Ya no hay sino un solo sentimiento acerca de la Independencia de América y en prueba de su universalidad, la única cuestión que ocupa a los que piensan, es acerca de la forma de gobierno que convenga adoptar: el nombre del rey se ha hecho odioso a los que aman la libertad; el sistema republicano inspira confianza a los que temen la esclavitud. (Monteagudo, 1822, p. 39) 23
Los episodios de esta lucha teórica entre republicanos y monarquistas tuvo como escenario —como ya se dijo— la célebre Sociedad Patriótica y poco después el Congreso Constituyente; en el seno de ambas agrupaciones se discutieron los lineamientos conceptuales de la forma de gobierno del flamante Estado y las bases ordenadoras de la naciente nacionalidad 24.
Pero, ¿cuáles fueron las notas más saltantes en la ideología de aquellos afanosos dirigentes? Así como en el siglo XX los revolucionarios consultaban El Capital de Carlos Marx, atribuyéndole condiciones de profeta científico, de igual manera los criollos de la centuria anterior llevaban consigo El Contrato Social para interrogar a Juan Jacobo Rousseau cuando la duda surgiera en los momentos del drama mental. José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, criollo culto e inquieto, cita ocho veces a Rousseau en su difundido y polémico opúsculo Las 29 Causas de la Revolución de América , para justificar sus afirmaciones. Por su lado, José Faustino Sánchez Carrión, de espíritu liberal e independiente, no se escapó de la mágica influencia del filósofo atormentado de Ginebra. Ni Simón Bolívar, a pesar de su genialidad, logró evadir la fuerza de las ideas de quien había sido también el maestro de los revolucionarios europeos. José Ingenieros, escritor y psicólogo argentino de origen italiano, sostiene que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, tres grandes obras simbolizaban las fuentes ideológicas de la revolución americana: El Contrato Social , expresión y programa de liberalismo y democracia; las Máximas generales del gobierno económico de François Quesnay, manifestación pura de liberalismo económico; y el Tratado de las sensaciones de Étienne Bonnot de Condillac, símbolo genuino de liberalismo filosófico (1918, p. 75). Las tres publicaciones, en su conjunto, sirvieron de soporte y justificación a las opiniones de los americanos contra el sistema colonial.
En el marco de esta coyuntura que se vivió dramáticamente entre 1821 y 1826, ¿qué hitos políticos merecen destacarse en el presente volumen? Cronológicamente, los años que cubre nuestro estudio corresponden, primero, a los tiempos del Protectorado de San Martín y su inesperado y definitivo retiro del escenario nacional; a la convocatoria y establecimiento del mencionado Congreso Constituyente (1822) y a la Carta Magna que elaboró. En segundo lugar, al gobierno efímero de la desidiosa Junta Gubernativa presidida por José de La Mar; a la asonada militar que llevó a José de la Riva Agüero en febrero de 1823 al poder y su tenaz pugna con el Congreso y con su homólogo gobernante, el Marqués de Torre Tagle. Y en tercer lugar, al enfrentamiento vehemente entre Bolívar y Riva Agüero y al triunfo de aquel al ser nombrado dictador del Perú hasta su retiro definitivo en setiembre de 1826. Simultáneamente, la vida política de esta época, plena de rencillas y luchas internas, estuvo regida sucesivamente por el Estatuto Provisorio de 1821, las Bases de 1822, la Constitución de 1823 y la Constitución de 1826. De igual forma, en los años de dominación de las grandes e influyentes personalidades de San Martín (1821-1822) y Bolívar (1823-1826), las figuras peruanas aparecen opacadas o subordinadas a ambos personajes. En este contexto, Unanue —señala Pablo Macera (1976)— fue el puente entre la colonia y la república, un puente de consciente peruanidad, aunque sus dotes de hacendista solo fueran las de un improvisado. Sánchez Carrión, tribuno por antonomasia y republicano por convicción, fue el símbolo del acatamiento y veneración a los dictados del ilustre Libertador caraqueño; probablemente su hombre de mayor confianza en el Perú. Manuel Lorenzo de Vidaurre y José María Pando representaron (sumergido cada quien en su propia crisis ideológica) la ilusión y la desilusión frente a los afanes dictatoriales de Bolívar. En una palabra, nuestra clase política había sido reemplazada o supeditada a ambos Libertadores, en los cruciales momentos de definición de nuestra nacionalidad (Ponce Vega, 1998, VII, p. 66).
De modo esquemático y de acuerdo a lo expresado, puede decirse que nuestro período presenta, sucesivamente, tres fases muy claras:
a) 1821-1822: la etapa sanmartiniana
b) 1822-1823: la etapa peruana
c) 1823-1826: la etapa bolivariana
En el primer caso estamos frente a la presencia hegemónica del Libertador argentino y de sus satélites (Monteagudo entre ellos) en el control interno del país. Es el momento inicial de definiciones, arrebatos, enconos, renuncias y partidas; al vaivén de ellos, el Perú poco a poco fue tomando conciencia de su ruptura definitiva con la metrópoli hispana y de su ineludible compromiso de valerse por sí mismo. La segunda etapa corresponde a los esfuerzos nacionales por consolidar, sin éxito, la supremacía peruana en los destinos del incipiente Estado. El Congreso Constituyente (cátedra de todos los lirismos y de todas las utopías, según lo calificara Raúl Porras), la amorfa Junta Gubernativa de 1822, el advenedizo e impetuoso régimen de Riva Agüero y la acción desestabilizadora de Torre Tagle, constituyeron la secuencia de aquel fallido esfuerzo nacional. El último ciclo del período revolucionario, el comprendido entre el retiro de San Martín y la salida de Bolívar (pasando por los tiempos de Junín y Ayacucho y la firma de la Capitulación), está todo lleno del resplandor bolivariano. Se canta —dice el indicado autor— la gloria del Libertador en las misas oficiales, entre la epístola y el evangelio, lo exaltan las proclamas de sus generales, los artículos de las gacetas salpicados de entusiasmo épico y los decretos del Congreso que derrochan odas de gratitud. “Padre de la Patria”, “Hijo de la Victoria”, “Inmortal Bolívar”, “Héroe de la América del Sur”, le titulan sus admiradores. En 1826, el citado José María de Pando, alabando la liberalidad washingtoniana del paladín, le dirige su célebre “Epístola a Próspero”. Se llega a la fatiga del ditirambo; pero, de todos aquellos triunfales homenajes, arengas, discursos y brindis pronunciados en los suntuosos banquetes patrióticos que se ofrecen a Bolívar en Lima y en las ciudades a su paso, en su camino triunfal al Alto Perú, ninguno más rotundo ni más gallardo que el saludo de aquel humilde cura indígena, José Domingo Choquehuanca, que en el recodo de un pueblo andino le arengó diciéndole que el tiempo y el sol eran los únicos paralelos dignos de su gloria. Dijo: “Vuestra fama crecerá así como aumenta el tiempo con el transcurso de los siglos y así como crece la sombra cuando el sol declina…”.
Ahora bien, después de los años entusiastas, de los combates por la libertad y de las rencillas políticas, vino la etapa de las preocupaciones teóricas para levantar el edificio político, jurídico y administrativo del país. A las arengas encendidas y a las proclamas sonoras y entonadas, sucedió la tendencia de bajar a tierra lo que una retórica vibrante había mantenido con exceso en las nubes (Miró Quesada Sosa, 1968, p. 91). Simultáneamente, apareció en el horizonte intelectual una literatura de corte patriótico y de amplia difusión. Sin embargo —advierte Raúl Porras (1974)— esta literatura no siguió de 1821 a 1824 el ritmo acelerado de la revolución: mientras la ideología se tornó pragmática, la forma literaria continuó siendo clásica. En versos quintanescos se denigra la realidad heredada y nuestros incipientes rimadores no tienen todavía la audacia suficiente para arremeter contra las taxativas del verso. El clérigo José Joaquín de Larriva, sorprendido por la revolución, se da tiempo para innovar y saludar a Bolívar con las mismas frases con que había honrado al virrey Pezuela 25. El mismo Libertador, cansado de helenismos poéticos, se atreve a reprochar al poeta José Joaquín de Olmedo por haber intentado hacer con la epopeya de América “una parodia de la Iliada ”. Pero —continúa Porras— si son viejas las imágenes y las metáforas, es nuevo el aliento que provoca el énfasis viril de los versos y de las proclamas. Por tres años, y mientras dura el estrépito de la guerra, la literatura adopta un tono marcial. Editoriales de periódicos, discursos, folletos de controversia, proclamas, arengas, decretos y hasta partes de batallas reflejan el delirante lirismo de la hora y el romántico ardor por la libertad (Porras, 1974, pp. 207-208) 26.
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