Isaac León Frías - El cine en fuga

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Este volumen es una antología de los textos, distintos en extensión y contenido, que el autor escribió para la revista La Gran Ilusión entre los años 1993 y 2003, en que fue publicada. Sin embargo, la mayor parte de lo escrito corresponde a la década del noventa e inclusive el año 2000. De allí que el subtítulo sea Textos en el umbral del milenio.
El título El cine en fuga, por su parte, además de aludir a la película El amor en fuga, de François Truffaut, que se comenta en estas páginas, proviene de la acepción musical de fuga: 'variaciones sobre un tema en diferentes tonos'. El sentido musical de fuga se aplica como una metáfora, pues los textos que componen este volumen son, finalmente, variaciones en torno a ciertos motivos o rodeos sobre estos mismos. También la fuga se asocia con el movimiento rápido, con la fugacidad, con el tiempo que avanza velozmente.
Esas acepciones no están reñidas, precisamente, con el carácter fugaz de los filmes y, por qué no, de los textos de este libro, que están conectados con los años de fin-de-siècle.

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Un lugar en el mundo tiene a Federico Luppi, Cecilia Roth, José Sacristán y Leonor Benedetto en los roles principales y cuenta los avatares de los miembros de la comunidad ganadera ante las presiones de un poderoso hacendado. Pero, más que en el enfrentamiento de intereses y las luchas que puede provocar, Aristarain se centra en el grupo de personajes principales del relato, concretamente los miembros de la familia integrada por Luppi, Cecilia Roth y el adolescente más la religiosa compuesta por Benedetto y el geólogo español que hace Sacristán.

El nivel social del relato queda como un marco contextual y lo principal pasa a ser la integridad de unos hombres y mujeres aferrados a destiempo a un ideal comunitario y el aprendizaje de vida del muchacho. Son las relaciones de afecto y amistad las que llenan la película y le aportan lo mejor que tiene. Para ello la dirección de actores es medida y siempre convincente y el ritmo del relato posee temple y energía. El humanismo de Aristarain, cual Martin Ritt argentino que hubiera bebido de las fuentes de John Ford, se resiente a veces por problemas de la guionización, patente por exceso en algunos diálogos y por defecto en algunas resoluciones poco satisfactorias.

El lado oscuro del corazón es la historia de las búsquedas amorosas de un poeta argentino (el actor Darío Grandinetti) que deambula por bares, prostíbulos y departamentos en Buenos Aires y Montevideo. En la línea de exploración lírica que el realizador Eliseo Subiela se había impuesto en Hombre mirando al sudeste (1986) y Últimas imágenes del naufragio (1989), El lado oscuro del corazón lleva las cosas más lejos, pues la película se sitúa abiertamente en una dimensión límite entre el realismo cotidiano y la fantasía onírica, tratada esta última siempre con una apariencia totalmente realista, sin trucos ni efectos especiales ni marcas de separación. Componente central del filme es un abundante diálogo, cargado de citas de Borges, Benedetti y otros escritores, que le da a los personajes y especialmente al protagonista, un lado sobreintelectualizado que afecta seriamente la verosimilitud de las situaciones, de manera que lo que tiene de lograda la atmósfera se resiente con la discutible consistencia de los personajes, definidos a partir de su excesiva verbalización.

El viaje , por su parte, una vez bailados por Solanas los tangos del exilio y el retorno en Tangos : El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), respectivamente, es la Oda Americana del realizador argentino. Un joven que busca a su padre —y, obviamente, a sí mismo— recorre América, de la Patagonia a México, incluyendo en el trayecto al sur de Chile, Cusco, la Amazonía, Brasilia y Panamá. La pretensión, es como se ve, enorme y ha terminado por desbordar las posibilidades que el filme tenía para lograr ese cometido. Tal vez Solanas hubiera requerido el esquema de una serie dividida en capítulos para arribar a resultados más favorables. Empero, El viaje ostenta en su primera parte, con las escenas del internado y las que corresponden a la inundación de Buenos Aires y sus alrededores, virtudes reconocibles. En esta parte la propuesta alegórica encuentra imágenes y representaciones realmente sugestivas. Luego esa riqueza se pierde en la parte peruana, se retoma parcialmente durante la etapa brasileña y se pierde nuevamente en la parte final. No se alcanza, entones, el difícil equilibrio que una visión metafórica de la pluralidad de mundos latinoamericanos requería y la película avanza un poco a sobresaltos, a merced de su propio caos. De cualquier modo, posee méritos innegables y constituye, junto con las dos anteriores, un trío que da pie al debate y a la polémica, lo que no es poco en estos momentos en que el cine de América Latina pasa por uno de sus periodos más difíciles en los últimos 30 años.

(La Gran Ilusión , n. o1, segundo semestre de 1993, pp. 9-10 1)

La partida de Audrey: Audrey Hepburn (1929-1993)

La princesa que quería vivir (William Wyler, 1953) la lanzó por lo grande. Oscar de la Academia a la mejor actuación femenina de 1953. Enorme popularidad inmediata. De pequeñísimos roles secundarios, como en Oro en barras ( The lavender Hill Mob , 1951), de Charles Crichton, saltó al estrellato y allí se quedó hasta que en 1967, luego de hacer de ciega acosada en Espera la oscuridad (Terence Young, 1967), optó por el retiro. Cierto es que casi diez años más tarde retornó en Robin y Marian (Richard Lester, 1976), en un notable rol femenino, en plena consonancia con su edad, pero sus siguientes apariciones no merecen destacarse, salvo quizás la de Y todos rieron (Peter Bogdanovich, 1981). Su último y fugaz rol, tan breve como el de Oro en barras , lo desempeñó en Siempre (1989), el filme de Spielberg.

Si ha habido una actriz a la que es realmente imposible no haber querido en cada una de sus películas esta es, sin duda, Audrey Hepburn. La simpatía de un rostro transparente y de una sonrisa espontánea podía conquistar al más huraño espectador. Sin embargo, muy lejos estuvo Audrey de las chicas bobas e ingenuas que la precedieron en la historia del cine norteamericano.

Audrey fue la imagen alada de la fragilidad exterior y a la vez de la firmeza y fuerza de voluntad. Fue, simultáneamente, la dama elegante y fina, y también la mujer más sencilla y campechana que desfilara por las imágenes de los años 50 y 60. Supo dar los matices del entusiasmo o de la desorientación ante universos que le resultaban deslumbrantes, curiosos, desconocidos o extraños. Y también proyectar la firmeza de un carácter indómito. Si a Audrey se le ganó por algo fue por el corazón. Pocas como ella le aportaron a la mujer enamorada tal nivel de convicción. Tanto en aquellos amores que la unieron a hombres que tenían 20 o 30 años más que ella (fueran Humphrey Bogart, Gary Cooper, Cary Grant, Fred Astaire o Rex Harrison) con los que parecía sentirse más cobijada y segura, como con aquellos, los menos, más próximos a su edad. Amores que nunca fueron fáciles y fluidos, lo que permitió que Audrey proyectara esa gama de recursos que nunca parecieron producto de una interpretación, sino estados e impulsos espontáneos recogidos por la cámara.

Todo lo hizo bien, pero estuvo especialmente insuperable en las comedias románticas y en las comedias musicales: Sabrina (Billy Wilder, 1954), Amor en la tarde (Billy Wilder, 1957), Muñequita de lujo (Blake Edwards, 1961), París, tú y yo (Richard Quine, 1964), Charada (Stanley Donen, 1963), Mi bella dama (George Cukor, 1964) y Un camino para dos (Stanley Donen, 1967). En todas ellas Audrey podía pasar de la discreción a la indiscreción, de la alegría a la tristeza, de la informalidad a la sofisticación sin que se advirtiera casi la línea de separación. Su hermoso rostro de expresiones francas y acogedoras parecía no adecuarse del todo a la delgadez de su cuerpo, del que la separaba un gracioso cuello de cisne. En esas actuaciones Audrey pudo ser huidiza o cercana, impertinente o medida, desaliñada o deslumbrante, pero en todos los casos divertida y encantadora, definitivamente entrañable.

Nos anunció su muerte en Robin y Marian , donde compuso a la amada de Robin Hood. En el final de esta película, junto con la muerte de Marian, de algún modo murió Audrey para el cine porque no volvió nunca a ser la misma. En Siempre , donde hace de un ángel, Audrey ya estaba en el cielo.

(N. o1, segundo semestre de 1993, pp. 15-16)

Las imágenes del mundo en una isla: Puerto Rico

Hubo un tiempo en que América Latina tuvo sus festivales internacionales de cine. Los de Mar del Plata de Argentina y Punta del Este en Uruguay llegaron a tener una continuidad que otros no alcanzaron. Posteriormente, el de Cartagena en Colombia ha logrado tener una duración hasta ahora no superada por ningún otro, a diferencia del Festival Internacional de Río de Janeiro en Brasil que apenas si sumó unos pocos años. Lo cierto es que, y dejando de lado el caso sui generis de Cartagena, que no tiene un carácter competitivo salvo para la parte latinoamericana, los demás festivales se propusieron exigencias que terminaron por superarlos. Una de ellas, la de ofrecer una muestra en concurso que, dada la abundancia de festivales de mayor jerarquía mundial, no ofrecía sino escasamente títulos de interés.

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