Fermín Cebrecos - Sobre Dios, el hombre y la muerte

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Dios, el hombre y la muerte son problemas cuya verdad radica más en su planteamiento que en su solución. Esta obra da fe de ello. La primera aproximación se basa en el método cartesiano. El hombre es el tema central de la segunda aproximación. Finalmente, la aproximación a la muerte deja en claro que la estetización religiosa, metafísica o poética del morir no lo exime de su nexo ontológico con la nada.

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En rigurosa consideración, la única substancia cartesiana es la divina, pues tanto la res cogitans como la res extensa no tienen en sí mismas el principio explicativo ni de su existencia ni de su esencia. Tampoco el genio maligno puede alcanzar el rango de sustancia, y ello porque es solo una ficción metodológica creada por la mente. Pero el poder creador de la res cogitans se atribuye en Descartes al único y omnipotente Creador: el Dios de la metafísica y de la Revelación cristianas.

Cabe advertir, finalmente, que la existencia de un Dios que necesita del mundo para ser racionalmente demostrada no es el camino seguido por Descartes. El “libro del mundo” ( liber mundi ) del Discurso del método (1983, VI: 10-11), donde el realismo gnoseológico podía detectar la firma divina de su autor, tendrá sentido solo si la “lectura” se traslada al hombre y, más en concreto, a una res cogitans que, encontrando a Dios dentro de sí, garantice el conocimiento del mundo. Dicho de otro modo: en el “libro del alma”, usufructuando de los alcances del método introspectivo, podrá leerse con claridad y distinción la firma de su creador (Dios), pero gracias a que, previamente, la res cogitans poseía ya la clave de lectura: el alfabeto cristiano. Ello supone identificar el légein griego (del que se deriva el legere latino y el leer castellano) con el theorein o, lo que es equivalente, con un mirar llevado a cabo con los ojos del logos , mirada que constituye, en esencia, la metáfora del espejo. Se trata, sin embargo, de un légein al que no podrá endosársele, en modo alguno, la característica de la universalidad.

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Plantear en Descartes el proceso del theorein especulativo exige fijar la atención en tres elementos que lo hacen posible. Los dos primeros son propios de toda teoría del conocimiento: un sujeto que conoce y un objeto cognoscible, que es, en este caso, el que ejerce de speculum . El tercer componente que se interpone entre ambos es la “mirada”, la cual se identifica con el “método” o “camino”, que puede, en el realismo gnoseológico, obstaculizar el acceso a la verdad o, empleado correctamente, convertirse en el racionalismo en requisito imprescindible para que la razón contemple su propio contenido como si se tratase de un “espejo”. La metáfora especulativa exige, en consecuencia, una “mirada correcta” como garantía gnoseológica de acceso a la verdad. Platón, San Agustín y Descartes coinciden en ello.

El cuarto componente se halla constituido por algo que no es tenido en cuenta por ninguno de los tres: el espacio histórico en el que necesariamente ha de estar inmiscuido el yo pensante, esto es, lo que se encuentra a su alrededor ( circum stare ) y que, de alguna manera, lo predispone y lo delimita. El mundo de las “circunstancias”, tan decisivo en las filosofías del siglo XX, no forma parte, es verdad, de los tres elementos esenciales del theorein especulativo, pero puede servir de antídoto escéptico para el dogmatismo inherente a la metáfora del espejo.

La “incurvación” agustiniana de la mente sobre sí misma o, en expresión de Descartes, la mens humana in se conversa ( Meditationes : Praefatio ad lectorem 2) no conduce directamente a Dios, aun cuando la “idea de Dios” se presente como connatural al espíritu ( idea Dei, qui in nobis est ) ( Meditationes : Synopsis sex sequentium meditationum 5). El espejo, entonces, no refleja directamente a Dios, sino a una mente que se convierte en sujeto y objeto del método especulativo. Parafraseando a San Buenaventura, podría decirse que estamos frente a un itinerarium mentis in mentem y no en un “itinerario de la mente hacia Dios”. Ahora bien, una vez alcanzado el conocimiento de la naturaleza del alma, la reiteración del método encontrará en ella, “con la sola ayuda de la luz natural” ( solius luminis naturalis ope ), las otras verdades de la metafísica especial (Dios y mundo), aunque este último requerirá de la mediación de la existencia divina y creadora para justificar su existencia. Que la verdad puede ser encontrada en el espíritu humano (tesis compartida también por San Agustín: De vera religione 39, 72) es, entonces, un enunciado verdadero solo si está vinculado al método introspectivo ( solius mentis inspectio ) ( Medit. II , 28).

En este sentido, la coartada del racionalismo cartesiano resulta clara: si el espejo no refleja en sí mismo el contenido de la mente, ello se debe a que la mirada no es correcta, porque si lo es, el espejo tiene que dar de sí lo que en él habita. Aquí estriba, sin duda, la diferencia radical entre el realismo y el racionalismo: el primero pone el énfasis de la mirada en la visión sensorial, mientras que el segundo (Platón, San Agustín, Descartes) atribuye precisamente a esta “distorsión” del mirar todas las anomalías del error (“desvío”, “extravío”, “ebriedad”). En la teodicea agustiniana la “anomalía” se convierte en “pecado” y, por ende, la mirada extraviada no puede ser causada por quien, en último término, es el poseedor absoluto de la verdad. El subterfugio de San Agustín es aquí el recurso a un “pecado original” del que, sin embargo, solo puede hacerse cargo la fe y no la “sola luz racional”. Por consiguiente, el hallazgo de la culpa no es obra del método introspectivo, sino hay que atribuírselo a un aporte de la teología revelada que sobrepasa cualquier irradiación del espejo racional.

Esta diferencia taxativa entre el ver sensorial y el del alma implica que en el theorein puedan reflejarse, por lo menos hasta no demostrar que Dios es el autor del mundo, las “circunstancias” que precisen de la mirada observacional. De igual modo, el racionalismo tendrá que recusar el lema que, afincado en el pensamiento aristotélico-tomista, coincidirá, más bien, con el empirismo de la modernidad: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu (“no hay nada en el alma que antes no haya pasado por los sentidos”). Para Descartes el alma es una “sustancia pura” y —tal como sucederá con la añadidura que, en réplica a Locke, hará Leibniz a dicho lema, en los Nuevos ensayos ( nisi ipse intellectus )— habrá de desvincularse totalmente de cualquier contaminación material para, en aras de preservar su pureza, advenir a la verdad. El alma ( animus, intellectus, ratio ) no podrá contemplarse en su propio espejo si este no se identifica totalmente, a la vez, con su propia esencia. Descartes cree que los espejismos a los que induce la no aplicación correcta del método de la duda desaparecerán una vez que se llega a la primera verdad, convertida ahora en “modelo” para no caer en el error.

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Sin embargo, así como San Agustín debió fundamentar su cosmología en la creatio ex nihilo , Descartes tendrá que demostrar que el mundo externo, para que se constituya en espejo de Dios, no es obra del genio maligno. El cosmos platónico, intervenido por el demiurgo que había puesto orden en el caos originario, no podía fungir de espejo; su primordial existencia ab aeterno era, fenoménicamente considerada, una copia mal hecha del mundo verdadero ( mímesis ), del cual participaba en una relación más opaca que la de la mente con la idea del bien ( méthexis ). Cartesianamente hablando, Dios tampoco se refleja sin mediaciones en lo creado, pues solo es encontrado gracias al uso de un método correcto, pero, al convertirse en garantía de la existencia del mundo externo, se erige también en aval para efectuar ciencia sobre él. Una de las paradojas de la metafísica cartesiana radica precisamente en ir en contra de la desteologización de la ciencia, con la que Ockham se había despedido de la relación ratio-fides y, al mismo tiempo, había dicho adiós, sin proponérselo, a la filosofía medieval.

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