Fermín Cebrecos - Lituma en los Andes y la ética kantiana

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Lituma en los Andes y la ética kantiana: краткое содержание, описание и аннотация

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Tan ambiciosa e incompleta –como también lo son los idearios ético-políticos de Kant, Mario Vargas Llosa y Sendero Luminoso–, esta obra apunta hacia dos objetivos: que en el Perú no se pierda débito y vinculación con una época histórica cercana; y, en segundo lugar, contribuir a la convicción de que hay que negarle a la violencia terrorista todo derecho y todo criterio de legitimación teórica.

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¿Cuál es, en último término, el fundamento generador y determinante de la voluntad? Si una acción es buena solamente si ha sido hecha por deber y el valor moral no reside en ella, sino en la intención de obrar por puro deber, entonces ha de colegirse que la voluntad tiene que estar determinada por un principio formal que se encuentra exclusivamente en el ser racional, que es el único capaz de representarse “la ley en sí misma” ( FMC , pp. 78-80; Ak IV, núm. 401). La respuesta al interrogante: ¿y cuál es esa ley que determina a la voluntad y hace que esta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna?, es, sin duda, la “máxima” de la primera formulación, convertida, al independizarse de todo rezago de subjetividad, en imperativo categórico. Dicha máxima formal ha de servir de principio a la voluntad, a no ser, claro está, que la idea del deber fuera una “vana ilusión” o un “concepto quimérico” ( FMC , p. 81; Ak IV, núm. 402), nociones totalmente inherentes a la subjetividad.

La idea del deber se extrae de lo que Kant llama el “uso vulgar de nuestra razón práctica”; no es, sin embargo, un concepto empírico. Si lo fuera, podrían ponerse ejemplos del obrar “por puro deber” y no cabría la duda, como sucede en la práctica, de poder sospechar, incluso por el propio agente, que podrían haberse inmiscuido en la acción elementos subjetivos (“egoísmo refinado” es la hipérbole con la que determinados filósofos envuelven todo este procedimiento: FMC , p. 87; Ak IV, núm. 406). La naturaleza humana –añade Kant– es “noble” como para proponerse como objeto la idea del deber, pero “harto débil para cumplirla”. Se impone, pues, emplear la razón para administrar (racionalmente) “el interés de las inclinaciones” en su máxima compatibilidad mutua ( FMC , p. 88; Ak IV, núm. 406).

Ahora bien, puesto que la voluntad humana se encuentra, de hecho, influenciada por factores no racionales, el agente solo podrá liberarse de ellos mediante la “intención” (es decir, mediante la “idea” de la buena voluntad). La intención que mueve a la acción es, sin embargo, invisible y, consiguientemente, ninguna acción podrá ser calificada de “buena”. La única que aquí se mantiene a buen recaudo es la “buena voluntad”, una idea identificada con un “querer obrar” motivado netamente por otra idea: la idea del deber. Y al identificarse este “querer” con la voluntad, esta no puede ser sino “buena en sí misma”. El “querer” de la voluntad ha de identificarse, por consiguiente, con el “querer ser solamente determinada por la razón”, una “razón práctica” que es la sede de las leyes morales por ella misma instauradas y que le concede, a la vez, la autonomía y el poder autolegislador. Las leyes morales tienen, pues, su origen en la naturaleza misma de la razón, y no en la naturaleza empírica del ser humano o del mundo. De ahí que una “voluntad buena” es siempre la que “quiere” orientar su obrar guiándose en exclusiva por una razón humana que, al ser auto-legisladora, le concede la cualidad de ser también “autónoma” con respecto a todo aquello que, teóricamente, entra dentro de la heteronomía.

La condición heterónoma puede interpretarse desde dos frentes complementarios. Por un lado, está un universo exógeno que, desde luego, se rige necesariamente por normas de las que no puede evadirse la corporalidad humana. Y, por otro, la voluntad se ve coaccionada heterónomamente por “lo otro de sí”, esto es, por factores determinantes de la praxis que, formando parte de la subjetividad (apetencias, inclinaciones, ignorancia), impiden que la voluntad coincida con la razón práctica pura y, merced a este impedimento, la convierten en “voluntad humana”. La capacidad del ser humano para determinarse a obrar según leyes dadas por la propia razón lo constituye en un ser libre, de ahí que la libertad equivalga a la autonomía de la voluntad y que no sea demostrable por la razón teorética. Dicho de otro modo: la libertad se erige en condición de posibilidad de la moralidad o, lo que es lo mismo, en su razón de ser ( ratio essendi ), pero es la moralidad la señal inequívoca para conocer la libertad (su ratio cognoscendi ).

Una voluntad “universalmente legisladora” es propia, en consecuencia, de los seres racionales. Así, pues, mientras en la naturaleza lato sensu cada cosa actúa según leyes (y podría hablarse en ella, antropomórficamente, de una “obediencia ciega”), “solo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes”, esto es, puede obrar guiándose por principios o, lo que es lo mismo, tiene “voluntad”. “Re-presentarse” la ley en la conciencia moral implica que entre a tallar la facultad introspectiva –también propiedad exclusiva de los seres racionales–, y encontrar en la razón pura práctica los imperativos de los que derivar las acciones. Este proceso exigirá un “raciocinio” jerarquizador que consistirá en pasar de las máximas a los imperativos hipotéticos y de estos al deber (silogismo práctico). Obviamente, el ser irracional, condicionado por su naturaleza a obrar según leyes de la naturaleza física, no podrá adecuar su comportamiento a esta metodología.

Aquí, sin embargo, sobreviene un problema para tener en cuenta. La voluntad puede identificarse con la razón práctica solamente si su actuación es autónoma. Expresado en cita kantiana:

Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. (Kant, 2012, pp. 91-93)

¿En qué ser, sin embargo, puede producirse la identidad entre subjetividad-objetividad? La respuesta es clara: solo en el que coincidiesen exhaustivamente, sin fisuras, razón y voluntad, esto es, en un ser cuya esencia fuese pura razón. El ser humano carece de esta “voluntad perfecta” o “santa”; le cabe solamente la intención de obrar adecuando su voluntad al deber que le impone la razón. Y como no hay, en él, coincidencia entre voluntad y razón, tiene que obrar siempre coaccionado por un imperativo constrictivo, atributo inexistente para un ser divino o perfecto.

No resulta difícil definir teóricamente la “buena voluntad”. En la práctica, sin embargo, la voluntad es el signo más elocuente de la finitud humana, el testimonio de la no conmensurabilidad entre razón práctica y querer. Kant sentencia:

Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad, si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos impulsos) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias se convierten en subjetivamente contingentes. ( FMC , pp. 96-97; Ak IV, núms. 412-413)

Kant, sin embargo, elabora su ética formal como si el ser humano tuviese una voluntad identificada con la razón pura práctica. Esta metafísica de las costumbres ha de llevar la marca de su pureza originaria, de ahí que se halle “totalmente aislada y sin mezcla alguna de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aun de cualidades ocultas –que pudiéramos llamar hipofísica–”. La “mezcla” comprende las “ajenas adiciones de atractivos empíricos” y los “resortes sacados de sentimientos e inclinaciones”, esto es, la suma de elementos diferenciadores que harían imposible que las leyes morales valiesen para todo ser humano en general. Sin el “indispensable substrato” de “la representación pura del deber” no habría “reglas universales de determinación”, lo cual equivale a afirmar que solo una ética metafísica puede asegurar que sus leyes sean universales y necesarias. Kant está convencido, además, de que su teoría metafísica de la moralidad dispone de un “influjo superior a todos los demás resortes sobre el corazón humano” ( FMC , pp. 92-93, Ak IV, núms. 410-411; FMC , p. 95, Ak IV, núm. 412; FMC , p. 64, Ak IV, núm. 389).

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