con la mayor dificultad sobre la arena fina de un pie de espesor. (Tschudi, 1966, pp. 136-137)

Sin embargo, las dificultades físicas del terreno se multiplicaban cuando a lo largo del camino merodeaban los malhechores en demanda de sus eventuales víctimas. En este sentido, ni siquiera el camino de Lima al Callao (aparentemente el más transitado y protegido) ofrecía comodidad y seguridad al viandante; además de la soledad y la escasez de vigilancia, los asaltantes —dice Robert Proctor, viajero y escritor inglés de la época— merodeaban impunemente “a vista y paciencia de los custodios” (citado por Puente Candamo, 1959, pp. 26-28). Para evitar ser víctima de los atracos, por lo regular el viajero hacía el trayecto en grupo o, si gozaba de solvencia económica (como era el caso de los acaudalados comerciantes), lo hacía con resguardo a cargo de agentes particulares contratados para ese fin o de su propio personal 11.

¿En qué condiciones se realizaba el recorrido a nuestro principal puerto? El citado Tschudi (1966) las describe así:

La distancia del Callao a Lima es de dos leguas. El camino va por arena profunda y nada consistente; a ambos lados hay campos sin cultivar y matorrales bajos que sirven de guarida a los bandoleros. A la derecha, poco después de salir del Callao, se deja el villorrio de Bellavista (antiguamente un espléndido lugar de recreo para excursiones de placer), las ruinas de un viejo pueblo indígena y algunas haciendas que quedan más al interior. A la izquierda, el terreno pantanoso está cubierto de cañaverales que se extienden hasta la orilla del mar. A mitad del camino entre el Callao y Lima hay una capilla y un convento de la Virgen del Carmen; el lugar se llama La Legua por hallarse a una milla española de distancia de ambas ciudades. Los caballos y las mulas están tan acostumbrados a descansar en este sitio, que resulta difícil hacerlos pasar de largo. (pp. 56-57) 12

Por su parte, el inglés Proctor agrega:

El camino, notablemente ancho, es frecuentado por grandes arrias de mulas llevando sus cargas para Lima. Allí van mezcladas mercaderías procedentes de todo el mundo y del litoral del Perú: manufacturas británicas, con sus pulidos embalajes, marcas y número; barricas de harina norteamericana, dos por mula; botijas de aguardiente de pisco traídas del sur del país, con capacidad de diez y ocho galones, hechas de fuerte arcilla provistas de una especie de canasta lateral; sedas y algodones de India y China; fardos de tabaco de Guayaquil; y pilones de azúcar de la costa norte del Perú, en forma de pequeños timbales. Los indios arrieros presentan el aspecto más grotesco imaginable. Los demás son negros o mestizos y notablemente altos: sus facciones obscuras bajo los inmensos sombreros aludos del país, a veces de color natural (blancos), otras pintados de negro; y sus piernas largas colgando desnudas a ambos lados de la bestia, con enormes calzones holandeses, les dan aspecto salvaje y feroz, contribuyendo a aumentarlo sus largos rebenques y gritos de enojo o estímulo, para las mulas. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 43)

De este modo, pues, las distancias tanto en Lima como en el interior acabaron no solo siendo considerables, sino también dificultosas. En este contexto, el correo que unía Lima con Arequipa, por ejemplo, tardaba trece días; el que la unía con Cusco, doce. Los barcos de vela demoraban dieciocho días para llegar a Islay (Basadre, 1968, t. I, p. 208). Es difícil dar una información de las distancias que por entonces primaban. Por otro lado, no se empleaban carruajes; no había todavía navegación a vapor; los desiertos que separaban al sur de Lima y la región central, eran una barrera difícil de flanquear. Viajar —como hemos visto— era toda una aventura. Tal vez pueda ayudar a comprender esta situación la narración que hizo Flora Tristán (1971) de su recorrido de Islay a Arequipa, en medio de la arena candente y de un sol calcinante 13.

¿Y cuál era el medio de carga más usado antes de la aparición del ferrocarril y del buque a vapor? Los testimonios concuerdan en señalar que tanto en los despoblados y áridos caminos de la costa como en los riesgosos senderos de la sierra, la mula fue el medio de transporte comercialterrestre por excelencia 14. Su rol protagónico y sus excelsas cualidades son ponderadas por Tschudi (1966):

Las mulas cumplen un papel muy importante en este país; por los pésimos caminos, son casi el único medio que posibilita las comunicaciones comerciales a escala mayor. Por regla general, son fuertes, hermosas y trotadoras. Las mejores son criadas en Piura y traídas en grandes recuas a Lima para ser vendidas aquí. Las de buen paso son escogidas para montar; las grandes y fuertes para las calesas; las demás se destinan a llevar carga. El precio por una mula regular es de unos 100 pesos duros; por animales algo mejores se paga el doble o triple y por los ejemplares superiores hasta diez veces ese precio. La resistencia de estos animales (aún con escasa alimentación y malos cuidados) es asombrosa, siendo ésta la razón por la cual los extensos y secos arenales no ofrecen obstáculos insuperables al tránsito. Sin ellos (verdaderas ‘naves del desierto’) sería imposible viajar por gran parte de la costa. (p. 140)

Según se afirma, miles de mulas mensualmente recorrían el vasto territorio transportando mercaderías de uno a otro extremo, afianzando así el circuito comercial inter regional; los encargados de conducirlas eran los indios arrieros expertos en estos trajines. Pero, al mismo tiempo que las mulas cumplían esta función básica (expansión de la actividad mercantil), también desempeñaban una labor, quizás, más enaltecedora y perdurable: la difusión cultural e ideológica. En efecto, desde Lima periódicamente salían recuas de mulas conduciendo las últimas publicaciones (libros, periódicos, revistas) a los diferentes y más importantes lugares del interior: Trujillo, Arequipa, Cusco, Puno. De igual manera, hoy existe la total certidumbre de que en los días de la efervescencia revolucionaria, tanto los patriotas peruanos como los generales de la libertad (San Martín, Sucre, Bolívar) utilizaron este medio para difundir sus textos o mensajes subversivos. Al respecto, Proctor dice:

Sobre el lomo de estos magníficos animales subrepticiamente los anuncios de la libertad llegaban a los lugares más apartados e inhóspitos del territorio. Incluso, desde mucho antes de su arribo al Perú, los agentes de San Martín utilizaron con habilidad y discreción este formidable recurso. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 51)

Indirectamente, pues, la mula fue parte vital de la difusión de las ideas libertarias antes y durante nuestro período.

Ahora bien, en su libro varias veces citado, los Caminos del Perú (1965), Antonello Gerbi menciona algo que es interesante consignar. Según él, los medios de comunicación y de transporte entraron en crisis desde los albores de la etapa republicana debido, entre otras causas, a la revolución tecnológica e industrial que desplazaba al antiguo privilegio del camino y del corcel. “La máquina a vapor estaba por llegar, jadeante y bufando, a las costas del Pacífico. Montada primero sobre un navío y, después, sobre una locomotora encendida, hacía girar grandes ruedas cuyas palas abofeteaban las olas y ruedecillas de hierro que resbalaban encima de largas barras enclavadas en el suelo”. Era el progreso enfrentándose a lo tradicional; lo moderno versus lo arcaico. En esta disyuntiva, el anhelo de los peruanos se orientó por entero hacia los nuevos y maravillosos inventos. Ya en 1827, apenas un año después que se había establecido la primera línea regular de navegación a vapor (de Inglaterra a la India) se formuló un proyecto análogo para el Perú. Y desde el año 1826 se concedió a una compañía privada el proyecto de establecer un ferrocarril entre Lima y el Callao. En 1840 se realizó el primer sueño: el vapor Perú de la Pacific Steam Navigation Company (naviera inglesa) llegó al Callao 15; y diez años después (1851) el primer ferrocarril de Sudamérica corrió entre la capital y el puerto 16. El entusiasmo público se encauzó impetuoso hacia las vías férreas. La formidable sugestión de la prosperidad llevada por los trenes a otros países, la ocasión de tener entre nosotros un vehemente empresario norteamericano (Henry Meiggs), las tenaces ambiciones de primacía técnica y civil, la presión de mil intereses, y la misma facilidad para financiar en Europa su construcción (con la garantía del recurso guanero), aseguraron a las ferrovías una prioridad absoluta sobre cualquier otra obra pública, y, naturalmente, sobre los arcaicos, sencillos y humildes caminos (Gerbi, 1965, p. 79).

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