Graeme Macrae - La desaparición de Adèle Bedeau

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La desaparición de Adèle Bedeau: краткое содержание, описание и аннотация

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Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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—Buenas noches, Adèle —dijo cuando se encontraba a escasos metros de ella. Se detuvo, no porque lo deseara, sino porque habría parecido poco cortés pasar de largo y tratarla como una mera camarera indigna de recibir unas pocas cortesías.

—Buenas noches, Manfred —le contestó.

Hasta ese momento, Manfred ni siquiera sabía que ella conociese su nombre de pila. El hecho de que lo emplease ahora apuntaba a la existencia de cierto grado de familiaridad entre ambos. En el restaurante, siempre que se dirigía a él, lo llamaba monsieur Baumann. Pero ahora, ¿no había percibido acaso hasta un tono coqueto en su voz?

—Hace fresco —dijo Manfred, incapaz de pensar en otra cosa que decir.

—Sí —contestó Adèle.

Con la mano que le quedaba libre, tiró de los bordes de la chaqueta para cerrársela a la altura del pecho, ya fuera para ratificar el comentario de Manfred o para taparse el escote.

Se produjo una pausa.

—Claro que, por las noches, siempre hace más frío con el cielo despejado —prosiguió Manfred—. Las nubes actúan como aislante. No dejan escapar el calor, igual que una manta en la cama.

Adèle se lo quedó mirando un momento y luego asintió despacio con la cabeza. Exhaló un anillo de vaho. Manfred se arrepintió de haber mencionado la cama. Sintió el rubor cubriéndole las mejillas.

—¿Esperas a alguien? —preguntó cuando resultó evidente que ella no tenía nada que añadir. No era asunto suyo lo que Adèle estuviera haciendo, pero una vez más no se le ocurrió otra cosa que decir. Y si ella contestaba que no estaba esperando a nadie, ¿qué? ¿Qué haría entonces? ¿Invitarla a su apartamento o a uno de los bares del pueblo que abrían hasta tarde y de los que no tenía la menor referencia?

Antes de que ella tuviera oportunidad de responder, y para alivio de Manfred, se detuvo junto a ellos un joven con una motocicleta. Saludó cortésmente a Manfred con la cabeza. Este le devolvió el ademán y le dio las buenas noches a Adèle.

—Buenas noches, monsieur —contestó ella.

Mientras se alejaba, Manfred echó un vistazo por encima del hombro justo a tiempo de ver a Adèle pasar la pierna por encima del asiento de la motocicleta. Se imaginó al joven preguntando quién era él. «Nadie, un cliente del restaurante», le respondería ella con toda probabilidad.

Manfred vivía a diez minutos andando de allí, en el último piso de un edificio de cuatro plantas que databa de la década de los sesenta y que se hallaba ubicado en una bocacalle de rue de Mulhouse. Su apartamento lo componían una cocina diminuta, un dormitorio, un salón que Manfred raramente usaba, y un aseo con ducha. La cocina daba a un ajardinado patio de manzana rodeado por otros bloques de apartamentos similares al suyo. Tenía bancos para los residentes y una zona de juego infantil. La ventana de la cocina se abría a un pequeño balcón donde daba el sol a primera hora de la tarde, pero Manfred rara vez se sentaba allí fuera por temor a que los vecinos pudieran creer que abrigaba un interés malsano por el parque infantil de abajo. La gente a menudo pensaba mal de los hombres solteros de treinta y tantos, sobre todo de aquellos que escogían encerrarse en sí mismos. Manfred mantenía su apartamento escrupulosamente limpio y recogido.

Cuando llegó a casa, se sirvió un chupito de la botella que tenía sobre la encimera de la cocina y lo vació de un trago. Se sirvió otro y se lo llevó a la cama. Cogió el libro de la mesilla de noche, pero no lo abrió. Su encuentro con Adèle lo había dejado descolocado, excitado incluso. Esto no se debía tanto al hecho de que ella hubiese empleado su nombre de pila como a que recuperara el tratamiento de «monsieur» al llegar su amigo, como si le interesara dar la impresión de que entre ellos dos no había nada. Manfred nunca había pensado que hubiera algo entre ambos, pero ella podría haberle deseado las buenas noches fácilmente sin llamarlo de ninguna de las dos formas. Había sido un acto deliberado con el que buscaba ocultarle a su novio el momento de intimidad que habían compartido.

Manfred evocó la imagen de Adèle tambaleándose en la acera delante de él, ajustándose la correa del zapato. Se masturbó con mayor vehemencia que de costumbre y se quedó dormido sin limpiar su polución.

2

Saint-Louis es un pueblo de unos veinte mil habitantes situado en los confines de la Alsacia y separado de Alemania y de Suiza por el cauce del Rin. Es un sitio sin mayor trascendencia y, aparte de un puñado de casas pintorescas características de la región con entramado de madera de roble, no tiene mucho que invite al viajero a demorarse en él. Como sucede con la mayoría de las poblaciones fronterizas, se trata de un lugar de paso. La gente lo atraviesa de camino a otros destinos, y el pueblo adolece de tal escasez de rincones de interés que se diría que los habitantes han acabado por resignarse. Los jóvenes más brillantes de Saint-Louis se marchan en cuanto pueden a la universidad, en la mayoría de los casos para no regresar jamás.

El centro del pueblo, en la medida en que puede decirse que Saint-Louis dispone de algo parecido, es una miscelánea de anodinos edificios de posguerra salpicada de unas pocas construcciones más tradicionales que han sobrevivido al paso del tiempo y a los proyectos urbanísticos. Los carteles de los comercios están desgastados, y las exposiciones de los escaparates resultan de todo menos atractivas, como si sus propietarios hubiesen renunciado a la idea de atraer clientes de paso. La palabra que con más frecuencia se le viene a la cabeza a los viajeros que ponen un pie en el pueblo, si es que llegan a reparar en él, es «anodino». Saint-Louis es anodino.

Y, aun así, ha preservado una ciudadanía durante trescientos años. Las de Saint-Louis son gentes un ápice menos instruidas, menos acomodadas y más inclinadas a la derecha política que la mayoría de sus compatriotas, pero los miembros de esta tribu mediocre siguen necesitando, de vez en cuando, un par de zapatos o un conjunto de ropa nuevos; necesitan que les corten el pelo, les revisen la dentadura y les curen sus dolencias. Tienen que sacar dinero y tomarlo prestado. Requieren establecimientos donde comer, beber, cotillear o, sencillamente, posponer el regreso a casa. Precisan que se limpien sus calles, que se recojan sus residuos; también aquí se debe mantener la ley y el orden. Sus casas requieren la atención de fontaneros, electricistas, carpinteros y decoradores. Sus hijos necesitan quien los eduque, los ancianos quien los cuide y los muertos quien los entierre.

En resumen, los habitantes de Saint-Louis son idénticos a los de cualquier otro lugar, ya vivan en pueblos igual de cutres o infinitamente más glamurosos. Y, al igual que los pobladores de otras urbes, los vecinos de Saint-Louis sienten un orgullo chovinista hacia su municipio, aun cuando son conscientes de su mediocridad en todo momento. Algunos sueñan con escapar, o viven con el remordimiento de no haberse marchado cuando se les presentó la oportunidad. La mayoría, no obstante, vive su vida sin pensar demasiado o nada en lo que los rodea.

Manfred Baumann nació en el lado suizo de la frontera, hijo de padre suizo y madre francesa. Gottwald Baumann, natural de Basilea, trabajaba en una cervecera. Era un hombre de baja estatura, con una tez excepcionalmente morena y ojos chispeantes. La madre de Manfred, Anaïs Paliard, era una joven muy vivaracha, aunque maldecida con una constitución enfermiza, y procedía de una acomodada familia de abogados de Saint-Louis. Manfred pasó los primeros seis años de su vida en Basilea. Era poco lo que recordaba de aquel tiempo, pero el suizo-alemán seguía siendo la lengua con la que se sentía más cómodo. Apenas lo había hablado desde su niñez, pero escucharlo seguía transportándolo a aquellos neblinosos años de la infancia. Manfred solo conservaba dos recuerdos de su padre asociados a ese periodo de su vida. El primero era el del olor rancio que despedía cuando regresaba a casa después de pasar la noche en algún bar, sumado a la visión de su barbilla sin afeitar cuando se inclinaba a darle un beso de buenas noches.

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