Raúl Palacios Rodríguez - Construcción política de la nación peruana

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¿Qué cambió y qué pervivió en el Perú después de la ruptura de la Metrópoli hispana? ¿Cuál fue, entonces, su entorno geográfico y cuáles sus vicisitudes internacionales? ¿Qué hitos relevantes pueden señalarse del incipiente quehacer político? ¿De qué manera se expresaron las opciones ideológicas de la élite pensante criolla? ¿Cuál fue el desempeño de las corrientes libertadoras tanto del sur como del norte? ¿Quiénes fueron los más destacados colaboradores nacionales de San Martín y Bolívar? ¿Qué rol desempeñaron los montoneros en la gesta emancipadora? ¿Qué caracterizó a las campañas militares de Junín y Ayacucho? ¿Cuál fue la posición de las grandes potencias mundiales frente a la lucha independentista?
Estas y otras interrogantes guían el desarrollo temático del presente texto, con el fin de que el lector logre una visión resumida del estado en que quedó nuestro país después de las azarosas y prolongadas campañas militares que tanto lo agobiaron, así como de las terribles contingencias (de origen interno y externo) que prosiguieron a la indicada ruptura. Fueron apenas cinco años (1821-1826) en los cuales, junto con el afán decidido y perentorio de echar las bases de la naciente república, se vivieron, asimismo, instantes de verdadera incertidumbre tanto en el ámbito económico como en el político, ideológico, social, militar e internacional. Este es, en definitiva, el mensaje que se quiere destacar como parte sustantiva de aquella singular experiencia histórica que entonces vivió el Perú.

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¿Cuál fue el perfil histórico de aquel ambiente político que primó sobre los otros aspectos del quehacer nacional? En contraste con la aparente quietud que había imperado en la época del dominio hispano, el advenimiento de la república fue acompañado por una larga y compleja sucesión de acontecimientos turbulentos que atentaron, desde muy temprano, contra la estabilidad propugnada en el papel. Afloró así una fundamental transición histórica: de una época signada por la explotación primaria de la naturaleza, por el atesoramiento desmesurado de los metales preciosos, por el régimen de castas y el vasallaje y por la intolerancia y el temor, a una época anunciada como la empresa de ciudadanos libres, que aspiraban a realizar los planes de la razón, en una sociedad justa, principalmente caracterizada por el igualitario reconocimiento del derecho a la dignidad, la seguridad y la felicidad. Bajo esta convicción, aquellos hombres que constituían la generación de criollos emergentes no solo aspiraban a un destino y a un estilo de vida totalmente distintos del que habían tenido sus antepasados, sino también a una vida mejor y más próspera, de la mano con los postulados de solidaridad, libertad e igualdad enarbolados por la “gente ilustrada” del influyente mundo europeo (Palacios Rodríguez, 2014, p. 223). Ciertamente, esa transición se efectuó con relativa lentitud y de manera incompleta, pero en ella se advierte la obra de hombres lúcidos y tenaces que asumieron la representación y la dirección del pueblo para organizar la construcción del destino común. De modo que, por un lado, la creación de la república se presenta como la culminación de un proceso, con su lógica interna y su dinámica propia y, por otro, se muestra como la síntesis de una realidad rodeada de condiciones desfavorables al empezar el siglo XIX (Basadre, 1968, I, p. 2; Tauro, 1973, p. 37).

Pero la indicada percepción de un Perú anarquizado posterior a la proclamación de la Independencia se agrava aún más cuando —como dice el historiador contemporáneo Manuel Burga (1995)— se constata que la independencia criolla no introdujo a plenitud los cambios que se esperaban, no liquidó totalmente el ancien régime colonial, no convirtió a todos los anteriores súbditos del rey español en ciudadanos de la nueva república, ni, finalmente, construyó una república moderna sustentada en los renovadores principios de la libertad política, la igualdad social y la solidaridad humana que había popularizado (cual mito colectivo) la Revolución Francesa en 1789. Esto, seguramente, llevó a Basadre (1968) a afirmar —en términos macro— que mientras la independencia de América del Norte duró seis años, en el sur se necesitó catorce para su culminación; mien-tras este proceso político y militar, en la primera, condujo a la Unión , en la segunda fomentó la desunión y la balcanización de la América meridional. En ese contexto, mientras la modernidad capitalista floreció en el norte, en nuestra subregión brotó con mucha fuerza un singular feudalismo de tinte señorial (Burga, 1995, p. 7).

Por otro lado, aquellos años de 1821 a 1826 que conformaron una etapa convulsa, de zozobra e inestabilidad, marcaron, asimismo, un deslinde político-social entre dos etapas: la absolutista y la de la libertad. “Parecía que aquella incipiente república inmersa en la más pasmosa confusión caía agotada por el esfuerzo, las discordias intestinas, las desilusiones inevitables y por el desorden y la miseria” (Távara, 1951, p. LVI). Pero lo más pernicioso de este cuadro de desquiciamiento casi generalizado era que, a la sazón, él se convertiría en el inicio de una cadena interminable de infortunios. Le antecedía, de modo inmediato, la política represiva de la autoridad virreinal contra las aspiraciones independentistas y los focos de convulsión tanto de Lima como del interior. En este sentido, duro fue el esfuerzo de la clase dirigente por modificar no solo los patrones negativos y obsoletos que dominaban el quehacer político de entonces, sino también de asentar las bases jurídicas, políticas y administrativas del nuevo orden de cosas establecido. Todo ello, sin perder de vista que la función de la libertad nunca antes había tenido manifestaciones de existencia práctica; lo cual, de por sí, complicaba las cosas. Los soldados habían cumplido su deber, que era la guerra y no la política; y los hombres de pensamiento (ideólogos) debían asumir entonces la responsabilidad de la discusión teórica para definir la forma política que debía adoptar el Perú. Comprendieron que la obra más seria, después del problema de la guerra era precisamente construir políticamente el Estado. Se inició así (como pocas veces ha ocurrido después) una intensa etapa de discusión y debate de carácter doctrinario e ideológico, en la que los protagonistas principales eran los liberales y los conservadores, afanosos de afianzar sus propias convicciones. Aunque, como han enfatizado Charles Walker y Paul Gootenberg, es muy difícil precisar sus contenidos programáticos, ambos sectores político-sociales fueron las dos grandes tendencias que trataron de influir sobre la marcha de la sociedad y el control del aparato estatal.

Mientras el programa de los conservadores fue mucho más coherente, y se basaba en criterios coloniales de prestigio social y privilegios, los liberales no pudieron dar forma a un programa definido y carecieron de la convicción necesaria y el respaldo social suficiente para implementar un conjunto de reformas que, en teoría, debieron estar dentro de su programa, pero que en la práctica escasamente pudieron ejercitar. El liberalismo peruano se mostró débil y mediatizado. A la larga, prefirió resignar su opción a una sociedad más democrática y menos autoritaria a favor de un Estado centralizado que asegurase la continuidad de los grupos de poder. (Aguirre, 1995, pp. 32-33)

Al respecto, Gonzalo Portocarrero Maisch escribió: “Si bien el liberalismo ganó la batalla ideológica, fueron los conservadores quienes impusieron finalmente sus paradigmas sociales” (2017, p. 86). Por su lado, refiriéndose al pensamiento de los primeros, Raúl Ferrero Rebagliati (2003) anotó: “En la historia de las ideas en el Perú, el liberalismo ha sido, sobre todo, un concepto político, una posición de rebeldía frente a los viejos principios de nuestra edad media colonial” (p. 218).

Obviamente, fue un sorprendente cúmulo de energía humana el que entonces se derrochó y que demandó, igualmente, mucho tiempo, esfuerzo e inteligencia de uno y otro sector, pero que al final concluyó con la simbólica victoria de los liberales (reflejada sobre todo en el seno de la Asamblea Constituyente). En el interior de estas primeras disensiones de ideas —observa Porras Barrenechea (1974)— las controversias de la palabra y de la pluma adquirieron una dimensión insospechable, convirtiéndose en los legítimos instrumentos transmisores del fervor revolucionario de aquellos espíritus. El díscolo e inquieto Bernardo Monteagudo inició ambos debates: el oratorio y el periodístico. En la Sociedad Patriótica, planteó la discusión sobre la forma de gobierno. La monarquía, auspiciada por él, encontró violentos opositores e hizo que se desatase, en una bélica prosa de panfleto, la arrogancia doctrinaria de José Faustino Sánchez Carrión, autor de las célebres “Cartas del Solitario de Sayán” en contra del poder real. Después, los periódicos agitaron la controversia: El Sol del Perú , inspirado por Monteagudo, no pudo resistir a la propaganda airada de Sánchez Carrión en El Tribuno de la República Peruana y de Francisco Javier Mariátegui en la Abeja Republicana . Triunfaron las ideas democráticas. El 15 de julio de 1822, el controvertido político argentino, que era el defensor oficial del sistema monárquico impulsado por San Martín, se convenció de que el pensamiento republicano había ganado a los mejores espíritus de la época, entre los que se encontraban muchos clérigos.

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