Según testimonios de la época, hacia la década de 1820 (y durante casi toda la centuria) geográfica o territorialmente la unidad del Perú estuvo en peligro. La mencionada carencia de caminos atentó contra esa realidad. A pesar de ello —dice Antonello Gerbi (1965)— el Perú quería conocerse mejor, hacerse más unido y más ramificado, más orgánico y más fluído; hacerse, en definitiva, más grande, siendo más suyo 6. Tan caro anhelo se convirtió, consciente o inconscientemente, en un objetivo geopolítico de largo aliento en la mente de nuestros compatriotas 7. Sin embargo, la cruda realidad parecía contradecir o frustrar dicho empeño. En efecto, la falta de caminos, las distancias gigantescas de un confín a otro y la propia intrincada geografía, propiciaron la desintegración territorial de manera natural. De este modo, las tres clásicas regiones (costa, sierra y selva) vivieron casi de espaldas entre sí y al ritmo de sus propias contingencias. Si las comunicaciones entre la costa y la sierra eran muy irregulares, las de aquélla con la selva eran casi inexistentes o, en todo caso, sumamente esporádicas. Así, la costa, presa de las luchas políticas, se alejaba de la sierra, se olvidaba de la selva y hasta presentaba escasa atención al medio marino al cual se asomaba tímidamente. La etapa prodigiosa del fertilizante marino aún no se había iniciado. La costa —dice Basadre en Perú: problema y posibilidad (1992)— se “serranizaba”, por un lado, y perdía contacto con la sierra, por el otro. La selva casi no contaba en los planes nacionales. De este modo, emergía el abismo entre el Estado empírico y el Perú profundo o real, germen de gravísimas y perdurables desavenencias. Veamos algunos ejemplos que ilustran lo dicho.
Un mes de viaje y de fatigas se necesitaba para ir de Lima a las principales ciudades del interior del país; en cambio, el resto del mundo se hallaba a pocos días o semanas de ameno y confortable viaje por mar. “En Lima —escribía Jorge Squier en las postrimerías de la era del guano— se sabe mucho menos del Cuzco que de Berlín, y por un limeño que ha ido al Cuzco hay cien que han visitado París” 8. Desde la rica, agitada y elegante cenefa costeña, la sierra aparecía como un telón de fondo, con sus pinturas de espantosas y hoscas montañas en zigzag. ¿Qué rutas se utilizaban para llegar a la zona andina? Dos caminos principales conducían de Lima a la cordillera. El uno, al norte, por el valle de Canta, llevaba a las ricas minas de plata de Cerro de Pasco; el otro, al sur, por la quebrada de Matucana, conectaba con los grandes y abundantes valles de la sierra central (Tarma, Junín, Huancayo) y más al sur con Ayacucho, Huancavelica, Cusco y Puno. En ambos casos, las dificultades eran innumerables e insalvables (el peligro se acentuaba en la época de lluvias por los temidos huaicos que invadían e interrumpían las vías). Como se verá posteriormente, estas contingencias las vivieron en diversas oportunidades las fuerzas militares patriotas en su difícil ascenso a la sierra en búsqueda del ejército realista. Las Memorias de García Camba (1919) y de Miller (1975), dan cuenta detallada de aquellas penurias que miles de soldados experimentaron en parajes “donde nunca antes el hombre había puesto sus plantas”.
La comunicación con la lejana y misteriosa región selvática fue, a no dudarlo, mucho más complicada y riesgosa. Un viaje de Lima a Iquitos o viceversa, resultaba no solo demasiado largo, peligroso y agotador, sino también excesivamente oneroso. Si el viajero salía de Iquitos (la “isla urbana selvática”) hacia Lima, después de varios días de navegar el caudaloso Amazonas, llegaba a Belém (Estado de Pará, Brasil) en el Atlántico. Aquí tenía dos opciones: la ruta del norte o la ruta del sur. En el primer caso, ascendía por la costa nor-este, atravesaba el Caribe y llegaba al puerto de Colón; el paso del Atlántico al Pacífico lo hacía necesariamente por el istmo mediante la ruta mixta fluvial-lacustre 9. Una vez en el puerto de Panamá (Pacífico), descendía por la vía marítima bordeando el litoral de las actuales repúblicas de Colombia y Ecuador e ingresaba al mar peruano, haciendo eventualmente escala en los puertos de Guayaquil y Paita; por último, arribaba al puerto del Callao. ¿La duración del viaje? Aproximadamente, cuatro a cinco semanas (dependiendo de las condiciones de la travesía y del tipo de embarcación). En el segundo caso (ruta del sur), el viajero partía de Belém, bordeaba la extensa costa sureste de América del Sur, atravesaba el peligroso Estrecho de Magallanes, ascendía por el largo litoral chileno (tocando en Valparaíso), arribaba a los puertos peruanos de Iquique o Arica y continuaba ascendiendo hasta llegar al Callao ¿Cuánto duraba el viaje? Casi tres meses.
Como puede advertirse, las dificultades de comunicación en general eran, pues, múltiples y enfadosas. Sobre los caminos andinos, Juan Jacobo Tschudi, viajero, explorador y científico suizo que recorrió el país entre 1838 y 1842, nos ha dejado el siguiente testimonio válido igualmente para nuestro período: “Por desagradable y pesado que sea el viaje en la costa del Perú, en la cordillera es más difícil y peligroso. En la costa el camino es plano y solo el quemante calor del sol o la mano asesina amenazan al viajero. Aquí, en cambio, el camino va por valles abruptos, rocas escarpadas y montañas solitarias; pasa en angostas veredas a lo largo de terribles abismos en cuyas simas brama un torrente; baja en forma casi vertical a gargantas insondables; se pierde en los heleros de las cumbres y en los traicioneros pantanos de las altiplanicies. Hasta el cielo aumenta las dificultades del camino con peligrosas tormentas y torrenciales lluvias que duran semanas enteras o con espesas nevazones que en pocos instantes borran la última huella, apenas visible, del camino”. En cuanto al clima, en las “angostas quebradas de las regiones bajas, reina un calor sofocante; en las cordilleras, un frío mortal; y en el altiplano, soplan vientos cortantes y helados” (Tschudi, 1966, p. 212) 10.
En otra parte de su meticuloso e interesante relato, Tschudi no solo describe su propia experiencia, sino que reitera los inconvenientes del camino serrano. Dice:
Frecuentemente en este camino se tropieza el viajero con largas filas de mulas que bajan de la cordillera; entonces, hay que buscar alguna pequeña entrada y pegarse junto a la pared rocosa para dejar pasar la recua cargada. Con el cuidadoso y lento paso que tienen las mulas, se pierde mucho tiempo en cada uno de estos encuentros. Una vez tuve que quedarme más de dos horas en un angosto promontorio para permitir el paso de unas doscientas mulas que apenas tenían sitio al lado de la mía para poner las patas en el extremo exterior del sendero. En muchos puntos es completamente imposible retroceder o ceder el paso; solamente lanzando al precipicio a uno de los animales que se encuentran puede el otro seguir adelante. Las muchas curvas y las rocas sobresalientes impiden toda posibilidad de ver lejos y, por tanto, poder hacerse a un lado a tiempo. (pp. 222-223)
Finalmente, al reseñar los famosos tambos o aposentos dispersos en el perdido paraje andino, dice con no ocultable repulsa:
Quien ha pasado la noche allí, guardará un recuerdo inolvidable de estos albergues. Varias veces me ví obligado, por la casualidad o la necesidad, a pernoctar en este tambo, pero jamás me fue posible pasar dentro la noche entera; aunque nevara o lloviera tenía que salir al aire libre. Una india anciana es la hostelera, ayudada en el trajín diario por su hija a quien rodean varios niños haraposos. Para la comida preparan un chupe de ají, agua y papas, el cual se puede encontrar comible solo después de larga jornada. Para dormir, los viajeros se echan uno al lado del otro sobre el suelo húmedo. La previsora anciana da a sus huéspedes sendas pieles de oveja y, luego, los cubre a todos juntos con una sola frazada de lana. ¡Ay del que acepte este abrigo! Lo pagará caro, pues en las pieles, mantas y ropas de los indios pululan los piojos y las pulgas. Los cuyes y las ratas corren sobre los cuerpos y las caras de los durmientes. El viajero espera con ansias la madrugada para poder escapar de este sucio y desconsolador tambo. (Tschudi, 1966, pp. 223-224)
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