Raúl Palacios Rodríguez - Construcción política de la nación peruana

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¿Qué cambió y qué pervivió en el Perú después de la ruptura de la Metrópoli hispana? ¿Cuál fue, entonces, su entorno geográfico y cuáles sus vicisitudes internacionales? ¿Qué hitos relevantes pueden señalarse del incipiente quehacer político? ¿De qué manera se expresaron las opciones ideológicas de la élite pensante criolla? ¿Cuál fue el desempeño de las corrientes libertadoras tanto del sur como del norte? ¿Quiénes fueron los más destacados colaboradores nacionales de San Martín y Bolívar? ¿Qué rol desempeñaron los montoneros en la gesta emancipadora? ¿Qué caracterizó a las campañas militares de Junín y Ayacucho? ¿Cuál fue la posición de las grandes potencias mundiales frente a la lucha independentista?
Estas y otras interrogantes guían el desarrollo temático del presente texto, con el fin de que el lector logre una visión resumida del estado en que quedó nuestro país después de las azarosas y prolongadas campañas militares que tanto lo agobiaron, así como de las terribles contingencias (de origen interno y externo) que prosiguieron a la indicada ruptura. Fueron apenas cinco años (1821-1826) en los cuales, junto con el afán decidido y perentorio de echar las bases de la naciente república, se vivieron, asimismo, instantes de verdadera incertidumbre tanto en el ámbito económico como en el político, ideológico, social, militar e internacional. Este es, en definitiva, el mensaje que se quiere destacar como parte sustantiva de aquella singular experiencia histórica que entonces vivió el Perú.

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Por otro lado, el sentimiento predominante, aquel que todos se esforzaron por expresar más enérgicamente, fue el de la aversión a España. No hay quien no recrimine o condene con acrimonia los “tres siglos” de dominación española, endilgándole los adjetivos más oprobiosos e iracundos. De Manuel López Lissón, de Felipe Lledias, de José María Corbacho o de Manuel Ferreyros, como de cualquiera otro, podrían ser estos versos:

Por tres centurias de baldón cubierto

(López Lissón)

¿Con que al fin de tres siglos de lloro y de ignominia…

(Lledias)

Que tres siglos de llantos y penas

(Corbacho)

Trescientos años el Perú gimiera

(Ferreyros)

Hasta el citado Olmedo se dejó seducir por el lugar común y lo incorporó a su canto. También él ha visto:

Correr las tres centurias de maldición, de sangre y de servidumbre

La musa popular —agrega Porras (1974)— tuvo también sus expansiones poéticas que siguen de cerca los extravíos de los poetas letrados. En las calles, en las plazas y en el teatro, las multitudes entonaban a coro canciones patrióticas. En la época del Protectorado, la actividad teatral adquiere un gran auge. Monteagudo quiere educar al pueblo con el ejemplo vivo de la escena y se dedica a restaurar el antiguo edificio del principal teatro limeño para que sirva de recinto apropiado a las grandes festividades de la ciudadanía. Se mejora el local, se ensancha el escenario y se estrena un nuevo telón de brocado, que provoca los elogios entusiastas de La Gaceta 27 . En este teatro, tan simbólicamente decorado, se realizaron imponentes manifestaciones en la época de San Martín. Allí se oyó, por primera vez en público, el Himno Nacional , interpretado por la cantatriz limeña Rosa Merino y en un concierto habido en febrero de 1822 —dice el mencionado periódico— “esta misma dama ejecutó con singular gusto diez piezas selectas: en todas obtuvo gran aplauso, pero en la de La Chicha apenas se oía su voz por el incesante palmeo de los circunstantes” 28. El estribillo decía:

Patriotas, el mate

de chicha llenad

y alegres brindemos

por la libertad.

La chanza y la mofa —dice Miró Quesada Sosa (1968)— tampoco estuvieron ausentes. El ingenio de Lima tuvo, en esos tiempos, ocasión excelente para manifestarse sin embozo. Con el dardo festivo de un epigrama o la fluidez de una letrilla, se comentaban los trastornos políticos, las defecciones inevitables y el brusco encuentro con una realidad imperfecta y compleja. El clérigo burlón (como así se le conocía a Larriva) llegó a zaherir a Sucre, el Mariscal de Ayacucho, y a apostrofar al propio Bolívar. Su filosofía alegre y decepcionada se expresa en la siguiente décima consignada por Manuel de Odriozola:

¡Cuando de España las trabas

en Ayacucho rompimos,

otra cosa más no hicimos

que cambiar mocos por babas!

Nuestras provincias esclavas

quedaron de otra nación

mudamos de condición,

pero sólo fue pasando

del poder de don Fernando

al poder de don Simón.

Poco después del alejamiento definitivo del Libertador del Norte, el mismo Larriva publicó esta atrevida cuarteta:

Pero aun fuera de esto

el tal San Simón

nunca ha sido santo

de mi devoción.

En resumen, la literatura de la revolución se convirtió en rapto de entusiasmo, manifestación de júbilo, exaltación heroica de la voluntad colectiva y apoteosis del héroe; asimismo, en lírica devoción a la patria que palpitó con la misma intensidad en la arenga escondida del tribuno, en la canción del arrabal, en la hoja periódica clandestina, en la proclama del vivar y, por supuesto, en la clara epifanía del poeta (Porras, 1974, p. 212) 29.

¿Qué se puede concluir de todo lo expresado en estas páginas introductorias? Con el riesgo que conlleva toda síntesis, podemos afirmar lo siguiente:

a) Históricamente, el período 1821-1826 (con 1824 como año referente y decisivo) constituye una fase por demás agobiante y crítica en la cual la vida nacional se debatió en una constante contradicción e inestabilidad. Desorden, caos, miseria e incertidumbre, fueron las principales notas que caracterizaron el quehacer político, económico, social, militar e internacional de aquellos días. El amanecer republicano, en este caso, no fue del todo auspicioso y venturoso.

b) La presencia de los Libertadores y sus respectivos lugartenientes y fuerzas militares en nuestro territorio, no solo respondió al llamado de los patriotas peruanos impedidos materialmente de consolidar su propio proceso emancipador, sino también a la perentoria y angustiosa necesidad de las naciones periféricas de salvaguardar su propia autonomía. El enclave del inmenso poder militar realista en el Perú actuó, en este caso, como un peligro latente que, inobjetablemente, tenía que ser destruido para bien de la América hispana entera. ¿Y qué de las clases altas de la sociedad peruana de entonces? Según Heraclio Bonilla y Karen Spalding (1972), fueron célebres por su marcado hispanismo, sentimiento colectivo que perduró por lo menos hasta la guerra con Chile, en 1879.

c) En el contexto anterior, y no obstante que nuestra clase política —como ya se dijo— fue subordinada u opacada por la actuación descollante y protagónica de los jefes militares extranjeros (San Martín, Bolívar, Sucre), no puede obviarse la permanente y trascendental participación (visible o anónima) de muchísimos peruanos al lado de aquellos. Como colaboradores visibles e inmediatos en la administración pública (Unanue, Sánchez Carrión, Pando, Vidaurre); como oficiales combatientes en las largas y fatigosas campañas guerreras (Agustín Gamarra, Ramón Castilla, José de La Mar, Andrés de Santa Cruz, José Andrés Rázuri); o como prestos montoneros dispuestos a dar sus vidas (Ignacio Quispe Ninavilca, Gaspar Huavique, José María Palomo, Francisco de Vidal), la sangre peruana no estuvo ausente en aquellos decisivos días. Talento, valor y osadía fueron los rasgos fundamentales de esos tres estamentos, respectivamente.

d) Las campañas gloriosas de Junín y Ayacucho en 1824, marcaron no solo el ritmo del ímpetu libertario de un pueblo en particular (Perú), sino también la ilusión legítima de toda la América meridional. “La libertad del Nuevo Mundo —escribió José Martí (1970)— era la esperanza del universo y, en particular, del continente”. En este sentido, Junín (6 de agosto) fue el inicio y la antesala de la victoria anhelada; Ayacucho (9 de diciembre) fue la culminación de una utopía hecha realidad. “Ayacucho, sublime nombre donde se ha completado el día que amaneció en Junín”, escribió la Gaceta del Gobierno en su edición del 18 de diciembre de aquel año. Si Junín fue la batalla que abatió el orgullo español (más que una sangrienta acción de armas fue un encuentro de incalculables proyecciones psicológicas), Ayacucho fue la cita última de la libertad y el laurel de la perseverancia. ¿El común denominador? El afán de América de perpetuarse como una comunidad sacudida de servilismo, tutela o patrocinio externo. Se tuvo clara conciencia, en todas partes, de la terminación victoriosa de una larga guerra iniciada en 1810. En su despacho de Viena, el Príncipe de Metternich reconoció el signo de los tiempos. “El Perú —escribió en abril de 1825— ha desaparecido como colonia. En estas circunstancias, me atrevo a preguntar al gobierno español si también está dispuesto a sacrificar del mismo modo a Cuba” (citado por Kossok, 1968, p. 57).

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