Fermín Cebrecos - Lituma en los Andes y la ética kantiana
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La pugna entre el deber y las inclinaciones, la “fuerza contraria” ejercida entre ambas, se expresa en forma de una “dialéctica natural”. No hay ningún mandamiento que pueda anular las “impetuosas pretensiones” de la subjetividad, pretensiones que, satisfechas completamente, reciben el nombre de “felicidad”, pero la razón muestra “desprecio” y “desatención” hacia ellas ( FMC , pp. 84-85; Ak IV, núm. 405). La máxima que ha de guiar la voluntad, al ser universalmente válida para todos los seres racionales, hace posible que la voluntad se considere a sí misma como “universalmente legisladora”. En efecto, la voluntad es pensada como una “facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes” ( FMC , pp. 114-115; Ak IV, núm. 427). Puesta a elegir entre lo “agradable” y lo “bueno”, la voluntad solamente podrá cumplir la ley moral venciendo ese magma de instintos y pasiones que son propios de la naturaleza humana en tanto que corporeidad insertada en el mundo de las circunstancias, pero que se mezclan con la racionalidad. Ahora bien, como “el fundamento de la obligación no debe buscarse en la naturaleza [empírica] del hombre o en las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto” ( FMC , p. 64; Ak IV, núm. 389), el principio de autonomía, herencia también del influjo que sobre Kant ejerció Jean-Jacques Rousseau, consistirá en liberarse de las pasiones propias y, en cuanto principio autolegislado, también de la servidumbre de obedecer voluntades ajenas.
Es, sin duda, esta convicción –verdadero requisito, a la vez, para la ética social– la que está presente en la variable de la tercera formulación del imperativo categórico. En efecto, si todos los seres racionales poseen la facultad autolegisladora, han de dirigirla hacia “el mayor bien del mundo” ( FMC , pp. 94-95; Ak IV, núm. 412), objetivo que solo podrá ser alcanzado en un “reino de los fines” donde el “amor práctico” tenga su sede en una voluntad libre de toda tendencia subjetiva ( FMC , p. 78; Ak IV, núm. 399). La variable conduce, por consiguiente, “a un concepto relacionado con el imperativo categórico muy fructífero”: “el concepto ideal de un reino de los fines”. Este “reino” ha de interpretarse como una sociedad que, debido al “enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes”, remite a un futuro político en el que dichos seres, todos ellos auto-súbditos y auto-legisladores, alcancen en la práctica la igualdad que, como seres racionales universalmente legisladores, poseen ya en sí mismos ( FMC , p. 123; Ak IV, núm. 433). Llegar a una sociedad así constituida implicará que sus miembros se sujeten al imperativo categórico y se guíen por él, y que sea este la fuente originaria y el contenido esencial de todo su aparato jurídico. El “reino de los fines” es, en consecuencia, un ideal que no puede ser interpretado sino a la luz de otras dos ideas afines: la idea del deber y la de la voluntad autolegisladora.
Si, sobre la base de una “metafísica de la naturaleza” que solo puede proporcionar datos empíricos, se pretende explicar las acciones humanas, debe recurrirse al principio de causalidad y, al amparo de este procedimiento, no podrá demostrarse cómo deberían haber sido dichas acciones. Esta tarea –es decir, la formulación y legitimación de los juicios morales– le incumbe a la “metafísica de las costumbres”, que constituye la parte a priori e irrenunciable de la ética. Como de lo que aquí se trata es de actuar racionalmente, para ese fin ha de atribuirse a la razón la existencia de principios prácticos independientes de la naturaleza empírica. El objetivo central de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres está dirigido –como ha señalado H. J. Paton (2005, p. 216)– a establecer un principio supremo de moralidad que sintetice y unifique dichos principios prácticos puros. No ha de verse, entonces, en dicha obra, a pesar de los ejemplos que Kant trae a colación, una explicación de cómo se aplica dicho principio (tarea, propiamente hablando, de su Metafísica de las costumbres (1797), sino de fundamentar la causa última acerca de por qué se llama buena, o virtuosa, o moralmente valiosa, a una acción hecha libre y deliberadamente por los seres humanos.
5. Significado unitario de las tres formulaciones del imperativo categórico
Aun cuando se ha atribuido a las tres formulaciones un ámbito propio de extensión conceptual 22, hay que convenir en que si el imperativo categórico es uno, los tres enunciados tienen que decir, en último término, lo mismo. Véase cómo, en efecto, ello es así.
En la primera formulación se trata de escoger una “máxima” de comportamiento que sea universal y necesaria y, por ende, que esté desposeída de su componente de subjetividad y originada aprióricamente. Su elección ha de llevarse a cabo por la actuación de la “buena voluntad”, esto es, por un “querer” que, libre de las diferencias que separan a los seres humanos, se unifique en un imperativo común: “Trata al ser racional como en fin en sí mismo, nunca como medio”. Por consiguiente, la segunda formulación del imperativo categórico infunde un contenido concreto a una fórmula que aparecía como genérica y abstractamente enunciada. En otras palabras: si ha de existir una “ley necesaria para todo ser racional”, desde la que haya que enjuiciar sus acciones “según máximas de las que él mismo pueda querer que sirvan como leyes universales”, dicha ley tiene que partir, en aras de su validez universal, de una premisa unitaria: el ser racional es, al mismo tiempo, el sujeto y el objeto del imperativo categórico y no ha de prestarse nunca para convertirse en condición (es decir, en imperativo hipotético) de ningún otro imperativo.
Tanto en la primera formulación como en su variable, el concepto más importante es el de una voluntad que necesariamente ha de ser calificada de “buena”. Ahora bien, solamente podrá quererse que los seres racionales se comporten de la misma manera si es que, mediante el método introspectivo, todos encuentran en la razón pura práctica idéntico imperativo categórico (esto es, el expresado en la segunda formulación). Dicha voluntad, que es “una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales”, ha de poseer una propiedad derivada de esa causalidad: la libertad. Y es precisamente la libertad la que hace posible que la voluntad no sea determinada por “extrañas causas” (ajenas a la razón) que la impidan ejercer su dominio ( FMC , p. 139; Ak IV, núm. 446). Sin la existencia de una “voluntad buena” no podría evadirse la “necesidad natural” de actuar según “principios prácticos materiales” y tampoco podría hacerse abstracción de los “fines subjetivos”. Pero solamente porque la conciencia moral pone ante la voluntad un imperativo (esto es, un “principio práctico formal”) que todos los seres racionales se re-presentan como “bueno”, es que puede hablarse de un “fin objetivo” puesto exclusivamente por la razón y convertido en el fundamento de posibilidad de la acción ( FMC , p. 115; Ak IV, núm. 427). En consecuencia, la voluntad es una facultad, propia tan solo de los seres racionales, que consiste en determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación del contenido de la conciencia moral ( FMC , pp. 114-115; Ak IV, núm. 427).
Lo anterior, sin embargo, no exime de dificultad a lo que Kant entiende por “naturaleza” en la variable de la primera formulación. Desde luego que el ser racional, al querer que todos los demás seres racionales se comporten de acuerdo a un imperativo formal, tendrá necesariamente que aplicar la ley a la naturaleza humana stricto sensu interpretada, esto es, a la “diferencia específica” que hace que el ser humano sea “humano” y no otra cosa. En este sentido, naturaleza equivale a “humanidad” y “humanidad” se identifica con “racionalidad” 23. El concepto de “humanidad” es el factor de unión entre la primera y la segunda formulación, ya que en él, entendido como esencia o naturaleza humana, se dan la mano la máxima, la voluntad y la necesidad, esta última derivada del “libre querer” de “usar” la “humanidad” siempre como un “fin” y nunca como un “medio para”. Como ya se ha visto, todo ello queda más claro mediante el recurso al “principio práctico supremo”, el cual supone, a su vez, la diferenciación entre “cosas” y “personas”. “Persona” es sinónimo de “ser racional”, de “humanidad”, de “fin en sí mismo”, de “dignidad” y no de “precio” ( FMC , p. 125; Ak IV, núm. 434). Kant entiende por fin “lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación”, y puesto que la razón pura práctica es la misma y es la que lo propone, entonces dicho fin “debe valer igualmente para todos los seres racionales” ( FMC , p. 115; Ak IV, núm. 427). El segundo enunciado del imperativo categórico ha de ser, por consiguiente, un “principio universal válido y necesario para todo ser racional” y “para todo querer”, es decir, una “ley práctica” no fundamentada en la facultad de desear, que es la fuente originaria de los imperativos hipotéticos, sino totalmente a priori y, consiguientemente, universal y necesaria ( FMC , pp. 115-116; Ak IV, núm. 427-428).
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