Destino destacan por el respeto ante la dimensión del drama intelectual del hombre que acababa de desaparecer. El escritor, el articulista, se expresaba también en la admiración que sentía por el que era llamado «arquero batallador de más exigente ambición», ante el cual, según Sagarra, nadie podía siquiera dudar de la realidad de las flechas ni de la solvencia del arquero. En un tono de amarga tristeza y frialdad de tono menor, Sagarra, quien manifestaba que «mis oídos permanecen sordos a todos los peros y a todas las objeciones», no dudaba en afirmar tajantemente: «Ante la magnitud del alma que informó el presente cadáver de Eugenio d'Ors, a los que hemos vivido, desde un principio, las circunstancias y las contingencias de su aventura espiritual, sentimos —¿por qué negarlo?— una rara tristeza»5. Al final de su artículo, Sagarra explicita una gratitud personal y una generosidad profesional hacia Eugenio d'Ors que le honran. Y lo más significativo: termina apelando a los futuros escritores y a los lectores de las nuevas generaciones: «Me interesa decir, especialmente a los jóvenes, a los de esta época, que en la persona de Eugenio d'Ors vivió, en la más amena y en la más profunda complejidad, el alma del primer intelectual que Cataluña ofreció a una época que, por ser la de mis más vivos sueños, es para mí entrañable. Yo no sé, pero creo que, en otros tiempos, cuando desaparecía alguien de la categoría de Eugenio d'Ors, quedaba un temblor en el aire que todos lo percibíamos y todos lo respirábamos».
Extraña situación, pues, la del escritor en el purgatorio, la del autor sin lugar otorgado por su sociedad; la del que debe situarse en los márgenes de las culturas, catalana, española, europea, en los umbrales de las sociedades que decían acogerlo. Pero noble situación también para aquel que siempre había reivindicado la ciudad por encima de la nación, la cultura por encima de la política, la educación por encima de la doctrina. El admirador de Llull, de Erasmo, de Goethe, de Carlyle o de Bergson podía haber anhelado un futuro prometedor como filósofo, psicólogo, o crítico de arte, también como poeta, como dibujante o como novelista, pero no fue ni lo uno ni lo otro. O mejor, fue todo ello, pero sobre todo, como tantos escritores de la Europa de la primera década del siglo XX, Ors jugó a fondo la lógica de la «invención del intelectual». Y quizás esto explique muchas cosas.
EL PRIMER INTELECTUAL MODERNO DE CATALUÑA
Detrás de Eugenio d'Ors, detrás de su personaje de gran escritor público, detrás de sus más diversas máscaras y pseudónimos, detrás, si se quiere, de su «Ángel», queda la obra más influyente, más inteligente y de más ingenio de la Cataluña del primer tercio del siglo XX. El paso del tiempo conllevará inevitablemente que desaparezca, en el imaginario de los nuevos lectores, el considerable número de anécdotas y de pequeñas leyendas que su biografía había suscitado, en las cuales, todo hay que decirlo, no siempre Ors protagonizaba momentos estelares. Nuevos horizontes de lectura van a abrirse necesariamente, y quizás en los próximos años podremos afrontar, ahora ya sí, el cómo y el porqué de un extenso, complejo y ambicioso itinerario creativo al que los investigadores, desde las más diversas disciplinas del saber (filósofos, teóricos y críticos del arte y de la literatura, historiadores y sociólogos de la cultura, antropólogos, etc.), deben poder aproximarse sin prejuicios ideológicos ni apriorismos metodológicos.
En marzo de 1908 el rey Alfonso XIII visitó Barcelona para tranquilizar a una sociedad sometida a toda suerte de atentados anarquistas. Políticos y artistas, burgueses y jerarcas le esperaban a su llegada en el tren de las nueve de la mañana. A la misma hora, un jovencísimo escritor y periodista, Eugenio d'Ors, aislado en su habitación, daba alas a su imaginación leyendo un libro sobre el emperador Carlos V. Lejos del fervor de las multitudes, a mediodía, decidió visitar el taller de unos artistas amigos. El espesor del humo del tabaco, la ingesta de los más variados licores, la contemplación de óleos y dibujos y de la últimas revistas modernistas alemanas, en definitiva, la voluptuosa intimidad creada por la tertulia entre compañeros bohemios, dieron consuelo balsámico a la triste soledad del que a sí mismo se proclamaba ya como «intelectual». A la seis de la tarde, sólo el griterío del pueblo que subía desde las calles durante las «reales jornadas» interpelaba el discreto orgullo de quienes se sabían a salvo en su venerada «torre de marfil». Pero, de pronto, surgió la duda, o tal vez el cansancio: ¿no sería mejor abandonar esta obstinación heroica y confundirse gregariamente con las masas? ¿No valdría la pena dejarse glorificar por la multitud, incorporarse a las mayorías, recibir elogios y premios y medallas como cualquier poetastro de la corte?
Desde las páginas de la revista Empori , Eugenio d'Ors tomó una determinación de gran trascendencia para su trayectoria literaria. Diez años después de la publicación del J’accuse! de Zola, se propuso definir por primera vez al intelectual moderno en Cataluña. Desafiando «los peligros de este descenso hacia las multitudes», Ors llamó a la nueva generación del novecientos a la intervención en la ciudad, con una clara voluntad de orientación social y política: «Nosotros, en la Intervención, comulgamos». La posición de Eugenio d'Ors era claramente de compromiso, de un hombre de letras que abandonaba la visión de la literatura instaurada cincuenta años antes por la modernidad; aquella que se había autonomizado de su sociedad y que adoptaba actitudes destinadas a constituirse en una aristocracia simbólica con sus propias reglas de juego.
El joven Ors descartó en seguida y con menosprecio el «arte por el arte» y decidió dejar de ser un simple espectador ciudadano, incapaz de sentirse deudor o solidario con la sociedad que lo acogía. Ni Joan Maragall, ni por supuesto Gabriel Alomar, Raimon Casellas, Josep Pijoan, Josep Brossa, Pere Coromines o Antoni Rovira i Virgili llegaron tan siquiera a vislumbrar el desplazamiento de roles dentro de la esfera literaria catalana que esto significaba. En aquellos años, Ors no se dejaba ya arrastrar por la burda simplificación entre arte puro y arte social, sino que, al contrario, se adhería a una literatura de participación social sin renunciar nunca a una singular voluntad de estilo y a una ambición cultural sin precedentes en Cataluña y en España. Por esto, podía abandonar ciertos juegos estetizantes y consolidar un nuevo discurso, de debate político y de ideas, y a la vez desarrollar una prosa artística, reconocida tanto por sus contenidos como por su lenguaje. Y utilizando siempre los periódicos, testigos de la civilización moderna, para asumir la tarea de transformación social que proponía y poder, así, exponer su pensamiento.
La novedad era que Ors pretendía servirse de su prestigio literario, al que no pensó renunciar ni renunciará nunca, para dar credibilidad a un nuevo tipo de palabra que debía resonar en la vida civil, un discurso inaudito en una Cataluña en plena transformación política. Por una parte, Ors no concebía la literatura como un fin en sí mismo. Para el entusiasta Ors, el verbo «escribir» dejaba de ser intransitivo, su acción intelectual se volvía doctrinal. Su palabra debía poner fin a la ambigüedad y a las contradicciones del mundo en que vivía, su discurso pretendía erigirse en una explicación de la realidad que tenía que ser irreversible. Pero su actividad no fue tampoco la de un intelectual en un sentido restringido, la de un retórico del ensayo. Porque cuando Ors ejercía como crítico de arte, su texto parecía una prolongación, un eco de las obras que interpretaba. Y cuando fabulaba, ficcionalizaba o se servía de la palabra poética, se imponían el ensayo, el breviario, en definitiva, la lección.
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