Graeme Macrae - La desaparición de Adèle Bedeau

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La desaparición de Adèle Bedeau: краткое содержание, описание и аннотация

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Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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Al final del parquecito alejado de la acera, se levantaba un bloque de apartamentos. Manfred se dirigió subrepticiamente hacia el portal del edificio y se agachó detrás de unos arbustos. El joven estaba mirando en la dirección por la que tenía que aparecer Adèle. No había peligro de que viese a Manfred; además, aun cuando se diera la vuelta, estaba bien escondido. El chico se terminó el cigarrillo y consultó su reloj. Pasaron unos minutos. Manfred empezó a preguntarse qué hacía allí, pero sería absurdo marcharse a esas alturas, con el tiempo que llevaba esperando. Es más, si se iba, podría hacer algún ruido y descubrirse.

Adèle apareció caminando despacio por la acera. El joven levantó una mano a modo de saludo, y ella respondió haciendo otro tanto, aunque no aceleró el paso. Manfred sintió curiosidad por saber por qué él no la esperaba fuera del bar. Seguro que tenían algún motivo para desear que no los vieran juntos. A lo mejor sus progenitores no aprobaban la relación. Con todo, Manfred no se imaginaba a Adèle viviendo en casa de sus padres. Si hubiese tenido que aventurar una teoría, habría dicho que era huérfana o que se había escapado de casa. Algo en su carácter reservado le decía que la chica estaba sola en este mundo.

Se saludaron con un beso más apasionado que la noche anterior. Estuvieron así un rato. El joven llevó su mano derecha al trasero de Adèle. Ella lo agarró de la nuca y arqueó las caderas, clavando la ingle contra el muslo de él. Manfred notó que empezaba a excitarse. Cuando se separaron, el chico ofreció a Adèle un cigarrillo, que ella aceptó. Subieron a la motocicleta. Dibujaron una amplia curva en la calle y salieron zumbando, los brazos de Adèle estrechando la cintura del joven. Y eso fue todo. Para ver eso es para lo que se había demorado Manfred furtivamente. Se alejó a toda prisa, temiendo de repente que alguien pudiera haberlo visto espiando a la pareja. Pero era tarde y las calles de Saint-Louis estaban desiertas.

4

Manfred no alteró su elección habitual de los viernes, a saber: andouillette con salsa de mostaza y puré de patatas. Adèle no se había presentado a trabajar. Manfred sintió una punzada de decepción. Se dio cuenta de que había estado deseando verla. Pasteur se encontraba de un humor de perros porque la ausencia de Adèle le obligaba a servir las mesas. Tomaba las comandas con aire arisco, haciendo repiquetear su lápiz contra la libreta mientras aguardaba a que los comensales se decidieran. Manfred no preguntó por Adèle. Tampoco pidió que le rellenaran de agua su jarra vacía. El mal humor de Pasteur perturbaba el ambiente del restaurante. Los clientes nunca se demoraban más de lo necesario en la mesa una vez acabado el almuerzo, pero hoy comían más rápido de lo habitual. Aunque lo normal era tener que levantar la voz para hacerse oír por encima del estrépito de platos y el barullo de las animadas conversaciones, ahora se respiraba una atmósfera contenida. Manfred se comió su tarta de pera y pagó la cuenta a toda prisa. Ahora le sobraba un cuarto de hora antes de tener que regresar al banco. No se le ocurrió nada qué hacer para matar el tiempo, así que volvió a la sucursal de todos modos. Nadie hizo ningún comentario sobre el hecho de que regresara antes de lo habitual.

A la hora de la cena, Adèle seguía ausente. En el restaurante reinaba el silencio y Pasteur había vuelto a su puesto habitual al otro lado del mostrador. Parecía habérsele pasado el mal genio. Cuando iba por su segunda copa, Manfred le preguntó por Adèle. Se esforzó para que su tono de voz sonara casual.

Pasteur se encogió de hombros.

—No se ha presentado para el almuerzo y tampoco para la cena.

—¿Está enferma?

—Y yo qué sé, hombre —dijo Pasteur.

Manfred obvió su tono cortante.

—¿No ha llamado?

Pasteur levantó la vista del periódico con gesto impaciente. Había dicho cuanto deseaba decir sobre el asunto. Cuando Marie salió de la cocina, Manfred contempló la posibilidad de preguntarle a ella, pero cambió de idea. A la gente podría extrañarle este repentino interés suyo hacia la camarera. Si Pasteur no estaba preocupado, ¿por qué tenía que estarlo él? En efecto, ¿por qué le interesaba tanto? En todos los meses que Adèle llevaba trabajando en el restaurante, rara vez le había dedicado otro pensamiento que no fuera estrictamente lujurioso. Nunca se había parado a pensar dónde vivía, qué hacía en su tiempo libre y, menos aún, qué le rondaba por la cabeza.

Al rato, después de llevar a la mesa de Lemerre la última frasca de la velada, Marie se coló detrás del mostrador para pasar una bayeta por las superficies. Eso era tarea de Pasteur, pero estaba claro que el dueño pensaba que ya se había rebajado suficiente ese día.

—Un día muy ajetreado, ¿verdad, Marie? —dijo Manfred.

—Sí, monsieur Baumann, ha sido un día muy ajetreado —contestó ella antes de esfumarse en el interior de la cocina.

Manfred se tomó más tiempo del habitual en consumir su última copa de vino. Marie salió minutos después, pero no se entretuvo un rato junto a la barra. Preparó las mesas para el servicio del día siguiente antes de retirarse al apartamento de la planta de arriba. Manfred pagó la cuenta y después se marchó.

A eso de las tres de la tarde del día siguiente, Manfred estaba sentado a la mesa de su cocina leyendo una novela de detectives. Llamaron a la puerta. Se sobresaltó. Nadie lo visitaba jamás y cualquiera que deseara hacerlo tendría que usar el telefonillo del portal para acceder al edificio. Permaneció sentado muy tieso unos instantes. Probablemente fuera algún encuestador o algún evangelista al que otro vecino había dejado entrar. Manfred contuvo la respiración y aguzó el oído, esperando escuchar el sonido de unos pasos que se alejaban. Entonces se produjo una segunda llamada, más fuerte. Un golpeteo insistente e impaciente que sugería que la persona apostada al otro lado de la puerta sabía que él estaba dentro. Manfred echó la silla hacia atrás en silencio y recorrió el pasillo de puntillas. Se quedó escuchando un momento y, a continuación, pegó el ojo a la mirilla.

Un hombre con pelo canoso muy corto y rasgados ojos grises miraba directamente a la puerta. Manfred lo reconoció. Era policía. Cuando abrió la puerta, el tipo levantó su identificación, que seguramente llevaba ya de antes preparada en la mano.

—Inspector Gorski, policía de Saint-Louis.

—Sí —dijo Manfred.

Gorski era un hombre fornido de mediana estatura que debía de rondar los cuarenta y muchos. Vestía un traje gris marengo, una camisa azul marino y una corbata de color similar. Llevaba una gabardina ligera doblada sobre el brazo izquierdo. No dio señales de reconocer a Manfred, quien le tendió la mano y luego la dejó caer al costado. ¿A los policías se los saludaba con un apretón de manos?

—¿Podría hablar con usted un momento, monsieur Baumann?

No había que alarmarse por el hecho de que el detective conociera su nombre. Estaba inscrito en la pequeña placa plateada atornillada a la puerta.

—Por supuesto.

Se produjo una pausa. Manfred aguardó a que el policía añadiera algo más antes de caer en la cuenta de que estaba esperando a que lo invitaran a entrar. Se hizo a un lado. Gorski le dio las gracias y pasó al estrecho pasillo que conducía a la cocina. Gorski tuvo que pegarse a la pared para dejar pasar a Manfred antes de que este se viera forzado a hacer otro tanto para guiarlo hasta la cocina. Durante algunos años, Manfred había tenido contratada a una asistenta, pero nunca fue de su gusto que hubiera alguien más fisgoneando por el apartamento. Le incomodaba y, de todos modos, la mujer no tenía demasiado qué hacer porque él era un maniático de la limpieza. Fregaba los platos en cuanto terminaba de comer y era un firme defensor del orden. La vieja solía pasar la aspiradora por las habitaciones ya inmaculadas y se ocupaba de la colada y de planchar, tareas que Manfred detestaba. Pero le daba vergüenza imaginársela cambiando sus sábanas y lavando y doblando su ropa interior. Manfred se había sentido muy aliviado cuando la mujer murió (por nada del mundo habría sido capaz de despedirla) y en los cuatro años transcurridos desde entonces muy pocas personas habían puesto el pie en su apartamento. Manfred hacía ahora su colada los domingos por la tarde en el lavadero ubicado en el sótano del edificio. No era divertido, pero le ayudaba a ocupar un tiempo del fin de semana que, de otro modo, le hubiese costado rellenar.

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