Graeme Macrae - La desaparición de Adèle Bedeau

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La desaparición de Adèle Bedeau: краткое содержание, описание и аннотация

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Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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Finalmente, cuando Anaïs murió, Manfred tenía quince años. Para entonces, ella llevaba dos años sin salir de casa y se había puesto tan flaca y apergaminada como una anciana. El abuelo de Manfred habló con él una noche poco después del funeral. Llega una edad, le explicó, en la que un hombre tiene que abrirse camino en la vida por sí mismo. Dos años después, cuando Manfred suspendió su baccalauréat,[1] su abuelo lo llamó al despacho. Esta era una habitación de la primera planta a la que, por norma general, Manfred tenía vetada la entrada. Las paredes estaban revestidas hasta el techo de libros de Derecho, y presidía el centro de la estancia un enorme escritorio antiguo. Había chimenea, pero monsieur Paliard no era partidario de caldear el ambiente innecesariamente, así que se negaba a encender el fuego incluso en los días más crudos del invierno, dando así ejemplo a los otros miembros de la casa y prefiriendo sentarse delante de sus papeles, con sombrero y bufanda al cuello, envuelto en un halo de vaho y humo de pipa. A Manfred solo lo convocaban en el despacho para tratar asuntos de suma trascendencia.

Al entrar, el chico permaneció de pie en el centro de la habitación sus buenos cinco minutos mientras su abuelo llegaba al final del documento que se encontraba leyendo. Esto no afectó a Manfred. Le era indiferente el trato que le dispensaba su abuelo. Monsieur Paliard se quitó las gafas de cerca e indicó con un gesto de la mano que Manfred debía tomar asiento. Tenía el rostro alargado, de facciones muy marcadas, con rasgados ojos azul claro bajo una amplia y abultada frente. Estaba calvo casi por completo y lucía una barba hirsuta de pelo canoso. A Manfred le costaba recordar una ocasión en la que lo hubiese visto sonreír.

—He hablado con un colega, monsieur Jeantet —empezó sin más preámbulo—. Jeantet es director de la sucursal del Société Générale en rue de Mulhouse. Ha accedido a darte un empleo, lo que es muy generoso de su parte dadas las circunstancias. Empiezas el lunes y recibirás tu primer sueldo pasadas dos semanas. Te sugiero que te pongas manos a la obra y te busques un apartamento ya mismo. Te prestaré la cantidad que necesites para el primer mes de alquiler y el depósito.

Al finalizar su breve discurso, monsieur Paliard hizo algo que no había hecho jamás. Se puso de pie y sirvió dos copitas de jerez de una licorera que descansaba sobre una bandeja de plata en la repisa de la ventana. Manfred no había reparado nunca en que hubiese allí una licorera y se preguntó si su abuelo no habría pedido que se la trajeran para la ocasión. Manfred nunca había sido invitado a compartir una copa con su abuelo; es más, jamás le había visto servirse personalmente una. Para eso se llamaba a la criada. Con todo, monsieur Paliard no se limitó a poner las bebidas, sino que además le tendió la suya a Manfred antes de volver a tomar asiento. Los dos hombres (porque estaba claro que el gesto buscaba de forma deliberada señalar el paso de Manfred a la edad adulta) se bebieron el jerez en silencio. Diez minutos después, monsieur Paliard se levantó para indicar, de forma un tanto abrupta, que la audiencia había finalizado.

Al día siguiente, la abuela de Manfred lo llevó a Mulhouse para que le tomaran las medidas para un traje. Mientras el sastre se afanaba con su cinta métrica de costura, madame Paliard insistió, para bochorno de Manfred, en que el traje debía ser holgado para que no se le quedase pequeño antes de tiempo. De todos modos, Manfred disfrutó bastante de la experiencia. Vestir de traje confería seriedad. La imagen que le devolvía la mirada desde el espejo del sastre no era la del torpe colegial que él tanto aborrecía. A continuación, fueron a almorzar a un elegante bistró. Durante la comida, madame Paliard estuvo parloteando sin cesar sobre la espléndida oportunidad que constituía aquel nuevo empleo. Manfred sabía que ella, en realidad, se sentía decepcionada, pero no dijo nada para contradecirla. Compartieron una botella de vino, cosa que no habrían hecho jamás de haber estado su abuelo allí presente, y, concluido el almuerzo, madame Paliard se echó a llorar y le dijo a Manfred que no dejara de ir a casa a comer cuando quisiera y que contase con que siempre tendría allí su dormitorio. Manfred tenía cariño a su abuela y sintió lástima por ella ahora que iba a quedase sola con su abuelo. Le dio las gracias y prometió visitarlos con regularidad.

Cuando Manfred llegó al banco el lunes por la mañana, monsieur Jeantet lo invitó de inmediato a pasar a su despacho. Era un hombre orondo, con la cara colorada y patillas de boca ancha. Llevaba puesto un anticuado traje de espiga, con una apolillada rebeca verde debajo. Monsieur Jeantet gastaba un aire cordial y alegre muy estudiado. Saludaba a sus clientes con un fuerte apretón de manos y cierta profusión de palmadas en la espalda, y se deshacía en halagos con ellos, como si fueran amigos suyos de toda la vida. Tenía la costumbre de dar palmaditas en el trasero al personal femenino de la oficina y se recreaba soltando insinuaciones desfachatadas sobre el aspecto de estas o sobre cómo empleaban su tiempo los fines de semana. Esto lo hacía sin atender a discriminaciones de edad o belleza, es evidente que para evitar ofender a cualquiera que se quedara fuera de sus atenciones. Al principio, a Manfred le chocó el buen humor con el que sus nuevas compañeras toleraban este comportamiento, pero enseguida se dio cuenta de que contaban con toda una artillería de apodos nada aduladores para referirse al jefe a su espalda. Costaba creer que el abuelo de Manfred considerara a este hombre «colega» suyo.

Cogiéndolo del codo, Jeantet guio a Manfred al interior de su despacho hasta una pareja de butacas de cuero mientras profería una ristra de proclamas acerca de lo encantado que estaba de tener a bordo a un joven tan brillante.

—Por favor, siéntate, muchacho; ponte cómodo —lo exhortó—. Ese traje que llevas es muy elegante. Un poco holgado, diría yo, pero así es como los lleváis los jóvenes en estos tiempos. Yo soy un anticuado, o al menos eso dice mi mujer. Pero lo que yo digo es que la calidad nunca pasa de moda, ¿eh? ¿Tú qué crees? Ja, ja, ja.

—Desde luego —dijo Manfred.

—Bueno, la ocasión merece una copita, ¿no te parece?

Y, aun cuando todavía no habían dado las nueve, el director del banco echó mano a una licorera que había sobre el escritorio que los separaba. Sirvió dos copitas más que generosas y brindó por una larga y fructífera amistad. Manfred se tomó la suya con la sensación de que lo estaban iniciando en una sociedad ancestral de bebedores de jerez.

—Es importante fortalecer las relaciones —prosiguió Jeantet—. Esa es una de las cosas que aprenderás aquí. Tengo mucho que enseñarte; dirigir un banco no tiene nada que ver con el dinero, ¡qué va! Tiene que ver con las personas. —Hizo una pausa y lanzó una mirada elocuente a Manfred para hacer hincapié en este punto.

Entonces, muy repentinamente, casi como si una nube hubiese ensombrecido su rostro, Jeantet depositó su copa en la mesa y se arrellanó en su butaca, cruzando las manos sobre el vientre. Manfred también dejó su copa.

—Veamos —dijo con un tono mucho más grave—, tu abuelo, un gran hombre, me ha contado que has suspendido tu baccalauréat. Esto no es algo digno de aplauso y, normalmente, desecharía la idea de incorporar al personal a un miembro nuevo que no considerase que estuviera a la altura en lo que a sesera se refiere. —Al decir esto se dio unos golpecitos muy elocuentes en la frente con el dedo—. No obstante, tu abuelo me ha asegurado que eres un joven brillante, y estoy dispuesto a tomarle la palabra. Confío en que corresponderás a la fe que estoy depositando en ti.

Asintió con gravedad y, entonces, para señalar que ya había dicho cuanto deseaba, volvió a coger su copa.

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