Graeme Macrae - La desaparición de Adèle Bedeau

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La desaparición de Adèle Bedeau: краткое содержание, описание и аннотация

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Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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El comedor estaba amueblado con unas quince mesas desvencijadas de madera cubiertas, con coloridos manteles de hule, y provistas de cubiertos y copas. En la pared de detrás de la barra, parcialmente oculto por una estantería de cristal repleta de botellas de licores diversos, un espejo de dimensiones considerables promocionaba la cerveza de Alsacia con una rotulación art decó desgastada y casi ilegible en algunas zonas. Este espejo conseguía que el restaurante pareciera más grande de lo que era en realidad. También confería al lugar un aire de grandeza venida a menos. Marie se quejaba a menudo de su aspecto cutre y deslustrado, pero Pasteur insistía en que le daba encanto al local. «Esto no es un bistró parisino», contestaba por costumbre ante cualquier sugerencia de mejora. A la derecha del mostrador estaban las puertas de acceso a los aseos, flanqueadas por un par de aparadores de madera oscura descomunales donde se guardaban la cubertería, las copas y la vajilla. Estos aparadores llevaban allí desde que todos tenían memoria. Desde luego antecedían a la fecha en la que Pasteur se hizo dueño del establecimiento.

Manfred Baumann tenía treinta y seis años. Esa noche, al igual que todas, iba vestido con un traje negro y una camisa blanca con la corbata aflojada. Su pelo oscuro estaba cortado con pulcritud y peinado con raya al lado. Era un hombre atractivo, pero sus ojos se movían inquietos, como si tratase de esquivar cualquier contacto visual. En consecuencia, con frecuencia la gente tenía la impresión de que estaba incómodo en su compañía, y esto contribuía a agravar su propia desazón. Una vez al mes, aprovechando la tarde del miércoles, que era cuando el banco donde trabajaba permanecía cerrado, Manfred acudía al local de Lemerre para cortarse el pelo. Sin falta, Lemerre le preguntaba qué clase de corte deseaba, y Manfred contestaba: «El de siempre». Mientras se afanaba con las tijeras, el barbero hablaba del tiempo o comentaba algún asunto anodino de la prensa de ese día, y cuando Manfred abandonaba el local, siempre se despedía de él con la misma frase: «Hasta el jueves».

Sin embargo, menos de tres horas más tarde, Lemerre estaría sentado a su mesa en compañía de Petit y Cloutier, y Manfred estaría apostado en su sitio junto a la barra del Restaurant de la Cloche. Allí ambos intercambiarían un saludo, aunque con la misma efusividad de dos extraños cuyas miradas se cruzaran por azar. Los jueves, no obstante, Manfred era invitado a unirse a los tres hombres para la timba semanal de bridge. A Manfred no le gustaba demasiado jugar a las cartas y durante la partida siempre se respiraba un ambiente tenso. Aunque tenía la impresión de que su presencia en aquella mesa incomodaba a los otros, también estaba convencido de que cualquier intento de declinar su invitación sería interpretado como un desaire. Esta tradición había comenzado tres años antes, después del fallecimiento de Le Fevre. El primer jueves después del funeral, los tres amigos se encontraron a falta de un cuarto jugador para su partida y le pidieron a Manfred que se uniera a ellos. Él era consciente de que solo estaba cubriendo el lugar del muerto, y que aquel «hasta el jueves» con el que Lemerre acostumbraba a despedirse dejaba patente que no era bienvenido en su mesa las demás tardes de la semana.

Manfred pidió su última copa de vino de la noche. Le guardaban una botella detrás de la barra, y Pasteur vertió lo que quedaba de su contenido en una copa limpia, que depositó sobre el mostrador. Manfred siempre se bebía la botella entera, pero la consumía por copas. Esta manía comportaba pagar por sus consumiciones el doble que si sencillamente hubiese pedido la botella entera de golpe, pero no lo hacía por costumbre. En una ocasión calculó cuánto podría ahorrarse al año si decidía cambiar este hábito. Resultó ser una cantidad considerable, pero no alteró su rutina. Se dijo a sí mismo que resultaría vulgar plantarse en la barra él solo con una botella. Aquello haría que pareciese que entraba allí con la intención de emborracharse, aunque tampoco es que eso fuera a importarle a los otros parroquianos del restaurante. Manfred también tenía la sensación de que este hábito suyo podía explicar la actitud reservada de Lemerre y sus amigos hacia él, como si al consumir su vino por copas estuviese colocándose por encima de los tres hombres, que bebían su vino por frascas. Daba la impresión de que se creía mejor que ellos. Esto, de hecho, era verdad.

Pasteur nunca se había pronunciado sobre los hábitos de bebida de Manfred. ¿Por qué iba a hacerlo? A él ni le iba ni le venía que Manfred quisiera pagar por su vino el doble de lo que era preciso.

A medida que las agujas del reloj se fueron acercando a las diez en punto, los movimientos de Adèle ganaron brío. Pasaba la escoba entre las mesas casi con entusiasmo e incluso intercambió alguna clase de broma con los hombres sentados junto a la puerta. Lemerre hizo un comentario, seguramente subido de tono, porque Adèle le hizo un gesto admonitorio con un dedo y, con aire juguetón, giró sobre los talones y regresó contoneándose hacia la barra. Manfred nunca la había visto comportarse de esa manera tan coqueta, aunque la chica volvió a bajar la mirada cuando él reculó para dejarla cruzar la puerta del pasaplatos. Desapareció al fondo de la cocina y regresó a los pocos minutos. Conservaba la misma falda de antes, pero se había puesto unas medias negras y unos zapatos de tacón, y ahora llevaba una cazadora vaquera encima de un ajustado top negro. Se había aplicado rímel y lápiz de labios. Dio las buenas noches a Pasteur. Él levantó la vista hacia el reloj y se despidió de mala gana con una cabezada. Adèle no pareció percatarse del impacto que su transformación había causado entre los parroquianos que quedaban en el local. No miró ni a izquierda ni a derecha al salir.

Manfred apuró el vino de su copa y depositó el dinero en el platillo de peltre donde Pasteur había colocado la cuenta momentos antes. Manfred siempre se aseguraba de llevar la cantidad exacta en el bolsillo. Pagar con un billete grande significaba tener que esperar a que Pasteur hurgase en su cartera en busca de cambio y, a continuación, verse obligado a dejar propina con ostentación.

Se puso la gabardina, que había permanecido colgada en el perchero situado junto a la puerta del aseo, y se marchó saludando escuetamente con la cabeza a Lemerre y compañía. Estaban a principios de septiembre y ya se sentían en el ambiente los primeros fríos del otoño. Las calles de Saint-Louis estaban desiertas. Al doblar la esquina por rue de Mulhouse, divisó a Adèle un centenar de metros delante de él. Ella caminaba despacio, y Manfred notó que le estaba dando alcance. Podía oír el repiqueteo de sus tacones sobre la acera. Manfred aminoró el paso; no podía adelantarla sin saludarla de algún modo, lo que los conduciría de manera irrevocable a entablar una conversación incómoda. Quizá Adèle pensase que la había seguido. O quizá aquel despliegue de coquetería en el restaurante iba destinado a él, en realidad, y la chica había tomado esta dirección de forma deliberada para forzar un encuentro.

Por mucho que ralentizaba la marcha, Manfred seguía ganando terreno. Cuanto más se acercaba, más lenta parecía Adèle. En un momento dado, ella se detuvo y, apoyándose en una farola, se ajustó la correa del zapato. Manfred se encontraba ahora a poco menos de veinte metros detrás de ella. Se agachó y fingió atarse el cordón del zapato. Inclinó la cabeza sobre la rodilla con la esperanza de que Adèle no lo viese. Oyó cómo se debilitaba el ruido de sus tacones sobre la acera. Cuando se levantó, ella ya no estaba a la vista. Debía haber cogido una bocacalle o entrado en un edificio.

Manfred remprendió la marcha a buen paso, como era su costumbre. Entonces, al aproximarse al pequeño parque de delante del templo protestante, divisó a Adèle parada junto al murete que separaba el jardincillo de la acera. Fumaba un cigarrillo y parecía esperar a alguien. Para cuando Manfred la vio, ya era demasiado tarde para recurrir a una maniobra de evasión. Pensó en cambiar de acera, en cuyo caso un breve gesto con la mano al pasar habría resultado adecuado como saludo, pero Adèle ya lo había visto y lo observaba acercarse. Manfred no estaba bebido, pero, bajo la mirada escrutadora de ella, se sintió un poco inestable de repente. Por un segundo se le ocurrió que quizá era a él a quien ella esperaba, pero desechó la idea al instante.

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